La urgencia de la huida, la nostalgia del arraigo / Marco Julio Robles

Quizá sea razonable la sensación que algunos mexicanos compartimos acerca de lo malos que somos para formular narrativas sobre nuestro pasado. El reclamo «casi colectivo» a nuestra perpetua falta de memoria histórica es un tópico recurrente en las columnas de opinión que —con frecuencia— intentan reavivar nuestro interés por aquello que nos ha configurado. Y es que pareciera que el afán dialéctico de revisión de nuestros cimientos, desajustes o logros está obnubilado por las exigencias de un presente siempre conflictivo. Justamente en el valioso afán por recuperar el pasado y resignificarlo se inscribe la primera novela de Alfredo Núñez Lanz.
          El pacto de la hoguera está compuesta por trece capítulos. En cada uno de ellos las tramas se encuentran engarzadas en su justa proporción, lo cual dota de eficacia a la estructura de la novela. Tal eficacia narrativa no permite al lector naufragar entre anécdotas deshilvanadas o arcos narrativos que obstaculicen el desarrollo de la historia central. Es justo destacar, también, la pulcritud en el uso del lenguaje. Los términos que el autor elige no sólo hacen referencia al coloquialismo de la provincia que tiene sus propios vocablos para signar las cosas, sino también a la época en que se desarrolla la historia.
          La novela de Núñez Lanz descansa en un binomio de voces que narran las peripecias de dos jóvenes que, debido a las circunvoluciones no siempre azarosas de la realidad, se separan en el Tabasco de los años treinta. Así, se narran los avatares de una tierra bajo el dominio de Tomás Garrido Canabal, y la novela se adentra en los oscuros pasadizos de la revolución socialista tabasqueña. Si denominamos oscuros a tales vericuetos no es por un puro y neto afán de crítica carente de datos. De hecho, la novela avanza sobre la corrupción de una juventud embebida en un discurso de igualdad que coarta libertades.
          A través del modo en que se desarrolla la vida de Amador Lugardo accedemos a esos discursos en los que la racionalidad y el bienestar social encubren políticas deleznables, mientras que en la vida de José Romero nos acercamos a la reconfiguración de la Ciudad de México en la década de los años treinta. Revive el esplendor que tuvieron colonias como Santa María la Ribera; observamos esos edificios del centro que se poblaron rápidamente de familias esperanzadas, de niños semidesnudos con la tez pálida; y con las canciones de amor en tocadiscos de fondo, los tranvías con puertas de vidrio vuelven a transitar entre las calles de una ciudad que ya desde entonces parecía sobrepoblada.
          Lugardo es un ejemplo descarnado de lo que los ensayos revolucionarios hicieron con algunos hombres que no disfrutaron de la lucha, sino que la padecieron en carne viva. Una revolución que oculta los deseos bajo una careta de masculinidad tras la que la identidad se difumina. Historias de amor condenadas por el contexto social, maternidades ocultas, devociones tan arraigadas que obligan a mujeres, niños y hombres (sin importar su extracto social) a arriesgar la vida con tal de no abandonar un fervor del que no son culpables. Como tampoco son culpables los deseos y los impulsos que se han labrado desde la niñez, en la camaradería más plena y que, merced a condiciones desafortunadas, se traducen en una satisfacción deshumanizada.
          La voz de Amador Lugardo, al comienzo de la novela, es ya una voz petrificada por los recuerdos. Una voz ansiosa por recuperar los sitios, los lugares, los olores que poblaron su fantasía amorosa. Una arquitectura creada a base de anécdotas lejanas, imágenes eróticas, llantos y peleas. Palabras que contagian la viveza de heridas que se lamen, pero también la nostalgia de besos y confesiones que se fueron deslavando en puro anhelo. 
          Por otra parte, como contrapeso a las ensoñaciones de Amador Lugardo, la narración de José Romero está cimentada en la tierra. En los problemas concretos de un hombre que debe luchar por salir adelante en una urbe que a sus ojos resulta gigantesca. El contraste entre los vocabularios y las formas en que cada uno narra la parte que le corresponde traza, sin necesidad de adjetivos superfluos, a ambos personajes: en sus anhelos y sus luchas diarias, en sus temores.
          Este rasgo permite encontrar un parentesco con lo que Gaston Bachelard señala en su Poética de la ensoñación. Bachelard, en la obra mencionada, se permite interpretar la ensoñación de los poetas desde el anima y no desde el animus. El anima, para Bachelard, es el reposo, la búsqueda del absoluto, la calma que recuerda, entreteje y sueña despierta. Todos esos rasgos los encontramos en la narración articulada alrededor de Amador Lugardo: ese personaje entrañable, oscuro y atormentado por la culpa, la muerte, el destino, la vida… Y que, aunque vive atrapado por sus ocupaciones en el bloque socialista y por las exigencias (a menudo brutales) de su naturaleza espuria, siempre logra separarse de tales hechos a través de una mente escurridiza, soñadora. Mientras que José Romero es un animus en toda la extensión del término, por lo menos tal como lo define Bacherlard. Es decir, el impulso que permite actuar en la vida práctica: el animus cuenta el dinero, se mantiene alejado de la ensoñación y de las grandes premisas de lo absoluto, el destino o la muerte. Es el ser que soluciona.
          De tal suerte que en la obra de Alfredo Núñez Lanz encontramos un ejemplo en el que esas dos cualidades, que a menudo nos reclaman, se vinculan para entregarnos una obra de ficción, con la riqueza propia de quien explora los dos lados de nuestra naturaleza: la vía práctica y la vía contemplativa. Por ejemplo, cuando Amador Lugardo afirma: «Poco a poco el olor de tu familia se irá perdiendo. Se desprenderá por las recámaras, correrá por los pasillos conforme esta eterna humedad le gane terreno. Todavía escucho tus palabras en el patio, rondando por los cuartos, repitiéndose en el tiempo sólo para mí». Releyendo estas líneas, lo confirmo de manera personal, prefiero la ensoñación del anima con sus escapes peligrosos, aunque siempre sea útil saber cómo madurar pencas de plátano.
          Por último, uno de los rasgos que también cabe destacar de El pacto de la hoguera es que ofrece la posibilidad de leerse en varios niveles. Como ya se ha dicho en las líneas precedentes, es un abanico de referencias acerca de un periodo de la historia de México y de una latitud geográfica particular, pero no por ello deja de ser una obra de ficción en la que se analiza con crudeza el discurrir de la vida de un hombre que no puede declararse homosexual, por el contexto y por el tiempo en el que se desarrolla su existencia. Es también una novela en la que urge huir, pero se alienta la necesidad de quedarse, de no apartarse de la tierra, de no irse. Esa urgencia de la huida en José Romero, esa necesidad de triunfo, esa hambre de ganar, es un motor quizá universal y constante en quienes migran. Esperanzas sembradas de dudas y sinsabores para los que se van, pero también para los que se quedan esperando el reencuentro.

l El pacto de la hoguera, de Alfredo Núñez Lanz. Era, México, 2017.

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