A la sombra de la catedral / Patricia Carrillo Collard

El Luisillo llegó a la fonda y se sentó en la mesa de siempre. No habían pasado ni cinco minutos cuando llegó el Nacho.

      —¿Ontabas anoche, bato? —preguntó el Nacho, dándole la vuelta a la silla y sentándose a horcajadas, con los brazos sobre el respaldo.
      —¡N’ombre! Si yo te contara…
      —Pues desembucha —le dijo el otro, volteando a ver a la mesera—. Mija, dos Tonicoles, por favor —pidió, revisándole las piernas mientras ella se alejaba.
      —Ónde que al suegro de mi patrón le llegó un anónimo.
      —¿Un anónimo? —la palabra captó la atención del Nacho—. ¿A don Guillermo? —preguntó con voz incrédula.
      —Sí.
      —¿Y qué decía?
      —¡Nomás de pensarlo me dan ñáñaras! —contestó el Luisillo, simulando un escalofrío—. Ya ves cómo a don Guillermo le encantan las muchachas…
      —¡Pos a quién no! —exclamó el Nacho, sonriendo a quien les servía los refrescos.
      —¿Y ustedes van a comer? —les preguntó ella, con los puños recargados en las caderas—, ¿o nomás vinieron a vernos?
      —¡Pos a las dos cosas, mija, que por ver no se paga! —se rio el Nacho—. A mí tráeme un asado a la plaza. ¿Y tú, Luisillo?
      —Pos un pescado zarandeado, que traigo mucha hambre.
      La muchacha se dio la media vuelta y el Nacho le clavó la mirada en   las nalgas.
      —Ni le buigas, Nacho, no te ande pasando lo que a don Guillermo.
      —Pos es que a mí también me gustan mucho las muchachas —repeló el Nacho, con una sonrisa pícara—. ¿Y qué decía el anónimo? —preguntó, empinándose la botella de Tonicol.
      —Que si don Guillermo no les daba dinero, se lo iban a quebrar.
      —¡Ah, chingado! ¿De plano?
      —Le decían que no le fuera a avisar a la chota, porque se iban a dar cuenta. Y que le sabían lo suficiente pa’ hacerlo chiras ante su hija y sus nietas.
      La muchacha regresó con dos platos y se los puso enfrente. El Luisillo le exprimió un limón al pescado y el Nacho virtió caldo sobre su asado.   Se hizo el silencio mientras los dos comían.
      —¿Ya ves ónde tiene don Guillermo su oficina? —preguntó el Luisillo, sacándose una espina de pescado de entre los dientes.
      —A espaldas de la catedral, ¿no? En el escaparate ése.
      —Pos según el papel tenía qu’estar anoche a las doce, parado en la puerta, con una bolsa llena de dinero.
      El Nacho meneó la cabeza y le puso más caldo a su asado.
      —¡Y el patrón que es de pocas pulgas! —dijo el Luisillo, llevándose a la boca otro pedazo de pescado.
      —¡Ya me imagino cómo se habrá puesto!
      —Yo estaba arreglando un güincho en el taller, cuando vi llegar a don Guillermo en su Valiant azul. Venía como siempre, todo alicuzado, pero traía cara de pocos amigos. Cosa rara, ya ves lo carrilludo que es él. Se  fue derechito a ver al patrón. De pura chiripa los estaba guachando cuando don Guillermo le enseña una carta. ¡N’ombre! ¡El patrón se ha puesto una enchimacada! Yo nomás lo vi voltiar, todo malencachado.  Tenía la cara colorada y parecía que se le habían parado los pelos de las cejas.
      —¡Hay que estar pendejo pa’ hacer esas cosas! —exclamó el Nacho, metiéndose a la boca la última cucharada de asado.
      —El patrón fumó toda la tarde como chacuaco. Pero eso sí, pa’ pronto armó todo el tatole. Que si tú, Luisillo, te escondes en la ventana de la sacristía, al cabo queda justo enfrente de la oficina de don Guillermo. Ya hablé con el obispo y nos dio permiso. Tú, Mario, te paras en la esquina con la Benito Juárez, y el Catotas del lado de la Guillermo Nelson. Ya nos tenía a todos bien repartidos. Nos quedamos de ver en la oficina de don Guillermo temprano, p’agarrar nuestros lugares. Pero les hicimos chanchuyo a los fulanos, porque en vez de que estuviera don Guillermo parado en la puerta, mi patrón estaba adentro de la oficina, con la luz apagada y la puerta abierta.
      —¡Ah, qué el Luisillo! Así que anduvistes de justiciero… —bromeó el Nacho.
      —Pos ahí estuve achinquechado en la ventana de la sacristía, pa’ que no me fueran a ver. Hoy amanecí todo tronchado, me duele hasta la rabadilla —dijo el Luisillo, sobándose—. Eso sí, le dije a mi patrón: Yo veo que le van a hacer a usté algo y me los carraqueo desde la ventana.
      —¿Sacaste la fusca y todo? —preguntó el Nacho, mientras empujaba el plato vacío hacia el otro lado de la mesa.
      —Pos una 38 Súper que me prestó el patrón —explicó el Luisillo.
      La mesera regresó a recoger los platos.
      —¿Tienes bolis, mija? —preguntó el Nacho, mirándola de lado.
      —Nomás de leche.
      El Nacho ladeó la cabeza, como preguntándole al Luisillo si quería uno.
      —Yo mejor un ráscale de nanchi —contestó él.
      La muchacha se retiró, llevándose los platos sucios.
      —Despuesito de las doce vemos que pasa una pulmonía frente a la oficina —continúa la historia el Luisillo—. La iba manejando un fulano más güilo. Llevaba una camisa que le quedaba toda guanga. Me llamó la atención porque se le movía con el aire. Pero a un lado suyo iba sentado un bato bien guatón —el Luisillo dobló el brazo izquierdo, sacando el bíceps—. Pasaron despacito y voltiando pa’ todos lados. Yo estaba como achilillado a la ventana. Creo que hasta dejé de respirar.
      La mesera regresó con el raspado y el boli. El Nacho mordió la esquina de la bolsita y escupió el pedazo de plástico al piso. Luego empezó a chupar.
      —Después de un ratito regresó la pulmonía. Se detuvo frente a la puerta y se bajó el bato guatón. El güilo se quedó con el motor encendido, voltiando p’acá y p’allá. El otro entró a la oficina. Yo ya lo tenía en la mira con mi fusca cuando lo veo salir corriendo desolotado. No atinó ni a subirse a la pulmonía, sino que corrió onde estaba el Catotas. Salí de la sacristía hecho la mocha, pero el Catotas ya lo tenía bien apergollado del pescuezo. ¡Tuvo que salir el patrón a decirle que no lo fuera a ahogar!
      —¿Y qué pasó con el de la pulmonía? —preguntó el Nacho, apachurrando la bolsita y sorbiéndole al boli.
      —Al muy pazguato se le chisporrotearon los pedales, se le arranó la pulmonía, y antes de que pudiera arrancar ya tenía al Mario sentado por un lado.
      —Y luego, ¿qué hicieron con ellos?
      —Pos el Catotas, qu’es bien atrabancado, ya se los quería enfriar ahí mismo, pero el patrón dijo que no. Así que los subimos a su troca y nos los llevamos p’al cuartel, con los guachos —el Luisillo rascó el hielo de su raspado y le dio un sorbo con el popote—. ¡Ésos no vuelven ni por la feria! —terminó.
      —¿Y don Guillermo? ¡Ha de’ber estado con el Jesús en la boca! —exclamó el Nacho.
      —¡N'ombre! ¡Don Guillermo estaba dormidito en su cama! Se enteró de todo lo que había pasado hasta la mañana de hoy…

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