Adrián Curiel Rivera

Contratiempo

Aquella mañana, el funcionario de segundo nivel redactaba a toda prisa una novela clandestina. Aporreaba a dos manos, como un loco, el teclado de la computadora. Su jefe estaría ausente un mes. Estaba harto de ser un funcionario de segundo nivel. Escribiría una obra maestra y se volvería famoso.
      Llamaron a la puerta. Cinco mujeres de vestimenta severa y cara hosca.
      —Buenos días, somos del Comité Mixto de Seguridad e Higiene —dijo la más fea de ellas—. ¿Tiene algún problema de seguridad o higiene en su oficina?
      —Ninguno —replicó con furia contenida—. Salvo mi trabajo.
      Una mentira a medias. No estaba trabajando, sólo dejaba que los papeles se apilaran sobre el escritorio. Lo cual era, paradójicamente, un problema de trabajo. Pero estaba decidido. No atendería otra cosa que no fuese su obra maestra. Se volvería famoso. Caminaría sobre la alfombra roja.
      —¿Ninguno, está seguro? Filtraciones de agua, moho en las paredes, excrementos de roedores.
      —Como le decía, ninguno. Salvo mi trabajo.
      mañana siguiente, golpearon la puerta con mayor ímpetu. La segunda más fea del Comité Mixto de Seguridad e Higiene le entregó una orden firmada por la más alta autoridad. Debido a su disposición poco colaboradora, a partir de ese momento se procedía al precinto de su oficina y todo lo contenido en ella, para una posterior inspección. Era imposible que ese cuchitril no tuviera problemas de seguridad e higiene. Ellas representaban al Comité Mixto. A ellas nadie las engañaba.
      Las inspecciones del Comité Mixto de Seguridad e Higiene suelen durar cincuenta años. El funcionario de segundo nivel no fue lo suficientemente precavido como para respaldar los archivos de ese brillante texto que lo catapultaría a la bienaventuranza literaria. Además, lo sancionaron destinándolo a otra dependencia. El nuevo jefe no faltaba nunca y tampoco permitía que los papeles se acumularan sobre el escritorio.
      Ya se sabe, hay que tener cuidado cuando llaman a la puerta.

 

Escapista

Le pasaba a menudo. En los momentos más críticos. Se ponía como lerdo por dentro y excesivamente rápido por fuera. Así llegó a la encrucijada en un claro abierto en el bosque. El pecho se agitaba bajo los tirantes rojos; en la carrera se había desecho del abrigo y extraviado el sombrero imitación bombín. Resolvió ser maleante después de innumerables fracasos en sus empeños por convertirse en un cuentista famoso. Ahora no había marcha atrás, la moneda estaba en el aire, era todo o nada. Por fortuna conservaba el portafolios plata en la mano. Otros gánsteres a quienes había traicionado le venían pisando los talones. La policía también corría tras sus pasos, precedida por canes de rastreo. La senda de la derecha desemboca en un despeñadero. La de la izquierda lo conducirá a una zódiac convenientemente camuflada y dispuesta para su fuga a ese paraíso donde podrá resarcirse de todos los infiernos. ¿O era al revés?, no lo recuerda. Mueve la cabeza de un lado a otro, paralizado. Se escuchan los ladridos de los perros, las pisadas detrás de la polvareda que se disipa. Ni siquiera está armado. Opta por el camino seguro, aunque siempre —se lamenta mientras salta contra las rocas— le pase lo mismo.

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