Primera lectura / El libro de Efraí­n. Leyendo a Merrill en el paraí­so perdido / Luis Armenta Mal

Primera lectura  / El libro de Efraín. Leyendo a Merrill  en el paraíso perdido / Luis Armenta Malpica

Todo gran libro de poemas nos conduce al infierno. Eso lo consigue del brazo de Inger Christensen, la autora de Alfabeto (Sexto Piso, 2014), en el que cada letra nos acerca a ese estallido de hidrógeno de la bomba que cayó sobre Hiroshima. El mismo procedimiento utiliza James Merrill en El libro de Efraín para mostrarnos su holocausto personal. En su espléndido prólogo a Divinas comedias, Jeannette L. Clariond nos dice que James Merrill consigue con sus poemas que hagamos alma, pues por el origen se llega a lo original. El autor norteamericano, nacido en Nueva York en 1922 y fallecido en Arizona en 1995, prosigue su saga proustiana y la recuperación de su infancia perdida, el verdadero y único Paraíso de los hombres, más allá de las prácticas espiritistas que se le atribuyen como mecanismos de su escritura. Lo espiritual (no por fuerza religioso) sigue estando presente y dándole vigor a esta novela en verso que Vaso Roto presenta como una de sus novedades de 2017.
En efecto, Merrill trabaja su obsesión por Dante en ese libro que le valiera el Premio Pulitzer de Poesía en 1977: recuperación, inquietud y apasionamiento por una historia que reconstruye con la suya propia, porque finalmente en los territorios del poema cualquiera somos todos. De generosa escritura, honesto en el amor y misterioso en el cauce que sigue su discurso, Merrill (como también John Ashbery) se despreocupa de la grandilocuencia para acercar sus textos a los hechos comunes, la experiencia doméstica, afectiva (homoerótica o no) y siempre atravesada de nostalgia no exenta de dolor y pesadumbre. Traducido por Antonio Rivero Taravillo, a quien el poeta y crítico Luis Vicente de Aguinaga considera tal vez el mejor traductor del inglés a nuestra lengua, El libro de Efraín señala en su cuarta de forros que los veintiséis poemas que conforman este título se corresponden con las letras del abecedario y con el tablero de la ouija que el propio Merrill fabricó y por la que se comunicaba —junto a su pareja David Jackson (dj)— con los espíritus de otro mundo. Uno de ellos es Efraín, su tutor o guía esotérico por más de tres décadas. Un personaje que, sin embargo, al inicio de este viaje poético nos dice, desde la letra A:

Admito equivocarme al abordar
esto en forma presente. La prosa más escueta
requerida para el reportaje, que alcanzase
al público más amplio en el más breve tiempo.
El tiempo, se había revelado, era la esencia.

El tiempo, la misma esencia de la Rosa,
se acababa. Sin embargo, éramos antiguos enemigos,
el plazo y yo. También la materia de mi asunto
me dio una pausa, tan íntima, tan nueva.
¿Mejor después de todo hacerlo como novela?
Mirando en torno a mí, hallé personajes
humanos y de otro tipo (si la distinción
significaba algo en la ficción). Hallé el camino
a una trama…

Novela: malograda o fallida, inconclusa, dice Merrill en algunos momentos, pero al fin narración. Trama que se teje con todas las variantes de las que un novelista o un poeta (en conjunción, al estilo de Melville o de Edgar Lee Masters) es capaz de indicarnos: una ruta a seguir, un camino en descenso y ascenso por todos esos círculos que forman las subtramas, los tantos personajes, lugares, tiempos, los ambientes y tonos que enriquecen un libro. Título ambicioso en el que el tiempo perdido y recuperado es el eje y, al mismo tiempo, espejo de una realidad que no se corresponde (pero sí) con la que viven sus protagonistas, sean personajes o quienes escrituran esta historia. Personajes que entran y salen de escena, del espejo del libro, como un coro dramático (a la manera griega). Por eso hablo de Melville, por la profundidad que encuentro en cada letra que se aborda como alguna unidad de narrativa: cuento, diálogo, presentación de actores, coro teatral de espectros o de artistas que nutren con sus obras esta obra que se levanta, firme, como Babel en pleno siglo xx, de las negras cenizas que dejara Alighieri en su Comedia. Menciono a Edgar Lee Masters y sus piedras mortuorias, porque en estas atmósferas de ouijay horno (en espera de alguien que lo repare), el calor infernal, el fuego wagneriano y su pureza, el verano, las llamas que acabaron con el teatro La Fenice, los estragos de la bomba de Hiroshima, toda esta prosa hierve, se levanta y agita, corre tras esas bambalinas de la B y centellea para dejar en claro que Merrill es poeta y novelista, que tiene ese fulgor del iniciado aunque lo que nos narre sea el apocalipsis que nos cuentan los muertos y la forma sea el verso telúrico y vital.
En la mitad del camino de esa trama, tan sorpresiva como placentera, esta voz del poema nos conducirá por «la vida, como el periódico todavía no / difunto» que sigue llegando a los quioscos. Así de inmediatas y efímeras serán las novedades en el tiempo presente. El tiempo y sus plazos como enemigos del poeta, del hombre en general, se viven de distintas maneras: un libro que comienza ha empezado a morir en su primera línea. Y esa muerte puede ser la agonía de la propia escritura o la de quien la trabaja, pero no en paralelo: en Merrill la escritura jamás se debilita ni se engorda; muestra su anclaje al cuerpo, esa musculatura que le dan el oficio, el talento y el impulso energético de toda reinvención (si hablamos de Alighieri) que se asume como herencia, legado, tradición, desde la perspectiva de los descubrimientos: el asombro, la indagación genuina, el curioso repaso de los mismos caminos desde distintos pasos. El libro de Efraín no pierde su galope: sus descansos y vértigo son una consecuencia del latido, del modo de pensar, de expresar, de dirigirse al otro, de escribir, de escribirlo, de transcribir lo que se va dictando desde ese nuevo espacio que será otro poema, la letra subsecuente, la llama por arder.
El pasado, por recuperación (reiteramos la influencia de Proust), es en cambio el gran protagonista del poeta. Con guiños temporales, por supuesto. Todo poema largo se compone de tiempos en secuencia y fragmentarios, rupturas y espirales. Círculos que conducen a un centro que no siempre es el mismo: el ojo, el corazón, la gota de mercurio. También los personajes son múltiples actores, reencarnaciones del propio jm o los poetas tutores que sirven de Virgilio al caminante: Pope, Auden, Yeats y tantos, tantos otros, que escriben en mayúsculas (como se lee la ouija) y sin acentos. La letra F comienza a conformarse como envés de Efraín:

Futura imagen: primero de abril en el Purgatorio,
en Oklahoma. El joven Temerlin me sorprende llamando
a sus chimpancés. Rojos de tierra cruda y azules del cielo.
Mas donde nos hemos parado para tomar aliento, el lago
pequeño y sin ondas blanquea a opaco
daguerrotipo café-au-lait el mundo
que duplica.

Espejo del pasado, simplemente. Porque en la vida real, la novela fallida o malograda, según la nota que abre con la letra N, el nombre de Efraín es Eros, quien prosigue en caída:

… Sentimos el fulgor
de ser necesitados, luego un aliento de escarcha,
pues sí, pobre alma, lo hacía, estaba perdido.
¡Ah, lo éramos! Si las almas pueden destruirse,
dispersos los colores del prisma más íntimo de uno…

Entonces, además de la lista parcial de personajes dramáticos de la letra D, de las notas (de la N), se encajan unas citas (letra Q) que enriquecen ese prisma de voces que hablan con Efraín, desde Efraín y para ese nosotros que escucha todo el tiempo, los tiempos (el pasado, el presente, lo incierto e imaginado) de este poema de múltiples espacios pero que funcionaba a partir de la ouija, incluso en la dislexia que aparece con esa letra T (tour de force) del juego ajedrezado del linóleo, de los naipes, las piedras, de los juegos de espejos y visiones contrarias que suceden de modo subrepticio, y van de Dante a Don Giovanni, de Hitler a Kandinsky: mitad espejo y gong:

Piedras bautizadas durante un picnic con dj
hace años, o solamente ayer,
con los nombres de figuras Nabucodonosor, Little Nell,
Miss Malin Nat-og-Dag, Swann y Odette),
el orgullo de (y prueba reveladora en su contra) la limpia
curva que impelen tan velozmente que estorban.
¡Solamente ayer! Demasiado violento,
pensé en tiempo, ese escorzo de Proust…
Un mundo abruptamente viejo, encanecido, un lector
que mira estupefacto para desentrañar
si han pasado diez años o cuarenta.
Joven, lo confundí con un poco convincente
truco del narrador. Pero en lugar de eso era una verdad
que farfullaba a través de su propio asombro.

Más arriba de aquí no me atrevo a ascender,
ya demasiado cerca está el final del libro no escrito.
Se van por separado las fuerzas reunidas
por Eros, Eros en cuya boca la más mínima
realidad apagada antaño había brillado, un guijarro mojado.

Y después del deslumbramiento de la perplejidad, de la evaporación, en gotitas de un azul muy pálido, «se hace la nada»: Wendell, en la W, se manifiesta en tercetos, como lo hiciera Dante, el espíritu enorme al que James Merrill llama con la ouija del verso. Wendell, un joven que asciende la escalera. Pero este Götterdämmerung citado en los poderes de la P presenta a su Brunilda (cantada por la Flagstad) y nos resuena Wagner las terribles verdades de este mundo. Wendell era el representante de Efraín, un ángel que nos sueña. Como toda escritura de fósforo y madera, las palabras de Merrill tienen clímax y ocaso, pero no falta el aire, ese soplo divino, ese aliento fugaz que reanime las letras en su cabalgadura. No se trata de Troya, aunque a veces parece que los textos nos sitian y esconden detrás suyo otros jinetes, otras coces, viajes inesperados y algunos laberintos. El autor nos lo indica: no se escapa de Grecia ni de Italia.
La X muestra, luego, sus rayos, porque «las cosas próximas se vuelven remotas»:

… Uno podría soñar despierto
sin parar extendido bajo este roble de familia
de viejas historias: Sigfrido y su gusano
muerto entre piedras del Rin, el gran orfebre de palabras, Joyce,
forjando una serpiente que devora su propia cola…
Rodeadas por un anillo de fuego o agua, sus mujeres duermen.

[…]

… Y por lo que respecta a la víctima, espirales
de un verde de río, de un violeta relámpago traducidas en paisaje
taponaron la boca de la cueva, hasta que el propio Gabriel
condescendió a desviar el arroyo
y liberar a la dama (aún desnuda, y con un niño
que requiere explicación). Ésta será la razón por la que el primer plano
es ahora un desierto en miniatura
donde el ermitaño mudo se arrastra por su cueva
y por la que el dragón ha sido relegado
a un motivo sobre un distante pórtico.
[…] La novela habría terminado…

En ese estar allí (donde dj), dice la voz del poema: «mejor parar, mientras aún podamos». Si lo dice James Merrill, yo lo acato. No existe otra manera de complacer una ambición que dejándola trunca, pendiente, para que alguien (o todos) estemos condenados a visitar las mismas obsesiones y lugares, a nuestro propio tiempo. Nos jugamos el alma en el trayecto, pero ¿acaso no es eso lo que vamos haciendo en la poesía?

Comparte este texto: