Libros / Cada paso hacia el tajo / Sergio Téllez-Pon

      a la memoria de mi amigo
      Rafael Muñoz Saldaña, a quien
      Javier Marías hizo personaje

Hay varias obsesiones a lo largo de la obra narrativa de Javier Marías (Madrid, 1951) que inevitablemente aparecen en su novela más reciente, Berta Isla. Para empezar, los viajes o estancias de meses en algunas ciudades (Oxford en Todas las almas, Nueva York o Ginebra en Corazón tan blanco…) o lugares como la Universidad de Oxford (en Todas las almas y Negra espalda del tiempo) y el barrio de Chamberí, en Madrid; Marías también tiene obsesión por los protagonistas políglotas, como Juan, el protagonista de Corazón tan blanco, quien, escribe, habla fluidamente cuatro lenguas para su trabajo como traductor e intérprete en organismos internacionales —por eso no es extraño que ahora el personaje masculino de Berta Isla, Tom Nevison, tenga tanta facilidad para hablar varias lenguas, incluidas las eslavas, e imitar sus acentos o giros expresivos.
      Pero sobre todo hay una obsesión tal vez no tan evidente: a Marías le gusta diseccionar las relaciones sentimentales en todas sus variantes: las de la pareja, las del adulterio, las de una noche, las del matrimonio, las familiares… Porque esas relaciones invariablemente guardan varios secretos, los involucrados se los reservan con celo y, a pesar del trato y el tiempo, pocas veces los revelarán. En Berta Isla esa obsesión vuelve a estar presente cuando en su juventud Berta Isla y Tom o Thomas o Tomás Nevinson son una feliz pareja de enamorados, pero pronto, mientras él estudia en la Universidad de Oxford (of all places), se ve involucrado en un caso raro que cambia el curso de su vida, tiene que entrar al Servicio Secreto británico y con ello, a partir de entonces, vivir una doble vida: la de un hombre casado, padre de un niño, en Madrid, y la otra, en Londres o donde lo emplacen, llena de secretos y misterios. «La distancia reiterada permite eso, que ninguna de las alternativas etapas sea real cabalmente, que sean ambas fantasmagóricas, que cada una difumine y niegue durante su reinado a la otra, casi la borre; y, en definitiva, que nada de lo que ocurre en ellas sea terrenal ni vigilia, cuente del todo como acaecido ni tenga demasiada importancia», escribe Marías sobre la vida de Tom escindida en dos vidas.
      En Berta Isla, Marías se remonta a la juventud de Berta Isla y Tom Nevinson, cuando se conocen siendo estudiantes en un colegio, con la dictadura de Francisco Franco ya agonizando. Desde entonces, Berta es una chica encantadora, libre y segura de su promisorio futuro matrimonio con él; por su parte, Tom o Thomas o Tomás ya era un apuesto joven, bilingüe por su doble nacionalidad y también con una meteórica carrera, pero, al contrario de ella, con el paso del tiempo pierde su chispa seductora y se vuelve un señor reservado, casi hermético. Es al abundar sobre estas características cuando la particular prosa intrincada de Marías luce en todo su esplendor por sus puntuales reflexiones sobre el sentido del amor, la pareja, la fidelidad y la lealtad (que son dos cosas distintas), el patriotismo y, en general, sobre el ser humano y sus complejidades.
      Marías retoma en Berta Isla algunos ambientes y personajes (el profesor Wheeler y el agente Tupra) de su trilogía Tu rostro mañana; sin embargo, ahora ha añadido una historia de espías y medias verdades, casi un thriller. Uno pensaría que Berta estaría al tanto del otro mundo que su esposo tiene fuera de Madrid, pero, como ya se dijo, a Marías le gusta que el otro desconozca el destino o los pensamientos de con quien, en teoría, lleva una vida en común. Tal vez por eso es muy significativo que Tom entre al Servicio Secreto y con su libertad limitada pueda decir: «En otros aspectos tengo la sensación de que mi suerte está echada, de que yo no he escogido tanto como se me ha escogido a mí». Para salvarse, Tom no tiene oportunidad de elegir, y con esa no-decisión arrastra a su esposa, la encantadora Berta Isla.
      Por lo general, en la narrativa de Marías una pregunta es la que le da sentido a la novela («¿ahora qué?», le asesta su padre a Juan después de casarse, en Corazón tan blanco). En estas páginas es el personaje del profesor Wheeler quien azuza a Tom con la pregunta: «¿Qué moldea el mundo?». Eso es lo que lleva a Tom a ser un hombre de acción, el mundo puede seguir su curso gracias a que hay personas que, siempre en secreto, actúan durante la guerra o en tiempos de paz para que los demás mortales podamos seguir con nuestros pequeños actos de todos los días. Durante una profunda plática con Wheeler, quien no tiene que insistir mucho para convertirlo en infiltrado, para hacerlo uno de esos hombres que maquinan y tejen hilos en la sombra, Tom concede que el secreto es la «forma suprema de intervención en el mundo». Entonces Tom o Thomas o Tomás no sabe ni vislumbra cuántos secretos habrá de tener a lo largo su vida para intentar moldear el mundo.
      Marías gusta de tomar un pasaje o verso de alguna de las obras de teatro de Shakespeare para cifrar el argumento de sus novelas e incluso para titularlas, al menos en la mayoría de sus anteriores novelas. En cambio, para Berta Isla esa intertextualidad la establece con la obra poética de T. S. Eliot, en particular con el último de los Cuatro cuartetos, «Little Gidding». Mientras espera en una librería donde conocerá a Mr. Tupra, Tom lee a saltos los poemas de Eliot: «La indiferencia que se parece a las otras como la muerte se parece a la vida, al estar entre dos vidas», «El polvo suspendido en el aire señala el lugar en el que terminó una historia», «Cualquier acción un paso hacia el tajo, hacia el fuego» o «Morimos con los que mueren: ved, ellos se marchan, y nosotros nos vamos con ellos. Nacemos con los muertos: ved, ellos regresan, y nos traen consigo». En todos esos versos Tom encuentra referencias a ese momento crucial de su vida, parecen sorprendentemente escritos para él. A partir de entonces Tom o Thomas o Tomás sabe que cada paso, cada acción que haga lo conducirá al tajo del verdugo, al fuego que todo lo consume. Al final no queda sino la más amarga desolación. Y, como es evidente, para el título ha escogido el nombre de la protagonista, como las heroínas de las novelas decimonónicas del siglo xix, Ana Karenina, Madame Bovary, etcétera.
      A riesgo de caer en algún cliché, Berta Isla confirma por qué Javier Marías es uno de los escritores imprescindibles de la actual literatura en lengua española, pues leerlo es siempre una parpadeante luz en el largo túnel de la vida, sus relaciones humanas y sus batallas ganadas o perdidas.
                           
      l                  Berta Isla, de Javier Marías. Alfaguara,
      México, 2017.

 

La voz, ese desierto
      Marco Julio Robles
      Imagínese un pueblo solitario. Un bar en donde el abandono se arrastra entre las sillas y en el cual los pocos parroquianos que se reúnen lo hacen más por la costumbre de estar ahí congregados, casi encerrados, que por la auténtica diversión que el lugar ofrece. En ese pueblo los amaneceres no son más que el preludio de la caída hacia la noche y los atardeceres se parecen todos, porque el sol se inclina sobre los objetos sin alumbrar nada distinto, salvo el cansancio que permanece callado hasta que la reyerta levanta el polvo.            
      Gritos, armas de fuego, metrallas, balas atravesando el aire y la madera, los cuerpos… Poco después del asesinato, una cabeza humana entra a través de una de las ventanas del bar. Cae entre un pequeño grupo de personas cuyos nombres importan muy poco a lo largo de la historia, pues todos ellos se saben tan insignificantes como el dueño de esa cabeza que entró con asombrosa naturalidad. Nadie se mueve, esperan que en cualquier momento los matones entren para aniquilar lo que sobra. Sin embargo, el ruido de las camionetas en la lejanía indica que se van…
      Es en este punto en donde la historia cobra realidad a través de los indicios: sin que se nos diga en qué lugar se ubica la narración que leemos o el país en el cual se encuadra geográficamente, reconocemos con facilidad nuestro propio país, cualquiera de sus rincones. Este país en el que los pueblos se desplazan porque la violencia los amaga, y en el que gestos tan deshumanizados como arrancar una cabeza o desollar un rostro se integran en la cotidianidad de los días. Tantos muertos como ocasos o lluvias, tanta muerte sucediendo a diario. 
      Si bien Alejandro Badillo, en su más reciente novela, Por una cabeza, nos invita a esta latitud imaginaria, interpola en ella los detalles necesarios para universalizar el escenario. Esos detalles convierten el espacio en «cualquiera» de esos pueblos de México que las noticias nos describen como territorios sin ley y cuyos habitantes, poco a poco, dejan casas, oficios, tierras… Lo dejan todo con tal de sobrevivir a la violencia.
      Además, el protagonista de Por una cabeza es alguien que huye por partida doble: por un lado es un profesor que perdió su empleo debido a las bajas en la escuela y que, obligado por el ocio, frecuenta el bar como un horizonte de dispersión, de olvido; por otra parte, es sólo un hombre que está en el lugar equivocado en la hora incorrecta y que se ve obligado a tomar una serie de decisiones que vertebran una historia en la que abunda el monólogo. Forma narrativa que funge como metáfora insistente de la soledad que habita al personaje.
      Tal como ya lo hemos anticipado, se trata de una novela que descansa en una voz interior que va narrándonos lo que sucede a su alrededor mientras huye. El personaje que narra las vivencias, el profesor sin alumnos, se nos entrega como un hombre lleno de paradojas, que oscila entre el miedo, el pesimismo, la esperanza y las ganas de reconocer en el «otro» a un «interlocutor». Si nos narra con tanta precisión lo que piensa y lo que siente, lo que recuerda de su madre o de los vecinos con los que compartió parte de su existencia, es porque, a pesar de la promiscuidad de la muerte, sigue reconociendo al «otro» como una posibilidad de encuentro con lo humano. Así lo atestigua el desenlace de la novela. Ese fragmento iluminador en el que Badillo desarrolla imágenes terribles debido a la descripción de páramos lúgubres, pero entrañables gracias a la pujanza con la que el personaje se empeña en dialogar con «seres humanos», aunque éstos no puedan responderle.
      Lo siniestro y silencioso de la atmósfera se refuerza por el hecho de que son muy contadas las ocasiones en las que el narrador habla con otros personajes. De tal suerte que el silencio en el que viaja es tal que la novela de Alejandro Badillo se convierte en un túnel que devora los sonidos, las voces. Un hueco en el que el silencio se vuelve angustia, porque en todo su recorrido late siempre la sospecha de que todo lo que lo rodea está aniquilado: «El mundo», declara el narrador, «era una gruta inmensa que se tragaba los sonidos. Podría gritar mi nombre cientos de veces, como un náufrago que combate, en una isla desierta, el silencio». De ahí la absoluta irrelevancia de los nombres, si el personaje habita un mundo en el que los cuerpos pierden identidad, sustancia, poco o nada importa darles un sonido permanente.
      ¿De quién es la cabeza y por qué fue arrancada? ¿Qué deudas está pagando el decapitado? ¿Qué errores cometió o debido a qué error fue confundido con otra persona y asesinado de manera tan brutal, siendo inocente? La multiplicidad de puntos de vista que se desdoblan a partir de la perspectiva del narrador es, entre otros, uno de los rasgos de mayor interés de la novela. Sin importar que la primera persona narrativa lo abarque todo, su propia narración se pone en entredicho al resaltar rasgos misteriosos: como la posibilidad de que esté viajando con su propia cabeza o que se camufle con el muerto y le reconozcan en una casa de seguridad cual si realmente se tratara de otra persona: un criminal. Alguien en quien el narrador no se reconoce a pesar de que los demás atestigüen con sus acciones que lo es. Ya en las primeras líneas de la obra se nos anticipa esta posibilidad, cuando el narrador decide comenzar su relato del siguiente modo: «Verá usted: no sé cómo empezar. Una historia se cuenta de muchas formas».
      Sin embargo, decíamos que una de las vertientes por las cuales transita la historia que nos ocupa es la de la identidad y los conflictos que conlleva. Grandes problemas se anudan en torno a la identidad cuando hay que reconocer cuerpos. Más grandes aún cuando los cuerpos de los muertos son tantos que los huesos de unos se confunden con los de otros, creando identidades nuevas. Más aún, ¿cuántos de nosotros nos reconocemos en ellos, como personajes que huyen y temen, que abandonan?
      Como si se tratara de carne procesada, Por una cabeza nos muestra, sin concesiones, cómo se diluye la identidad humana en ese enorme torbellino que azota el mundo en el que nuestro narrador se hunde. Hacia el final, cuando los cuerpos de todos los muertos forman un solo cuerpo. Un cuerpo combinado con los restos de innumerables individuos. Emerge de ellos una especie de Frankestein gigantesco: los huesos de uno en la piel de otro; y la alfombra de cabezas (ese símbolo de dominio, de racionalidad o de medida) desprendidas de sus cuerpos, concretan un mundo alucinante en el que ponemos en duda la propia lucidez de esa cabeza que nos habla. No obstante, por debajo de todas esas redes que nos mantienen en vilo mientras la lectura de Por una cabeza se desarrolla, uno como lector no deja nunca de pensar en la cabeza escurriendo, atrayendo moscas, apestando autobuses, dibujando un arco que la acerca o la aleja, que trastorna; en suma, una cabeza que flota en el enigma.

l                  Por una cabeza, de Alejandro Badillo.
      Ficticia, México, 2017.

Comparte este texto: