Sobre los escombros de la cortina de nopal. José Luis Cuevas (1934-2017) * / Gonzalo Vélez

Sobre los escombros de la cortina de nopal. José Luis Cuevas (1934-2017) * / Gonzalo Vélez

Una amistad puesta en juego
Llegó a mis manos un ejemplar fotocopiado del Ensayo sobre José Luis Cuevas y el dibujo (unam, 1988), de Ida Rodríguez Prampolini, historiadora del arte cuya importancia en el medio sobra destacar. Confieso que comencé a leerlo con algo de morbo, pues alrededor del libro ronda la leyenda de que Cuevas, tal vez ofendido de que se pretendiera realizar una revisión crítica de su obra, habría comprado todos los ejemplares que se editaron; además, la circunstancia de que se tratara de fotocopias le añadía cierta nota clandestina, y la propia doctora Rodríguez Prampolini, en un giro un tanto publicitario, no exento de cuevismo, comenta en el prólogo:

Debo decir en este punto que fui amiga personal de Cuevas desde hace muchos años y que a pesar de discrepar, en un dilatado espacio, de sus concepciones sociales y políticas o de las implicaciones sociales y políticas de sus actitudes, predominaba siempre de mi parte en nuestra relación la simpatía y el cariño. Después de escribir este libro Cuevas me retiró su amistad.

En el mismo lugar la autora advierte que «tratándose de un personaje tan polémico resulta extraordinariamente difícil ser imparcial […] Esto es lo que he intentado en este libro, aunque es evidente que el solo hecho de ser contemporánea de Cuevas impide una consideración desapasionada de su trabajo». Y en verdad, el fantasma de la amistad que se pone en riesgo al establecer en palabras lo que uno piensa («Soy amiga de Cuevas, pero soy más amiga de la Verdad») ronda por todo el texto, y se aparece de pronto en momentos cruciales del análisis, de manera que a veces los argumentos que se exponen en demérito de la obra, unos párrafos más adelante parecen actuar en beneficio de ésta.
      Sin duda la revisión crítica que ha llevado a cabo Ida Rodríguez Prampolini constituye un documento valioso, al cual habrá que recurrir para explicarnos la transición de la Escuela Mexicana a las formas plásticas que le siguieron, sean éstas abstraccionistas, figurativo-intimistas o de un contenido sociopolítico distinto del que promulgaba las ideas y doctrinas surgidas después de la Revolución.
      El análisis de las influencias dibujísticas de Cuevas, por ejemplo, constituye al mismo tiempo un repaso sintético y aleccionador a través de la historia del dibujo: Leonardo, la línea como idea; Rembrandt, la línea como expresión; Goya, la línea como invención; La libertad de la línea: Daumier, Toulouse-Lautrec, Grosz.Después de resumir las principales aportaciones de los artistas mencionados, Prampolini los relaciona con la obra de Cuevas, estableciendo afinidades y diferencias, para después indicar la importancia del artista mexicano: «Cuevas ha desordenado el mundo natural de un modo totalmente novedoso en la historia del dibujo. A la naturaleza le ha impuesto otra: ha inventado un anatomía, una fisiología, una psicología» (p. 37).
      No obstante, en el desarrollo del ensayo lo que parece incomodar sobremanera a la autora es el papel militante de José Luis Cuevas en contra de los muralistas y de la Escuela Mexicana, como si la afrenta de quien a la sazón era el pintor menor de treinta años más reconocido fuera de México resultara imperdonable, y no divulgar el hecho, un cargo de conciencia. Parece sorprendente que las transgresiones de entonces puedan todavía herir susceptibilidades, a cuarenta años de la publicación del protomanifiesto de José Luis Cuevas La cortina de nopal.

Un «rambo» en el arte mexicano
      En el texto que apareció en 1956 en el semanario México en la Cultura, José Luis Cuevas arremetió con todo ímpetu en contra de la entonces imperante Escuela Mexicana de Pintura, y sobre todo en contra de los tres grandes e inatacables muralistas. El texto resultó polémico, además, porque pronto fue traducido y publicado en Estados Unidos, «The Cactus Curtain: An Open Letter on Conformity in Mexican Art». El conformismo al que Cuevas se refiere resume su visión sobre el panorama artístico en México en ese momento: un núcleo encerrado en un nacionalismo cada vez más estéril, temeroso de las nuevas tendencias pláticas en el mundo (occidental), y protegido del exterior detrás de una cortina de nopal, en una doble alusión a la cortina de hierro, que entonces dividía al mundo en dos, y al contenido «político-social-folklórico-nacionalista-periodístico», o a los cánones «realistas-folklóricos-superficiales» de la tendencia imperante en nuestra plástica. Esta declaración constituye una de las primeras fracturas serias al monolito de la Escuela Mexicana, y no deja de resultar significativo que Diego Rivera falleciese algunos meses después de haber sido publicado el texto.
      Actualmente, a pocos años del cambio de siglo, parece un tanto risible una afirmación como «el movimiento de la pintura mural mexicana es un movimiento reaccionario que no aporta nada al arte del siglo xx». Reaccionario o no, difícilmente se puede negar su valor dentro de la historia del arte, como tampoco el hecho de que se trate de la primera contribución americana del arte moderno. No obstante, para entender la fuerza corrosiva que en esos años significaba una actitud como la del enfant terrible Cuevas, hay que considerar primero, por un lado, el clima de la Guerra Fría que imperaba entonces en el mundo, y por otra parte, la vertiginosa carrera del artista y su pronto reconocimiento internacional.
      Desde niño, José Luis Cuevas demostró un talento dibujístico extraordinario, el cual le llevó a una rápida madurez plástica; hay un dibujo que da cuenta de ello, fechado en 1944 (si aceptamos el dato, el autor contaría entonces con once años de edad). Cuevas se formó dentro de los parámetros que eran los normales en aquellos años, mostrando en especial cierta influencia de Orozco, la cual se diluyó al consolidar el joven dibujante un estilo característico propio. En 1953, a la edad de veinte años, tuvo su primera exposición en una galería, la Prisse, en la Ciudad de México, y al año siguiente expuso en la Unión Panamericana, en Washington, en donde la noche de la inauguración vendió los cuarenta y tres dibujos que se exhibían. En 1955 tuvo una exposición en París, en la galería Édouard Loeb, en la que Picasso adquirió un par de dibujos suyos. Más tarde, en 1959, obtuvo el primer Premio Internacional de Dibujo en la Bienal de São Paulo.
      Pero a la par de sus dotes dibujísticas, Cuevas también demostró muy pronto una asombrosa facilidad de palabra y un muy particular talento para autopromoverse (curiosamente, el otro parangón de grandilocuencia en el medio ha sido Diego Rivera). Con una arrogancia muchas veces chocante al referirse a su persona y a su obra, y con una llamativa, provocadora ligereza para descalificar a las vacas sagradas del muralismo y al arte mexicanista, imagino a José Luis Cuevas en el medio artístico de entonces como una especie de Rambo: de intransigente soldado-héroe paladín de la libertad entrecomillada, armado con una sofisticada ametralladora de palabras para ultimar todo lo que a su alrededor mostrara sospechas de riverismo, orozquismo o siqueirismo, es decir: de contenido sociopolítico en el arte.

La Escuela Mexicana ante la Guerra Fría
      Para tratar de comprender lo corrosivo de las críticas o ataques de José Luis Cuevas a la Escuela Mexicana es preciso tomar en cuenta el clima de tensión y de autoritarismo que, en general, prevalecía entonces en el mundo a causa de la polarización política en dos bloques ligados a las superpotencias. En nuestro continente, la hegemonía de Estados Unidos no sólo hacía sentir su peso en los planos económico y político, en los que abanderaba un panamericanismo denominado Alianza para el Progreso, una suerte de fraternidad anticomunista de países, en la que los gobiernos certificados como amigos de la democracia recibían apoyos de Estados Unidos, por mucho que pudiera tratarse de dictaduras militares cruelmente represivas; también en el campo de la cultura existieron actividades encubiertas de la cia, las cuales consistían en promover diversos eventos destinados a encauzar el pensamiento de intelectuales y artistas latinoamericanos hacia el ámbito ideológico del país de las barras y las estrellas.
      En la década de los cincuenta, las dos capitales del arte latinoamericano eran Buenos Aires y la Ciudad de México; las tendencias artísticas en la ciudad argentina eran afines a las principales corrientes europeas y norteamericanas, mientras que México permanecía cada vez más isolado en el bastión del muralismo y sus consecuencias; sin embargo, este aislacionismo, que Cuevas asocia con una cortina de nopal, distaba mucho de ser una actitud simplemente caprichosa, u orgullosa de haber inscrito el nombre de México en la historia del arte.
      Si el discurso de izquierda y las alusiones directas a los paladines de la revolución soviética del muralismo podían resultar incluso anecdóticas hasta antes de la Segunda Guerra Mundial, en especial vistos desde Estados Unidos, con la declaración de la Guerra Fría cuestiones como pintar el rostro de Marx o la victoria del proletariado se convirtieron de pronto en asuntos bastante serios. En este sentido, la postura relativamente abierta del Estado que se proclamaba surgido de la Revolución Mexicana hacia los artistas, acaudillados por los pilares del muralismo, perseguía ecos de legitimación social e histórica, y al mismo tiempo constituía un punto importante de fuerza política, sobre todo en lo referente a las de por sí complejas relaciones entre México y Estados Unidos.
      Las actividades culturales eran coordinadas desde Washington, a través del Departamento de Artes Visuales de la Unión Panamericana, cuyo jefe era el crítico cubano José Gómez Sicre; en cada país, estos eventos eran llevados a cabo por distintas trasnacionales, y buscaban mostrar una cara amable del capitalismo (una que supuestamente permitía a sus artistas irrestricta libertad), a través de concursos de arte, congresos, conferencias, etcétera. El ejemplo más notable es el de los Salones Esso, que se llevaron a cabo con tranquilidad en Río de Janeiro, Buenos Aires, Puerto Príncipe, Santo Domingo, Caracas, Bogotá, Lima, Santiago de Chile, San Juan, San Salvador y Panamá, pero que en México (1965) dio lugar a polémicas muy acaloradas en torno a lo que debía ser el arte mexicano.
      Cuando José Gómez Sicre y José Luis Cuevas entran en contacto, ambos encuentran en el otro un aliado conveniente y duradero; para Gómez Sicre, el joven artista mexicano representaba un magnífico canal para demostrar la caducidad del realismo social en el arte; a Cuevas le ofrecía un respaldo sólido en el extranjero, con la consiguiente seguridad para atacar abiertamente a la Escuela Mexicana y a los muralistas, y al mismo tiempo, le abría las puertas hacia el reconocimiento en Estados Unidos y Europa.

Activismo contra el muralismo
      La especie de alianza entre Gómez Sicre, crítico con peso internacional, y Cuevas, el joven y antimexicanista artista mexicano, rindió frutos para ambos en su lucha contra la Escuela Mexicana; a ellos se uniría más tarde la historiadora de arte argentina-colombiana Marta Traba, a quien, por otro lado, se criticó por atacar al muralismo sin que nunca hubiera visto una pintura mural. Las ideas estéticas de Gómez Sicre, pero sobre todo el discurso que promovía desde la Unión Panamericana, perseguían integrar las distintas corrientes de las artes plásticas en los países latinoamericanos a las tendencias surgidas y predominantes en Estados Unidos, concretamente en Nueva York: una trasposición en el campo de la cultura del espíritu de la Alianza para el Progreso, según el cual América (o sea Estados Unidos) vendría a ser una suerte de acaudalado hermano mayor, con potestad sobre todas y cada una de las míseras hermanitas menores: las Américas (o sea los países de América que no son Estados Unidos). Sin embargo, parece que el mesianismo de Gómez Sicre y de los promotores estadounidenses, como Thomas M. Messer, Robert M. Wool o Nelson A. Rockefeller, olvidaba, a veces, algunos aspectos, como que […] uno de los mejores maestros de grabado en Estados Unidos era el argentino Mauricio Lasansky, que la técnica del accidente pictórico con materiales de secado rápido, base de informalismo del Jackson Pollock y sus seguidores, la introdujo a Estados Unidos el mexicano David Alfaro Siqueiros en su taller experimental de Nueva York; que ninguno de los notables neohumanistas del norte (Rico Lebrun, Jack Levine, Leonard Baskin) había renegado de la determinante influencia del mexicano José Clemente Orozco, que también tocó de alguna manera el expresionismo abstracto.
      La mayor oposición a tal paternalismo panamericanista radicaba, evidentemente, en el movimiento muralista, si bien hacia fines de los cincuenta éste ya mostraba síntomas de agotamiento, además de que para entonces había fallecido Orozco, Rivera murió en 1957, y en 1960 Siqueiros sería encarcelado. Por su parte, Cuevas, con sus aptitudes protagónicas, desbancaba a Rufino Tamayo como principal opositor de la Escuela Mexicana. El catálogo de la exposición de José Luis Cuevas en Caracas, en 1958, auspiciada por la Unión Panamericana, reproduce comentarios críticos sobre su obra, confrontando los favorables, especialmente los de los extranjeros, con los mexicanos, adversos, e incluso ofensivos; de esta manera buscaba generar una tensión en la que él ocupaba constantemente el primer plano: con buen sentido publicístico, los ataques que recibía, muchas veces como respuesta, o motivados por sus actitudes, los utilizaba, con buenos resultados, para hacerse pasar por el artista incomprendido a quien nadie quiere en su propio país.
      Al tiempo que Cuevas se oponía activamente con sus opiniones, pero también con su obra, al nacionalismo pictórico, también se acercaba y promovía a personas y grupos disidentes de la Escuela Mexicana, aunque más tarde renegara igualmente de ellos, como en el caso de su relación con el grupo de los interioristas, o Nueva Presencia, cuyo origen propició junto con Arnold Belkin y Francisco Icaza.
      A pesar del afán de acaparar la atención, y de las enemistades ganadas a pulso, al considerar este momento histórico es preciso tomar en cuenta que en general en el mundo existía poco espacio para la disidencia, o para la pluralidad, y que confrontación e imposición era lo que se entendía por intercambio de ideas: una época en que los hombres no llevaban el cabello largo ni las mujeres falda corta, en que la guerra nuclear, o la guerrilla, podían desencadenarse en cualquier momento, y en que los jefes de gobierno con frecuencia eran militares, como fue el caso de Eisenhower y de Ruiz Cortines.

Hacia las rutas de la Ruptura
      Si la postura radical de José Luis Cuevas en contra de la Escuela Mexicana hubiera quedado meramente en expresiones altisonantes y comentarios corrosivos, tal vez lo incisivo y lo recurrente de sus críticas no hubiera tenido mayor relevancia. No obstante, los trabajos del artista no eran tan sólo obra de factura notable realizada por un joven con futuro, sino que también ellos mismos son reflejo de la postura del artista; un breve repaso de las características formales de la obra revela en qué medida la propuesta estética de Cuevas se contrapone, y confronta, al legado del muralismo.
      Independientemente del talento fuera de lo común para el dibujo que le caracteriza, y que ha sido comentado y estudiado tantas veces, el hecho de que la obra de Cuevas sea esencialmente dibujística, y no pictórica, es ya un primer paso en sentido contrario al de la tradición del mexicanismo, y constituye, en sí, una especie de desacato a la norma y a la sombra de los grandes pintores mexicanos de la primera mitad del siglo xx, sobre todo tomando en cuenta que los dibujos del niño terrible pronto alcanzaron elevados reconocimientos en el plano internacional.
      Una oposición similar puede advertirse en lo que se refiere a las dimensiones de la obra; la pintura mural se finca en sus pretensiones de monumentalidad, de querer abarcar hasta el último centímetro cuadrado de pared pública, proponiendo un arte para todos, mientras que los trabajos de Cuevas adoptan frecuentemente un formato intimista (si bien se han dado casos contrarios), más apropiado para una relación individual del espectador con la obra, un arte más personal. Por otro lado, al colorido abundante que en buena medida caracteriza a la Escuela Mexicana, y que está referido a las vastas riquezas de nuestro país: paisajísticas, históricas, culturales, humanas, Cuevas contrapone el uso limitadísimo del color, recurriendo al apoyo de un tono neutro, o simplemente utilizando distintas calidades de negro, enfatizando la fuerza de la línea por encima del cromatismo: una austeridad de recursos que refuerza tanto el carácter íntimo de los dibujos como la atmósfera que envuelve a los personajes retratados. En cuanto a éstos, en el muralismo los personajes se muestran idealizados: ya como héroes colectivos, o anónimos, ya como tiranos conocidos que no ocultan su corrupción y su maldad; en cambio, los personajes cuevianos tienden, más bien, a ser antihéroes, seres marginales y marginados de la sociedad, si bien cada uno es capaz de reflejar una intensa vida interior, esto es: una individualidad, imperfecta pero propia, a contrapelo del anonimato heroico y ejemplar.
      Finalmente, el realismo propio de la Escuela Mexicana, que busca exaltar las cualidades colectivas persiguiendo una identificación inmediata del espectador, se transforma en Cuevas en una deformación intencionada de los personajes, incluso hasta lo grotesco, como si éstos reflejaran la situación real del sujeto al padecer los males sociales del mundo contemporáneo: en resumidas cuentas, la confrontación de las actitudes artísticas que entraban en conflicto, y que daría lugar a lo que conocemos como la Ruptura, se da entre plasmar una utopía histórica, o bien, la sociedad existencial del individuo.
      Al igual que todas las tendencias que han incidido en la historia del arte, el momento de la Escuela Mexicana tenía que pasar tarde o temprano, con Cuevas o sin Cuevas: si en la actualidad nos acercáramos a la descripción de la Cortina de nopal con menos solemnidad, con un poco de sentido del humor, y por un momento aceptáramos considerar su metafórica existencia, independientemente de qué tan alto o bajo hubiera sido el muro de tunas, y de qué tanto hubiera podido aislar, o proteger, a los artistas mexicanos de las perniciosas influencias del exterior capitalista irradiadas desde París o Nueva York, habríamos conjuntado un panorama más variado y más amplio para entender las manifestaciones del arte mexicano que han sucedido desde entonces hasta el actual fin de siglo xx, y tendríamos mejores herramientas para rastrear las rutas de la Ruptura.

*     Este texto fue leído el 17 de junio de 1997 en el Museo Cuevas, dentro de la mesa redonda «José Luis Cuevas y la plástica mexicana»,y fue publicado por fragmentos en el semanario sábado, suplemento del periódico unomásuno.

            Cfr. Shifra M. Goldman, Pintura mexicana contemporánea en tiempos de cambio,ipn / Domés., México, 1989, p. 167.

     Cfr. Ida Rodríguez Prampolini, José Luis Cuevas y el dibujo, unam, México, 1988, pp. 96-97.

      Idem.

      Cfr. Shifra M. Goldman, op. cit., pp. 52 y ss.

      Cfr. Raquel Tibol, Confrontaciones, Sámara, México, 1992, p. 15.

      Cfr. Ida Rodríguez Prampolini, op. cit., pp. 82 y ss.

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