El balcón / Clara Obligado

      Vivo en tantos siglos. Todo el mundo sigue vivo.
      Barry Hannah, Ray

 

Recordaba que había encendido un pitillo y luego como un mareo, un hueco, un salto, un resplandor. La cosa es que estaba en el balcón, temblando y en pijama. Hacia el Museo del Prado, contra el cielo sucio del amanecer, emergían los edificios. Intentó regresar a la tibieza de las sábanas pero la puerta del balcón estaba cerrada. Tendría que esperar a que su mujer se levantara.

Desde el balcón de al lado, un gordo le sonrió. Nunca lo había visto y era raro, porque no era un vecino que pasara desapercibido. Con una regaderita ridícula rociaba unos geranios que Fermín tampoco recordaba. En la pensión de enfrente, contra los cristales llorosos, una chica vestida de blanco lo saludó con la mano y le lanzó una sonrisa. Fermín se alisó el pijama. Le pareció que por la calle, en lugar de los coches, trotaba un rinoceronte. Tenía que estar soñando. El gordo llevaba ahora un plumero y un delantal de flores, canturreaba una copla de la Piquer. ¿Estaba coqueteando él? La calle se iba llenando de pasos. Junto con vecinos de toda la vida, una turba de visitantes disfrazados, un carro tirado por caballos. Sí, estaba soñando que rodaban una película. La chica, vestida de encaje blanco, era una actriz preciosa, con una melena rubia que le caía en ondas hasta más allá de lo que él alcanzaba a ver. En el pecho, sobre el vestido blanco de encaje, llevaba un clavel rojo sangre. Al menos eso le resultaba placentero. Se habían limpiado los cristales de los restos de la noche. Dentro de la habitación, nadie se movió.

—Esa chica no encuentra la calma —estaba diciendo el gordo—. La mató un tiroteo cruzado, su amante y su futuro marido, novio, qué barbaridad, justo cuando estaba por alcanzar el orgasmo. Se estaba acostando con el amante. La comidilla del barrio. Unos minutos más, y hubiera sido una muerta festiva. A usted lo mató el tabaco, ¿verdad?

Fermín intentó volver a su habitación, pero rebotó contra el cristal. 
       
      —Hágalo así: estire el puño como Supermán. Al principio cuesta. Es por el vacío ese que hay después de la muerte, el entierro, pasar de un estado sólido a otro gaseoso, somos animales de costumbres. ¿Qué ése no es su dormitorio? Claro que sí. Pero ya no hay nadie.

—¿Y mi familia?

El gordo sacudió la cabeza.

—Cómo lloraban. Una muerte, y un desahucio. ¡Si yo le contara! Cuánto mal han hecho los poetas. ¿Quién fue el descerebrado que escribió eso de allegados son iguales, los que viven de sus manos, y los ricos? De eso, nada. Yo era rico, por suerte. Además, morí soltero. Como dejé todo en orden, tengo varios pisos en propiedad. El barrio no será los Jerónimos, pero tampoco está mal. Lástima que no cuidé un poco la línea, a veces me siento pesado.

La luz enfocaba el mundo desde el zenit.

—Mire —insistió el gordo—. Los que no tienen sombra al medio día son los que están vivos. Nosotros la llevamos siempre, aunque estemos bajo techo. Una sombra de crepúsculo. Mire, mire, ahí le está cuajando. Se queda todo el día tendida, como un gato. Como le iba diciendo: con esa idea de que no nos llevamos nada, algunos lo reparten todo. Y ahí los ve, deambulando, sin otra propiedad que el sudario.

La chica del vestido de encaje había empezado a restregarse contra el cristal. Sus pechos, suaves y delicados, parecían dos globos blancos. Fermín sintió una erección violenta, y se alegró de que la muerte no lo hubiera capado. Emitiendo un bramido como de cañerías atascadas, volvió a pasar el rinoceronte, pero el gordo ni se inmutó. Una manada de japoneses se detuvo frente al convento de las Trinitarias.

—Pobre Hispanoterium matritensis —exclamó el gordo—, no soporta a los turistas. Barrita desesperado por las mañanas, como buscando algo, pero no se preocupe, por las noches duerme. Espero que la casa sea suya. Bonita, aunque necesita reforma. ¿Que tiene hipoteca? ¿Cuántos plazos ha pagado? ¿Sólo dos años? ¿Que estaba sin trabajo? Ay, hombre, que Dios todo lo ve y todo lo sabe, pero nada le importa. Hay que mirar bien lo que se firma, la letra pequeña. Por eso lloraba tanto su esposa. Amigo, a usted lo único que le ha quedado es el balcón. Pero no se preocupe, querido, los cielos de Madrid son preciosos. Lo malo es que se haya dejado las pantuflas dentro.

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