Ollantaytambo [Proyecto en marcha] / José Ovejero

Así empieza mi proyectoOllantaytambo,detenido ahora

      pero no abandonado, de escribir sobre el barrio en el que vivo, Lavapiés, igual que escribiría sobre una población de otro país,
      de otra cultura.
      Todo viajero se desplaza con una maleta cargada de prejuicios
      que es imprescindible revisar. Ollantaytambo, aparte
      de una población de Perú, sería ese espacio metafórico
      en el que revisar mis prejuicios.

 

Antes. Eso era antes
      Mi abuela trabajaba de criada de una prostituta asturiana a la que apenas recuerdo, porque yo solía subir a su apartamento cuando ella había salido. Tampoco recuerdo el interior de su piso —yo no debía de pasar de los catorce o quince años la última vez que estuve allí— y sólo me queda la memoria de que fue en uno de sus dormitorios donde descubrí las revistas Lui y Playboy. Con cierto sentimiento de culpa, porque por desgracia asistí a una escuela del Opus Dei y me costó algunos años sacudirme de encima la concepción perversa del sexo que me transmitían mis profesores, yo hojeaba fascinado las revistas que había descubierto en uno de los cajones del dormitorio principal mientras mi abuela cocinaba o limpiaba otros cuartos. Un atractivo adicional del apartamento de aquella mujer —Marisa, creo que se llamaba— era una colección de discos demasiado románticos para mi gusto, pero entre los que descubrí alguno que otro interesante; dos de ellos los robamos mi hermano y yo con la complicidad de mi abuela, a quien le parecía que su señora tenía tantas cosas que no podía echar en falta ninguna. Los discos eran Stax Super Soul, un disco doble recopilatorio de temas grabados con la discográfica Stax, y To Be Continued, de Isaac Hayes, que quizá conserve mi hermano. Como comprar un lp era para mí algo por lo general fuera de mi alcance, y como la triste España de Franco hacía parecer atractivo todo lo que viniese de fuera, esos discos se convirtieron en una posesión extraordinaria, y no sólo los escuchaba, también los miraba con frecuencia, como si mirarlos me hiciese partícipe de un mundo al que yo quería escapar en cuanto me fuese posible.
      El piso de la asturiana se encontraba en la esquina de Torrecilla del Leal con la calle Zurita. Mi abuela vivía en esta última calle, a apenas unos pasos de su lugar de trabajo. Tampoco recuerdo mucho de la casa de mi abuela —en realidad no recuerdo casi nada de mi infancia, de la que tengo sobre todo memorias falsas, inspiradas por fotografías que a fuerza de familiares han acabado sustituyendo mi memoria—; sí sé que era minúscula y tenía un salón en el que apenas cabían los muebles imprescindibles, un solo dormitorio con una cama en la que dormía mi abuela, sola o con mi hermano si se quedaba a dormir en su casa; yo no lo hacía nunca, era un niño miedoso que no se atrevía a dormir alejado de su madre. También había una estrecha cocina con un fogón; yo, que recuerdo tan poco, sí puedo ver aún el gesto de quitar la placa metálica con un gancho de hierro, el mismo que se utilizaba para atizar las brasas; el retrete era compartido y se encontraba en uno de los corredores de aquello que yo creo que podría llamarse corrala, una serie de viviendas, hoy diríamos infraviviendas, alrededor de un pequeño patio central. Mi abuela, al cabo de los años, consiguió ahorrar lo suficiente para mudarse unos metros más arriba —y digo más arriba porque la calle Zurita es una cuesta pronunciada—, a un piso en el mismo edificio de su empleadora. Siempre me pareció extraño que una mujer como mi abuela, criada extremeña en un barrio en el que los más ricos no pasaban de ser clase media, pudiese financiar un apartamento tan grande. Sólo hace pocos meses descubrí o me recordaron algo que había olvidado: el dinero provenía de la cartilla de una amiga suya, a cuya portería en la calle de San Onofre fui alguna vez de niño acompañando a mi abuela, que prefirió dejarle el dinero a ella en herencia que a unas sobrinas con las que no se llevaba bien.
      En aquel piso sí me quedé a dormir con frecuencia, sobre todo cuando comencé a ir a la universidad, para no tener que regresar, después de salir con amigos, a la casa de mis padres en un pueblo situado en las afueras de Madrid. E incluso llegué a vivir poco menos de un año allí, compartiéndolo con mi abuela, o más bien partiéndolo, porque me permitió levantar un delgado tabique de madera en medio del largo pasillo que comunicaba la zona de dormitorios y la de estar, donde dormía mi abuela, de forma que yo pudiese mantener la independencia que me daban dos habitaciones y un baño propio; no eran años en los que mis habilidades gastronómicas hiciesen necesario tener una cocina, por lo que me bastaba con un hornillo y con una diminuta despensa.
      El barrio no tenía entonces un interés especial. Había sido descuidado por las autoridades, hasta el punto de que ni siquiera en la época más cerril del franquismo se había molestado nadie en borrar de lo alto de la fuente de Cabestreros las palabras Año 1934, de un lado, y República Española, del otro. Barrio de inmigración durante el éxodo rural en el que se mezclaron andaluces, toledanos, madrileños de pueblos de la provincia y muchos extremeños, entre ellos mi abuela. La convivencia de los recién llegados con los antiguos habitantes del barrio no fue particularmente conflictiva. Pero para finales de los setenta, cuando yo me quedaba en el piso nuevo de mi abuela, se hablaba del incremento de la delincuencia, de la droga, de atracos por la calle, con aquella preocupación paranoica de quienes veían en la llegada de la democracia también la llegada de todos los vicios y todos los males.
      En el portal de mi abuela solía concentrarse un grupo de jóvenes con los que yo intercambiaba saludos, algunas palabras, fuego, un cigarrillo. Guardaban navajas sobre un repecho de un saliente de piedra que enmarcaba el portal. Mi abuela, que sentía su presencia como una amenaza, vació más de una jarra de agua sobre sus cabezas y se hizo llamar puta, hija de puta y todo el abanico de insultos que se lo podía ocurrir a un grupo de jóvenes empapados e impotentes, aunque ella procuraba que no la vieran cuando realizaba su hazaña.

Espera. Es mentira. Tiene que ser mentira. Yo no puedo estar hablando de todo esto como parte de mi vida. No puedo ni imaginar que yo he conocido la época en la que aún había serenos. Haber escuchado el golpe regular del chuzo sobre los adoquines, haberlo saludado, oler la grasa de sus correajes, el olor a cuero cabelludo de su gabán. No puedo tener memoria, por difusa que sea, de una época en la que el churrero iba por las calles vendiendo su mercancía que ataba en racimo con un junco. ¡Con un junco!
      Blanco y negro, gris, grisalla: la infancia como residuo de una época borrosa e irrespirable, las ruinas de una ciudad sumergida. Tengo cincuenta y seis años mientras escribo estas páginas y me siento como el conde Drácula: «he atravesado océanos de tiempo…». Lavapiés, Tirso de Molina, Antón Martín, barrios populares a cuya transformación no asistí porque me fui de España a principios de los ochenta, justo cuando se supone que el aire de España comenzaba a ser respirable otra vez, después de décadas en aquella habitación mal aireada, con olores a rancio, a moho, a col, a cirio, que había sido mi país. Muchos años después de haberme marchado, veinte o treinta, paseé por el barrio y me encontré con que el gris de las paredes había sido sustituido en muchas calles por tonos pastel; habían desaparecido las carbonerías, tiendas de chinos se habían ido apoderando de las plantas bajas de un sinnúmero de edificios. Algún supermercado. Cerrado el cine Olimpia. Reabierto el cine Doré, hoy Filmoteca Nacional… Espera, ¿qué va a ser esto? ¿Un soporífero paseo de anciano por su nostalgia? Antes, oh, antes… Nada de nostalgia. Busqué piso aquí, entre Tirso y Lavapiés, porque quería estar cerca del centro. Un piso pequeño pero con lo que para mí era condición inexcusable: una terraza con vistas a los tejados de la ciudad. Y después de pasar un par de años en el barrio, tras escribir una novela que discurre en este barrio, en este edificio, en este apartamento, me acuerdo de lo que me dijo una sindicalista sudafricana en la fiesta de cumpleaños de un amigo en Alemania: los europeos viajan fascinados por el Tercer Mundo; pero yo el Tercer Mundo lo he encontrado aquí, en Europa. Si la gente saliese más de su casa no tendría que viajar tanto.

 

Ollantaytambo
      En mi rellano hay cuatro viviendas. En una vive una periodista, en otra una actriz, en la tercera una mujer cuya profesión ignoro, y en la cuarta vivo yo. Somos, creo, exponentes de lo que está sucediendo en el barrio. Podemos resumirlo con la fácil etiqueta de la gentrificación, pero este término se ha convertido más en un juicio moral que en un concepto que de verdad permita entender las tensiones y la dinámica de un lugar. Yo, que contribuiría a esa gentrificación, puesto que pertenezco a una clase media intelectual que poco tiene que ver con la tradición del barrio, con su estructura social, desciendo de una mujer, mi abuela, que vivió aquí y de una madre que jugó en estas calles.
      Menciono todo esto como ejemplo de lo complejo que puede ser establecer quién pertenece al barrio y quién no. Muchos de esos jóvenes, estudiantes o que se dedican a profesiones mal pagadas y disfrutan la vida en el centro de la ciudad pero en un barrio relativamente barato, son sin saberlo la avanzadilla de esa gentrificación que condenan. Porque ellos también vienen de fuera, trayendo una forma de vida distinta de aquella sobre la que imponen sus costumbres, y al final la casa ocupada resulta para los ancianos habitantes del barrio tan ajena como la tienda de productos ecológicos o el gastrobar o el café librería. Todos somos parte de una horda subespecializada que va asentándose en oleadas sucesivas y cada oleada supone un paso más en la transformación del barrio. Es de esperar que en los próximos años el proceso continúe y las pocas tiendas tradicionales que sobreviven, sean desplazadas por pequeños teatros, tiendas de ropa vintage, más tarde cadenas de hamburgueserías, quizá algún hotel, y los pocos turistas que ya recorren las calles con el mapa desplegado buscando tal o cual bar, tal o cual teatro, tal o cual centro cultural que salen en las guías, serán tan masivos como en Malasaña o Chueca. Ahí están, como síntomas, las teterías, la vinoteca, la tienda de cervezas artesanas, los cafés librería. Y Pino, un librero anarquista que combina el sentido del humor con un gesto apesadumbrado por la marcha del mundo, y cuando agacha un poco la cabeza y se acaricia la calva no sabes si va a sonreír o suspirar, me contó que el Cine Alba, la última sala x de Madrid, a pocos metros de la Plaza Tirso de Molina, está a punto de cerrar y en su lugar va a abrir un restaurante librería, pero no un restaurante cualquiera: un restaurante francés —evitaremos el chiste fácil. Pino y María son italianos dueños de la librería Enclave, un refugio para todo tipo de pensamiento crítico, no sólo anarquista, y para una selección personal de literatura contemporánea. Hablar de la decoración de su librería es difícil, porque no hay tal: estanterías con libros, mesas con libros, un cuarto con muebles descabalados para las presentaciones. No hay un mueble bar que recuerde a una discoteca neoyorquina ni parece que haya nada escogido por su diseño; a veces, después de presentaciones, coloquios, proyecciones de cine poco comercial, se sirve un vino en vasos de plástico a clientes sentados en sillas también de plástico. Para Pino y María una librería no es un lounge, y el librero no debe ser ni barman ni dj ni regalar globitos a los niños como el payaso de McDonald's. Y si tiene que convertirse en algo de todo eso, entonces no merece la pena; la derrota sería demasiado severa como para seguir experimentando alegría con el trabajo. Pero, siendo anarquistas —¿lo es también María, que casi siempre escucha, calla, sonríe, fuma, te contempla con una mirada a la vez afectuosa y algo lejana?—, estarán acostumbrados a las derrotas.
      Mi compañera procura comprarles siempre a ellos los libros que necesita y cuando yo compro en otra librería me regaña, como si nosotros solos pudiésemos detener el curso de la (infra)historia.
       
      Visto desde lo alto, el barrio conserva algo de pueblerino: las cubiertas de teja, muchas de ellas de medio caño, desportilladas y de color desigual, revelan los muchos años que llevan a la intemperie. Cables a la vista atravesando los tejados y la parte superior de las paredes, blancas unas, y otras revocadas con cemento sin pintar, pequeños ventanucos; los vencejos que en la primavera han construido sus nidos en huecos y hendiduras, también entre el forjado y el extremo de las vigas de madera, entran a toda velocidad, a veces tras varios intentos para acertar con la embocadura. También se ven torres de iglesias, campanarios mudos, pináculos, cruces. Desde donde estoy ahora mismo escribiendo, veo también los confines de esta ciudad antigua, rodeada de los edificios de ladrillo construidos en los años setenta y ochenta que fueron ampliando Madrid a lo largo de avenidas y rondas, creando un cinturón pobre pero más confortable que ese antiguo núcleo que rodeaban. Y más lejos aún, al estar en alto esta protuberancia del terreno ceñida por el sur y el oeste por el río, se distingue al sur el Cerro de los Ángeles y al norte la Sierra de Guadarrama. Mi abuela sólo vivió en bajos y en primeros; la altura es un lujo que puedo permitirme yo, dos generaciones más tarde, como testigo del progreso social de aquellos pueblerinos que llegaron a la ciudad y de los cuales una parte consiguió a base de tozudez integrar la clase media. Muchos no lo consiguieron, porque el milagro económico siempre deja víctimas en la cuneta. Y, aunque a menudo no lo veamos, nuestro bienestar es una isla rodeada de náufragos.
      Esto no sucede aquí
      Sucede quizá en Ollantaytambo, o en lugares atrasados en los que regímenes autoritarios aún no han sido sustituidos por Estados de derecho que garantizan formas menos violentas de explotación. Mi barrio pertenece a un mundo en el que la policía es garante de los derechos de los ciudadanos, protege su bienestar, su seguridad, incluso su tranquilidad. Aquí no se pagan mordidas, aquí nadie teme que el policía al que presentas una denuncia te extorsione o amenace. Yo, si me pierdo, pregunto la dirección a un policía. Son gente entrenada, preparada, con espíritu de servicio. Por eso lo que voy a contar no puede suceder aquí, sólo en Ollantaytambo:
      Son las once de la noche a principios de febrero. El tiempo es desapacible. No está nevando pero podría empezar a hacerlo en cualquier momento. Por eso la plaza a esas horas está prácticamente desierta, y ella la atraviesa a paso rápido, no por temor alguno, sino empujada por el frío y las ganas de llegar a casa. Entonces oye los pasos rápidos resonar contra el asfalto, las voces. Los ve atravesar la plaza a la carrera y su primera reacción es sonreír. Ya los conoce. Africanos con sus enormes hatos al hombro, manteros que en cuanto ven a la policía tiran de una cuerda atada a los cuatro picos de la manta y embolsan así su mercancía falsificada, y echan a correr hasta la siguiente esquina, observan desde allí a los policías, y cuando éstos se van, regresan a su parcelita de acera para seguir vendiendo dvd piratas, gafas de marca, bolsos de Louis Vuitton que no contribuirán a enriquecer aún más al hombre más rico de Francia.
      Pero después de sonreír la mujer se extraña: a esas horas suelen llegar caminando en grupos, diez, doce, quince africanos —al parecer, la mayoría de Senegal y Camerún—, pausadamente, hablando en voz muy alta en idiomas que ella no sabría siquiera nombrar. No es hora de correr atropelladamente, como lo hacen. Atraviesan la plaza a toda velocidad y se meten en una calle estrecha donde los pierde de vista. Muy rezagado, al menos cincuenta metros, llega también a la carrera un africano muy joven; después, cuando lo vea de cerca, ella pensará que quizá no tenga ni dieciocho años. Primero ese chico corriendo con la bolsa a cuestas, y apenas dos segundos más tarde los dos policías que se le echan encima. Más tarde lo describirá como de piel muy oscura, pelo corto pero no rapado, muy delgado, no mucho más de cincuenta kilos. Pero en ese momento no se fija tanto en los detalles: la escena es rápida y violenta. Uno de los policías le golpea con la porra y el chico trastabilla, deja caer la carga; los policías le golpean seguido pero él insiste en escapar, ahora a cuatro patas porque ha perdido el equilibrio. Entonces uno de los policías le empuja contra la pared; el chico ha comenzado a gritar aterrado, un flujo de palabras que ella no entiende y sin embargo no hace falta entender nada para comprender su desesperación, su miedo. De pie contra la pared, lo siguen golpeando y le refriegan contra ella. Intentan ponerle las esposas, él se resiste. Entretanto ella se ha acercado, también lo hacen tres o cuatro personas más. Uno de ellos pide a los policías que dejen de golpearle, que no tiene sentido. Los demás también empiezan a pedir por favor que paren. Algunos africanos observan desde lejos la escena. Los policías doblan al chico sobre una jardinera: está sangrando por la boca. Sigue gritando. Ella está ahora a sólo tres pasos de él y de los policías, que intentan ponerle las esposas con violencia, pero parece que tiene el brazo dislocado. Dos furgones de policía llegan a toda velocidad. De ellos descienden entre veinte y treinta policías. Propinan empujones a los que estaban mirando y pidiendo que dejasen de maltratar así al muchacho. A ella un policía la empuja de tal manera que la desplaza tres o cuatro metros. Iros a vuestra puta casa, largo de aquí, dice un policía recién llegado mientras forman un cordón de protección a los policías que han realizado la detención. Al final, se llevan al muchacho detenido, sangrando, gritando. Esto no puede suceder aquí…

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