El cielo de Madrid [fragmento] / Julio Llamazares

 

para mi hijo Julio, que nació en Madrid

De Madrid al cielo
      Dicho popular

Primer círculo
      El Limbo

Interrumpió mi profundo sueño un trueno tan fuerte
      que me estremecí como hombre a quien se despierta a la fuerza.
      Dante Alighieri
      La Divina Comedia, Canto iv

i
      En el verano de 1985, todos teníamos ya treinta años. Quiero decirte con ello que todos éramos ya conscientes de que nuestra juventud se acababa. Tal vez por eso, aquel verano llegó a nosotros con una especie de melancolía de otoño anticipada.
      A pesar de ello, cuando empezó el mes de julio, nos fuimos de vacaciones igual que todos los años. Unos se fueron al mar, al chalet de algún amigo o a la casa de verano de sus padres, otros volvieron a casa y otros, como Eva y yo, nos fuimos a hacer el viaje que desde hacía ya mucho tiempo habíamos estado soñando: a Suecia, su país, que yo estaba deseando conocer y ella ansiosa de enseñarme. La víspera de nuestra partida, encontré a Rico en El Limbo. Él no se iba a ninguna parte. A él lo único que le gustaba era Madrid y más en el verano, cuando apenas queda nadie.
      —Hazme caso —me dijo, con su habitual gesto escéptico, mientras me ofrecía un cigarro—. Éste es el único lugar del mundo realmente interesante.
      Encendí el cigarrillo y me quedé mirándolo. Rico era de Madrid, había vivido aquí prácticamente siempre y aquí seguía viviendo, en la casa y del dinero de sus padres. Al parecer, Rico era de buena familia, aunque él nunca lo dijera.
      La verdad es que Rico era un tipo extraño. Andaba cerca de los cuarenta y peinaba ya algunas canas, pero nadie sabía qué hacía ni en qué entretenía su tiempo. De día, era difícil verlo (según él, dormía hasta el mediodía), pero, de noche, a partir de las once, se lo encontraba siempre en El Limbo. Allí lo había conocido yo, a poco de llegar a la ciudad, en el mismo rincón en que ahora estábamos.
      Hacía un calor sofocante. Durante todo el día, la tormenta había rondado la ciudad, sin conseguir desatarse, y ahora que ya era de noche el asfalto desprendía un vaho espeso y caliente que se pegaba a la piel como si fuese una pasta. La puerta del local estaba abierta y los ventiladores funcionando a todo gas, pero hacía tanto calor que apenas podía aguantarse. Pensé que era una broma que el bar se llamase El Limbo.
      —Todo es acostumbrarse —dijo Rico—. Duermes de día y vives de noche.
      —O sea —le dije yo—, como todo el año.
      —Ya —me respondió él, sonriendo—. Pero, en verano, los días son más largos.
      Julito, el camarero, nos trajo unas cervezas y Rico, tras dar un trago a la suya, volvió al discurso anterior:
      —Mira, Carlos, no te engañes. Todo lo que puedas ver por ahí está aquí. No en Madrid; en este bar, en la esquina de esta calle… Y lo que no —dijo, muy solemne—, está en el Museo del Prado.
      No estaba muy de acuerdo con él, pero tampoco tenía interés en llevarle la contraria. Bebí un trago de cerveza y me recosté en la pared, con el cigarro en los labios.
      Hacía ya muchos años que frecuentaba aquel bar. Desde que llegué a Madrid en el otoño de 1975, El Limbo se había convertido en mi cuartel general nocturno, igual que para muchos otros; sobre todo para los que, como Rico y yo, no teníamos que madrugar al día siguiente. Había pintores, poetas, gente sin profesión conocida, algún novelista inédito, algún filósofo puro, algún músico, algún actor y, sobre todo, borrachos. Borrachos de todas clases. Desde el hombre que vendía poemas por los cafés hasta el que presumía, cuando recordaba sus buenos tiempos de actor, de haber trabajado con Ava Gardner. Y de haberse acostado con ella, claro.
      La verdad es que El Limbo era un sitio raro. Anclado en mitad del barrio, entre la plaza de las Salesas y la de Alonso Martínez, El Limbo acogía también a algún cliente de paso, extranjeros sobre todo y españoles de provincias deseosos de conocer el Madrid nocturno, del que les habrían hablado, y era el sitio preferido de los últimos noctámbulos.
      Hacia la madrugada, cuando los demás cerraban, el bar se llenaba de renuentes y de gente empeñada en no regresar a casa. A partir de ese momento y hasta la hora del cierre (muchas veces ya de día), era cuando El Limbo hacía honor a su nombre y cuando los clientes se encontraban en su salsa.
      Pero esa noche todavía era pronto para que El Limbo estuviese ya animado. Julito y Pepe, los camareros, mostraban su aburrimiento apostados como saurios a ambos lados de la barra, y César, el pianista, miraba desde la puerta a la gente que pasaba por la calle. Seguramente, esperando, como nosotros, que la tormenta se desatara.
      Rico aplastó el cigarro. Me dijo:
      —Míralo, ahí lo tienes. Él ha viajado por todo el mundo sin moverse siquiera de este bar.
      Se refería a César, el pianista, cuya delgada figura se recortaba en la puerta, de espaldas a nosotros, contra la luz de la calle: la luz de neón del bar y la del farol de enfrente. Al contraluz de la puerta, el viejo pianista parecía un cartel más, uno de esos cartelones de tamaño natural que anuncian a la puerta de algunos bares la composición del menú del día o las especialidades culinarias de la casa. Aunque, así visto (de espaldas), César no parecía tan viejo. Incluso alguien que no lo conociera habría jurado que no era mayor que Rico. El maestro, como lo llamaba éste, se conservaba muy bien, y ello a pesar de vivir siempre al día, en pensiones de segunda y comiendo por los bares. A veces yo lo encontraba en El Nueve, a pocos metros de El Limbo, o en el Bogotá, en Belén, el restaurante más concurrido y barato de la zona en aquel tiempo, compartiendo el menú del día con los obreros y con los estudiantes del barrio. Aunque siempre estaba solo en una mesa. Al parecer, el maestro, que había estado casado y tenía ya algún hijo de mi edad, llevaba separado muchos años y, desde entonces, su única casa era El Limbo y su único amigo el piano. No en vano, desde hacía doce, allí pasaba las noches, bebiendo whisky y tocando.
      —Pues hoy no parece que tenga muchas ganas —le comenté por lo bajo a Rico, que acababa de apagar el anterior y ya estaba encendiendo otro cigarro.
      —No me extraña —dijo, observando el panorama.
      Y es que El Limbo estaba en cuadro. Desde finales de junio, la gente había comenzado a desfilar y, ahora que ya se acercaba agosto, las deserciones se producían en masa. Excepto a Rico y a pocos más (los que estaban en el bar aquella noche), parecía como si a todos el verano en Madrid nos quemase.
      Pero al maestro aquello no parecía importarle. Al menos no demasiado. Cuando le pareció, dejó de mirar la calle y se dirigió a su sitio, saludándonos, al pasar junto a nosotros, con un leve movimiento del cigarro (siempre tenía un cigarro en la boca, incluso mientras tocaba). Se sentó y abrió el piano y comenzó a acompañar, para ejercitar los dedos, la música que sonaba.
      En la barra, Julito y Pepe se despertaron. Pepe quitó la música y Julito le llevó a César su primer whisky, que éste posó, como siempre, después de beber un trago, en el borde de la tapa del piano. Miré la hora: eran las once y cuarto.
      A esa hora, otras noches, ya estarían en El Limbo Suso y Mario. Y estarían al llegar los de Argensola, y los del grupo Salamanca; o sea, los habituales. Pero la mayoría ya estaban de vacaciones y Suso, aunque seguía aún en Madrid, había quedado con una chica que había conocido en un bar el día anterior. Aparecería después, como siempre, exhibiendo con orgullo su conquista o renegando de las mujeres, en caso de fracaso.
      La verdad es que Suso no cambiaba. Desde que lo conocía, no hacía más que pensar en las mujeres; eran lo único que le interesaba. Incluso cuando escribía, que era lo que pretendía hacer y para lo que había venido a Madrid abandonando sus estudios de Derecho y el despacho que su padre le tenía preparado en La Coruña, lo hacía pensando en ellas; pensando en impresionarlas. Aunque tampoco escribía mucho, la verdad. No tenía tiempo, decía. Suso pensaba, como Balzac, que cada mujer de la que te enamoras es una novela menos que escribes, pero, al contrario que el escritor francés, él prefería enamorarse a escribir, al menos mientras pudiera. Ya tendré tiempo, decía, cuando me canse.
      —¿Cuándo te canses de qué? —le provocaba Agustín, el camarero del Nueve, cuando Suso decía aquello.
      —De escribir. ¿De qué va a ser?… ¡No te jode! —le respondía Suso, sarcástico.
      Pero, de momento al menos, Suso no parecía cansarse. Al contrario, últimamente apenas paraba en casa. Desde lo de la italiana, que lo dejó por un guitarrista (a él, que odiaba a los músicos más que a ningún otro gremio en el mundo: decía, enmendando a Marx, que eran el opio del pueblo), parecía que quería resarcirse del fracaso. Mario, en cambio, era todo lo contrario. Tenía una novia, María, desde muy joven, pero lo único que hacía era escribir, aunque ya no necesitaba impresionarla. Mario lo que quería era triunfar cuanto antes. Ahora estaba en Tenerife, en casa de su familia, terminando una novela que llevaba escribiendo ya varios años. Suso decía que Mario todavía no sabía que la mejor novela, para un escritor puro, es el fracaso.
      La tormenta no llegaba. César empezó a tocar y en la barra acabaron todos de despertarse. Había ya algunos más: Juan Luis, el dueño de El Limbo; Paloma, la novia de Pepe, y un amigo de Julito. Todos, pues, de la familia. Y todos adormilados. Alguno, posiblemente, terminaría de levantarse.
      El que llegó fue el dueño de Sam, igual que todas las noches, con la correa del perro amarrada al cinto y el periódico del día bajo el brazo. Como de costumbre hacía, fue el perro el que entró primero, tirando de la correa (y del dueño) en dirección a la barra. Pepe le daba patatas fritas y el perro lo perseguía de un lado a otro del mostrador, erguido sobre las patas, mientras el dueño tomaba café a su lado. Luego, éste fumaba un cigarro y, después, los dos se iban y se perdían entre los coches. Siempre iban juntos y casi siempre solos, como dos enamorados. A veces, yo los veía cuando regresaban a casa, paseando todavía o sentados en la plaza, y me preguntaba, no sin envidia, qué habría entre ellos para que siempre estuvieran juntos, sin separarse.
      Empecé a sentirme triste. Me ocurría algunas veces, cuando las noches se presentaban tan insulsas y vacías como aquélla o cuando iba a emprender un viaje. Y, aquella noche, se daban ambas circunstancias. Además, César parecía empeñado en llenarnos de melancolía. Cuando terminó «Ansiedad», la canción con la que siempre solía empezar las noches (era casi como un himno), comenzó a tocar «Sin ti», un bolero de Los Panchos que tocaba pocas veces y siempre a última hora, cuando ya estaba borracho. Se ve que también a él la tormenta, o lo que fuera, le había puesto nostálgico.
      Recordé el día en que conocí El Limbo. Fue al poco tiempo de haber llegado a Madrid, con Julia y con Paco Arias. Paco Arias, que vivía en Fuencarral, solía ir todas las noches y nos llevó a conocerlo apenas recién llegados. Recuerdo que estaba César tocando. Nos sentamos en una mesa del fondo, al lado del guardarropa, y durante largo rato permanecimos todos callados. Paco Arias no hacía más que liar porros, igual que todas las noches, y Julia y yo, que acabábamos de llegar a la ciudad, lo mirábamos todo con asombro provinciano. Yo, especialmente, el cielo del techo, que me pareció el más bello que había visto jamás. Siempre, de hecho, me lo siguió pareciendo, aunque desde aquella noche volví a verlo muchas veces. Tantas como pasaría en El Limbo antes de que lo cerraran.
      Mientras lo volvía a mirar, y mientras escuchaba a César, que seguía tocando el piano como si estuviese solo en el bar, pensé en qué habría sido de Julia y de toda la gente que conocí por entonces. Habían pasado diez años. Diez años ya desde aquella noche en la que Paco Arias nos llevó a conocer El Limbo, del que tanto nos hablaba allá, en Oviedo, cuando volvía de vacaciones. Paco Arias había venido antes, cuando empezó a estudiar Bellas Artes, e hizo de puente para nosotros y de anfitrión y de guía cuando llegamos. No en vano todos habíamos estudiado juntos y comenzado a soñar con Madrid cuando la lluvia triste de Asturias nos recluía en el bar Sevilla o en los de la calle Uría, junto con los vecinos del barrio. Luego, él se fue (como en el viaje de ida, el primero) y Julia y yo, aunque seguimos juntos un tiempo, acabamos también separándonos. Julia se quedó en Madrid, pero le perdí la pista. Lo último que supe de ella es que se había casado.
      La verdad es que, a veces, todavía la añoraba. Añoraba su pelo negro y la pureza de aquellos ojos que vi por primera vez en aquel bar de la Facultad en el que solía pasar las horas con mis amigos hablando de pintura y poesía y conspirando (eran los años setenta y la Universidad estaba más en los bares que en las aulas de las clases). Aquella tarde, recuerdo, cuando ella entró, nos quedamos todos callados. Era tan bella que parecía pintada.
      En seguida se convirtió en la musa del grupo. Un grupo en el que todos lo compartíamos todo, o al menos lo pretendíamos, y en el que, por eso mismo, Julia no debía ser de nadie. Aunque desde el primer momento se estableció entre nosotros una dura competencia por ver quién la conquistaba. Terminé haciéndolo yo, ante mi propia sorpresa, y fue la primera causa de que el grupo se rompiera. La siguiente fue la vida, que ya empezaba a llamarnos.
      Cuando llegamos aquí, Julia todavía tenía aquella mirada limpia que me enamoró la primera vez y que me acompañó por los bares de Oviedo durante más de dos años; los que tardamos en decidirnos a dar el salto a Madrid para intentar realizar nuestras pobres ilusiones provincianas: la ilusión de ser felices, y libres, y hasta famosos. Pero enseguida empezó a enturbiársele. La dureza de Madrid, unida a las decepciones que la vida nos tenía reservadas (y de muchas de las cuales yo fui culpable en su caso), se la fueron enturbiando poco a poco, como lluvia triste de Oviedo, hasta acabar convirtiéndosela en aquel mar de tristeza que eran sus ojos cuando nos separamos. Era el año 81 y habían pasado seis años.
      Habían pasado seis años. Y otros cuatro más desde entonces. Julia estaría ahora durmiendo junto a un desconocido mientras yo seguía escuchando a César y contemplando el cielo de El Limbo, como aquella noche de otoño en la que Paco Arias nos lo enseñó.
      Habían pasado diez años. Diez años ya y apenas me había enterado.
      —¿Otra cerveza? —me sacó Rico de mis recuerdos.
      —Bueno —le respondí, regresando bruscamente del pasado.

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