Inevitable, acordarme de Naní­n / Diana Garcí­a Corona

Las terrazas de los bares en Madrid florecen en primavera, son los lugares preferidos por este pueblo bullanguero. Desde que vivo aquí me es imposible sustraerme a la costumbre de la cervecita, con la consabida tapa, en la Plaza del Dos de Mayo. Suelo ir a última hora de la tarde. Me llevo algo para leer, y lo ojeo distraídamente mientras mis oídos recogen trozos de las conversaciones mantenidas por locales y turistas en las mesas vecinas. ¿Material para un libro? Quizás, o quizás sólo una forma de recrearme en la vitalidad del entorno, un estéril intento por despegarme de esa capa de melancolía que los argentinos llevamos pegada a la piel como el líquido amniótico de los recién nacidos.

      Ese día mi mirada se detiene en un par de niñas, de unos diez años, sentadas muy juntas en el murete que separa la zona del monumento de la ajardinada. Leen juntas una libretita, se ríen y apuntan cosas, se miran con complicidad, hablan en voz baja, vuelven a reír. Inevitable acordarme de Nanín.

Aconteció hace mucho tiempo, al otro lado del Atlántico. Ella, Nanín, fue mi primera amiga. Yo tenía once años. Hasta ese momento mis intentos por acercarme a otro humano de mi tamaño habían resultado infructuosos. Los niños, como los perros, se huelen y se reconocen. A mí no me reconocían, como si fuera de otra especie. Por mi parte carecía del lenguaje apropiado para hacerme entender. La gran casa donde me crié destacaba arquitectónicamente entre las mejores del barrio, aunque entonces no fuera consciente, era una caverna donde los códigos eran diferentes al resto. Abuelos revolucionarios, de izquierda, exiliados, familia de ateos en un mundo donde las personas «decentes» eran católicas, o algunas eran judías, también repudiadas, pero al menos apoyadas en sus propias congregaciones, compartiendo marginación con otros iguales con quienes podían identificarse; casi vegetarianos en un país de carnívoros donde los asados son el lugar de los encuentros; una madre que llegó hasta la universidad y trabajaba fuera de casa, una abuela pintora que era espiritista, un padre bohemio, actor, escritor, un tío dado a filosofar. No había televisión, por la radio sólo escuchábamos las noticias de Radio Colonia, captadas desde el Uruguay, las únicas que contaban verazmente la realidad de nuestro país, o eso al menos decía mi familia. Todo lo escuchado o vivido en el exterior de la caverna era sometido a crítica, las masas eran manipuladas, las conciencias adormecidas. En el interior de la caverna aprendí a estar alerta, anteponer ciencia a religión, ser a tener, a distinguir esencia de apariencia. También oíamos música clásica, a toda hora. La única excepción sonora eran las zarzuelas o las coplas, que mi padre cantaba con voz de tenor, rememorando su infancia en la Barcelona republicana.
      Mi casa tenía tres plantas, una especie de palacete de estilo francés que el abuelo hizo construir especialmente para la familia, donde nos recogíamos tres generaciones; él no, porque ya entonces se había separado de mi abuela. Aunque a veces mandaba a algún amigo que usaba la casa para tareas del partido, como aquella vez que se montó una emisora de radio clandestina en una de las habitaciones cercanas a la terraza, cuya misión fue interrumpir un discurso presidencial, para luego desmantelarse rápidamente y desaparecer sin dejar rastro. La familia sólo se enteró tiempo después de lo acontecido en aquella habitación.
      Desde siempre supe que no podía repetir muchas de las cosas que oía en casa. Las tertulias entre los amigos de mi padre, actores, escritores, un astrólogo que salía en televisión, y los de mi tío, universitarios, se prolongaban hasta altas horas. De todo se dudaba, todo se ponía en cuestionamiento, muchas veces me dormía con la puerta del cuarto abierta, arrullada por esas voces. Como era callada y discreta, nunca me dejaban fuera de las conversaciones, no intervenía, sólo escuchaba, pero de alguna forma tenía la sensación de pertenecer a una logia secreta, donde intelectuales, artistas y los fantasmas convocados por la abuela convivían en armonía. Había una barrera vergonzante entre el dentro y el fuera. En el interior los amigos de la familia alababan mi inteligencia, mi madurez, en el exterior era un bicho raro, especialmente para aquellos a los que yo más deseaba acercarme, los otros niños. Yo sólo había sentido ese placer de pertenencia cuando en ocasiones acompañaba a mis abuelos paternos a reuniones de exiliados españoles, allí, con los otros niños, me sentía una más. Pero esos niños no vivían en mi barrio, ni iban a mi escuela, y en la mayor parte de las ocasiones no volvía a verlos.
      En aquella época, los chicos solíamos jugar en la vereda. Al volver del colegio se formaba un grupito de niñas de la cuadra que jugaban al escondite, a la mancha o a la rayuela. A veces me dejaban jugar, pero si no salía, nadie venía a buscarme ni preguntaba por mí. No producía rechazo, simplemente indiferencia.
      Hasta que apareció Nanín. No recuerdo bien el día en que la conocí. A ella los padres no la dejaban salir a jugar. Por alguna extraña razón, hubo unos días, creo que en ocasión del nacimiento de su hermana, cuando la madre estaba en el hospital, una vecina se hizo cargo de ella y entonces compartió unos días de juegos en la calle. Inmediatamente nos reconocimos. Por motivos distintos cada una de nosotras vivíamos en burbujas aisladas que explotaron en el encuentro y crearon una gran burbuja donde cabíamos ambas, descubriendo por primera vez la intimidad compartida.
      Cuando la madre regresó del hospital, Nanín volvió a la reclusión. Conseguimos, en cambio, que la dejaran venir a jugar a mi casa. Esta circunstancia no duró demasiado, no sé qué contaría mi amiga, ni si los padres se informaron de algo por ahí, pero al poco tiempo dijeron que si queríamos ser amigas era mejor que lo hiciéramos en su casa en vez de en la mía.
      Mi casa era grande, había mil espacios y recovecos donde estar solas, sin adultos controlando alrededor, quizás esto provocó el disgusto de sus padres. En realidad, más que jugar, hablábamos, podíamos estar horas contándonos cosas, también cantábamos. Nos encantaban las canciones de amor, que entonábamos a dúo con desgarro, pensando en amores imaginarios. Nuestros cuerpos empezaban a madurar y nos provocaban ansias inciertas. Hacíamos muchos juegos de papel y lápiz, especies de adivinanzas que nos decían cómo sería el hombre de nuestros sueños. Se trataba de una especie de acrósticos, no recuerdo bien cuál era el mecanismo, pero era algo así como sumar las cifras de nuestro nacimiento y hacer luego una especie de tatetí con los nombres de los chicos del barrio hasta que salía una letra. Cada letra tenía un significado. La T era «Te quiere, pero tú no», la O, «Olvídalo porque ya te olvidó», la A, «Ámalo porque te ama». A los chicos del barrio los conocíamos de vista, no sabíamos sus nombres ni hablábamos nunca con ellos, los identificábamos con apodos inventados por nosotras para cada uno, «el gordo», «el lindo», «el de los ojitos». Ellos, ignorantes de nuestros juegos, y más lentos en madurar, preferían el fútbol, sin saber que nuestro acróstico aseguraba que nos amaban en secreto.
      Yo estudiaba ballet. Bailar era mi pasión, las clases de danza un espacio sin palabras donde me permitía expresarme en libertad. Nanín me envidiaba por esto, a ella también le hubiera gustado aprender ballet, pero el padre no la dejó. No lo consideraba apropiado para una niña. Antes de trasladar obligatoriamente nuestros encuentros a casa de mi amiga, hicimos una función de ballet en mi casa, con coreografías montadas entre ambas. Nos disfrazamos y pintamos para la ocasión y mi familia junto a algunos de sus amigos fueron el público. A Nanín yo le presté un tutú rosa que conservaba de una función en la academia. Ella bailó con tanta emoción y arte que mi padre decidió que debía regalarle el tutú. Me costó ser generosa, era uno de mis objetos más preciados, pero lo hice.
      Con Nanín inventamos un idioma propio, una variante propia del jeringozo, que hablábamos con una rapidez apreciable, de manera que los adultos quedaban excluidos de nuestros diálogos. Cuando no estábamos juntas teníamos interminables charlas telefónicas en nuestra jerga.
      La casa de Nanín era una típica casa de barrio en Argentina, una puerta común desde la calle daba a un pasillo en el que se abrían tres viviendas de una sola planta. La de mi amiga era la última del pasillo. Tenía un patio central al que daban todas las habitaciones, la de los padres, la de ella y su hermana, el comedor, la cocina y el baño. Las habitaciones y el comedor se comunicaban entre sí por el interior, pero para acceder a la cocina y al baño era necesario salir al patio. No sé cómo hacían cuando llovía. Con buen tiempo el patio hacía las veces de salón. Al ser la última casa del grupo, la de Nanín tenía también una terraza. Ése era el lugar de nuestros encuentros.
      El padre de Nanín era un señor muy serio que, maletín en mano, perfectamente trajeado y peinado a la gomina, iba cada día a su trabajo en la oficina. La «oficina» era el lugar donde trabajaban la mayor parte de los hombres de la cuadra. Salían por la mañana y volvían por la tarde, casi todos a la misma hora. Sus mujeres pasaban el día en la casa, la mayoría limpiaba, cocinaba, hacía labores y leía revistas del corazón. Usaban ruleros cubiertos por una redecilla, que se sacaban momentos antes de la llegada de los maridos, para que éstos las encontraran siempre impecables. Cuando se aproximaba la hora en que el padre volvía, la madre de Nanín nos avisaba y yo tenía que irme a mi casa. Para recibirlo, el hogar debía estar en calma, sin personas extrañas. Las hijas y la mujer dispuestas al encuentro familiar, aunque, por lo que me contaba Nanín, el padre era de pocas palabras, cuando llegaba solía sentarse en el patio a tomar mate y ver la televisión mientras su mujer preparaba la cena. Por no hablar, ni siquiera me saludaba cuando alguna vez me lo cruzaba en el pasillo.
      La madre era una mujer indiferentemente guapa, tenía unos ojos muy bonitos, una buena figura, pero era como una bella lámpara que no ilumina. Estaba siempre como ausente, como una actriz en una obra de la que desconocía el texto. Cuando su marido no estaba, ella no intervenía para nada en nuestra relación. Nos dejaba hacer mientras no estorbáramos. Nanín se llevaba mal con su madre y sentía cierto respeto temeroso por su padre. Tampoco la madre salía mucho de su casa, ahora me doy cuenta de que la mujer debía de tener una gran depresión, en aquel momento sólo la percibía como una persona muy fría, carente de emociones. Al casarse había dejado a su familia en un pueblo, no conocía a nadie en Buenos Aires y prácticamente no se relacionaba con los vecinos. Los únicos momentos en que se veía a la familia por el barrio eran los domingos, camino de misa.
      Mi padre era un hombre interesante y seductor, a la mayoría de las mujeres solía gustarles, y él lo sabía. Alguna vez fue a buscarme a su casa y en esos momentos vi sonreír a la madre, con una seducción reminiscencia de sus épocas de soltería, donde seguramente era una de las chicas más lindas del pueblo. Ahora pienso que la madre de Nanín tendría como mucho treinta años en aquella época, pero se esforzaba por parecer una señora mayor.
      Nanín iba a un colegio de monjas. Dada mi educación atea, yo sentía fascinación por todos los misterios de la religión. Muchas de nuestras charlas en la terraza eran sobre temas trascendentes, la vida, la muerte, el pecado, la salvación. Una de las charlas que más me impresionó fue cuando Nanín me contó cómo sería el fin del mundo, con un cielo en el que la mitad sería de día y la mitad de noche. Un cielo partido en dos. Esa imagen, transmitida por la monja, me resultó terrorífica, la ruptura de todo lo conocido. Nunca volví a escuchar esa explicación, pero recuerdo, como si fuera hoy, el miedo que sentí en ese atardecer en la terraza de mi amiga.
      La compenetración entre ambas era tan estrecha que un día operaron a mi amiga del apéndice. Una semana después yo empecé a quejarme de los mismos síntomas. Al principio nadie me hizo caso, lo atribuían a sugestión o a un intento por imitar a mi amiga. Cuando finalmente me llevaron al médico, tuvieron que operarme de urgencia. Desde entonces dudo de mis enfermedades, no sé si un exceso de empatía puede llegar a producirlas.
      Pasó el verano, llegó el nuevo invierno, y Nanín y yo teníamos ya doce años. La terraza de nuestras charlas pasó a ser la protagonista de un nuevo descubrimiento: los chicos, hasta entonces lejanos, más imaginados que reales, se hicieron presentes en nuestra vida.
      La terraza daba a los fondos de una universidad evangélica. Allí estudiaban pastores protestantes de distintas partes del mundo. Además de las aulas y seminarios, había departamentos donde éstos vivían con sus familias. Unos años antes había conocido a Peggy, la hija de un pastor que vivía allí. Podíamos haber intimado más pero nuestra relación fue efímera ya que la familia estuvo poco tiempo y regresó a Estados Unidos. Lo que más me impresionó era que ella se bañaba con el padre, en tanto el hermano varón lo hacía con la madre. En esa época Peggy tendría ocho años y su hermano nueve. Ella me explicó que era para que no tuvieran vergüenza de sus cuerpos.
      Bueno, lo cierto es que cuando Nanín y yo teníamos doce años, llegó un pastor a la universidad con un hijo de nuestra edad, quien trabó rápidamente amistad con los otros chicos del barrio, esos que hasta hacía poco preferían la pelota y ahora empezaban a interesarse por nosotras, tal como habían pronosticado nuestros juegos adivinatorios hacía ya un año. Ellos jugaban en el jardín debajo de la terraza. Estábamos a pocos metros los unos de los otros. Al principio nos decían cosas y nosotras nos hacíamos las tontas, o hablábamos entre nosotras pero en realidad les estábamos mandando mensajes a ellos. Seguramente la madre de Nanín se dio cuenta de nuestros juegos, pero, como siempre, no intervino, ni se dio por aludida; con que a la hora que volvía el padre todo estuviera en calma bastaba.
      Nuestro coqueteo llevó varios meses. Terminamos hablando con ellos, nos decían que querían vernos más de cerca, además empezaba a refrescar, anochecía más temprano y la terraza no era ya un lugar idóneo. Un día, no sé cómo lo conseguimos, fuimos a la sesión matinal del cine del barrio, donde daban tres películas seguidas, una de cowboys, una de piratas y una de Marisol. Los padres nos acompañaron hasta la puerta del cine y pasaron a buscarnos luego. Ningún adulto soportaba pasar la tarde en una sala llena de niños de entre ocho y quince años, gritando a los malos, aplaudiendo las hazañas de los héroes del celuloide y tirándose papelitos por la cabeza, de manera que la sala era territorio libre. Nos encontramos con nuestros recién estrenados amigos en el interior del cine. Nos sentamos juntos y pasamos la tarde, codo a codo, casi sin hablar, pero compartiendo golosinas y miradas de soslayo. Era lo más cerca que habíamos estado del sexo opuesto hasta el momento. Una tarde emocionante que en las semanas siguientes dio lugar a interminables confidencias entre mi amiga y yo.
      Avanzado el curso, ya cerca de cumplir los trece, Nanín y yo decidimos apuntarnos a unas clases de cocina en una escuela para adultos, que funcionaba por la noche en el edificio de la Escuela Primaria Pública a la vuelta de casa, donde yo cursaba el sexto grado por la mañana. Los chicos iban a esa misma escuela nocturna a hacer cursos de no sé bien qué. A mi amiga le costó un poco convencer a los padres de la utilidad de aprender a cocinar. Al final lo consiguió. Ellos en sus clases, y nosotras en la nuestra, donde éramos las alumnas más jóvenes, rodeadas de mujeres mayores, y haciendo un papel más bien desastroso en los fogones, pero al menos con la oportunidad de coincidir en los pasillos y en algunos descansos de las clases.
      A medida que fuimos tomando confianza dejamos que «los chicos», como seguíamos llamándolos, nos acompañaran al terminar las clases, cuando ya empezaba a anochecer, hasta la esquina de nuestras casas. Era sólo una cuadra, hasta separarnos en la esquina.
      Con el paso del tiempo, esa relación con «los chicos» en plural, se fue haciendo más individualizada. Teníamos nuestras preferencias, ese amor idealizado de los once años tenía ahora la posibilidad de tener un rostro y un nombre. Nos pusimos de «novias» o empezamos a «salir», como se decía en esa época. El cambio consistió en que, en vez de regresar acompañadas por todo el grupo de chicos, lo hacíamos cada una con nuestro novio. Caminábamos de a dos, una pareja detrás de la otra, hablando en voz baja, a veces dándonos la mano. Más adelante pasaron de darnos la mano a llevarnos del hombro. Tardamos un tiempo en aceptar un beso. Entonces la cuadra se hacía eterna, cada dos o tres pasos, parábamos para besarnos. No había abrazos, simplemente y cada tanto nos besábamos, con un simple acercar la boca y sin abrir los labios. ¡Pura lujuria!
      Un día, el padre de Nanín llegó, no sé si más tarde o más temprano que de costumbre y nos vio. Nosotras no nos dimos cuenta, absortas como estábamos en nuestro propio universo. Él no se hizo notar, ni dijo nada. Esperó a que ella volviera a su casa. Nunca supe bien cómo fue. A partir de ese día sólo me dejaron hablar con ella una vez por teléfono, seguramente en presencia de sus padres. Me dijo que no podíamos volver a vernos, los padres no querían que se juntara más conmigo. Cortó o cortaron, no pudo explicarme más. No volví a verla. Iba y volvía acompañada del colegio. No salía de su casa. Me hubiera gustado que tuviera un acto de rebelión, que se comunicara conmigo de alguna forma, saber si ella estaba sufriendo tanto como yo por la separación. Los chicos confirmaron que tampoco volvió a subir a la terraza. Había perdido a mi mejor amiga. Mi mundo se vino abajo, aunque el cielo siguiera siendo igual. Entonces entendí que el fin del mundo es algo metafórico.

Fue la primera de las veces en que mi mundo acabó. Ocurrió más veces. Con cada final despedí una parte de mí, pero después del desconsuelo encontré una fuerza desconocida para impulsarme en un nuevo principio. Cuando dejé Buenos Aires, mantuve el corazón partido en dos, comprendí que el mismo cielo que nos cubre puede albergar el día y la noche en un mismo momento sin que el mundo acabe. Ahora, por ejemplo, anochece en Madrid, pero el sol brilla al otro lado del océano. Para poder verlo sólo se necesita tomar perspectiva, salir al espacio.
      Las niñas de la plaza siguen con sus confidencias cuando la madre de una de ellas se acerca para llevarla a su casa. Es una mujer joven con pantalones vaqueros y camiseta de tirantes. Las niñas se despiden y la que se va lo hace dándose varias veces la vuelta para saludar con la mano a su amiga. Cuando dobla la esquina y ya no puede verla, la otra niña se levanta y va en busca de su progenitora. La encuentra en un banco un poco alejado. También debe de ser joven, pero no alcanzo a verle la cara, tapada en parte por la hijab. Va vestida de negro, con una falda hasta los tobillos.
      Me pregunto si las niñas podrán sostener la burbuja que las cobija a pesar de las diferencias.
      Pido otra cerveza. El camarero, que seguramente ha reconocido mi acento, me pregunta:
      —¿Extranjera?
      —No —le digo—. Soy de aquí.
      Me mira extrañado. No quiero darle más explicaciones, ni estoy dispuesta a partir el cielo en dos. En el mundo coexisten en un instante el día y la noche, nos cobija el mismo cielo.

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