Nada que guardar / Carlos Mayor

He visto el color del pánico. Lo he visto reflejado en cada cara, en cada gesto, en cada trazo de este lienzo atormentado de histeria colectiva que rodea mi existencia y estremece mis sentidos noche y día. He observado la niebla húmeda y fría de la esquizofrenia cernirse sobre la suma de todas las conciencias, y he comprendido por fin a la bestia que alienta en el fondo de la imaginación del hombre. La bestia está ahora suelta para siempre y blande sus férreos aguijones esparciendo desolación, muerte y más muerte.

      Aún no me ha llegado a mí la hora del delirio, y permanezco sentado a la puerta abierta del balcón, desde donde, a la luz intensa de la luna, asisto a la gran fiesta de la bestia. Oigo los gritos desgarrados del último sacrificio, de la última orgía de destrucción, sexo y muerte, y un esguince nervioso me hace acariciar con la punta de los dedos la frialdad del seguro de mi pistola automática, cargada de balas hasta la mirilla, lista para disparar. Todavía no he tenido que matar a nadie hoy, y mientras tanto me acaricio los labios torturados por la certidumbre con el borde de este vaso de whiskey que apuro, despacio y tan sereno, de aquí a la eternidad.
      Es curioso no saber a ciencia cierta lo que se está desatando ahí abajo, y tener al tiempo la seguridad de que todo está ocurriendo de acuerdo con el plan. La materia se destruye con precisión tan matemática que el pulso de mis sobresaltos no parece sino el eco del reloj que se encarga de descontar los segundos que aún median entre el curso del tiempo y el dique de su día d, de su hora h.
      ¿Por qué no acabar con esto de una vez? Me he hecho esta pregunta muchas veces, y me la vuelvo a hacer ahora que deslizo la mirada sobre los brillos acerados de la pistola, absurda máquina de la muerte que tampoco sobrevivirá. ¿Por qué vivir con la mirada huidiza del cuarto en donde ella yace quieta y en silencio, casi dormida, olvidada del horror, en paz consigo misma y con el mundo? ¿Por qué este empeño en asomarme al precipicio que se forma sobre el otro lado del tiempo, tan oscuro? ¿Para creer que veo… qué?
      Es que aún late en mí la rebeldía. Siento en silencio los mecanismos heroicos que dibujan el rictus anticrepuscular de mis labios intranquilos; siento la fuerte batalla que libran los poros cansados de mi piel ante el brutal asedio del miedo; siento la crispación última con que el coraje rige el batir incrédulo del corazón, y siento sobre todo la sequedad con que la voz interna del alma me miente sus raras promesas de horizontes alcanzables.
      Desde el balcón miro este cielo erizado de estrellas imposibles y saboreo los tragos de mi whiskey con vigilante parsimonia. Mi pensamiento da bandazos entre la previsión y el recuerdo, y busca ávido y patético el alivio de una justificación que es en sí mortificante. Y en tanto ésta no llega, siguen mis ojos escrutando la velada claridad de las aceras, y mis oídos, descifrando los gritos enloquecidos de los hombres y el temporal de desesperación en que van arrebatados.
      Un ruido anormal me hace descorrer el seguro de la automática. Con sigilo, reposo el vaso sobre el tapete de la mesa y me yergo a tiempo de descerrajarle un tiro entre los ojos al intruso que se encarama a mi balcón. Sin un gemido se descuelga en el vacío dejando en el aire el olor acre de su sangre enfebrecida. Del otro he llegado a ver con claridad la luz adementada de sus ojos antes de destrozarle la rodilla de un disparo seco y certero. La horrísona angustia de su grito, premonitoria del fatal contacto con el suelo, ocupa por completo mi pensamiento durante los largos minutos de aturdimiento que siguen y en que mi dedo tienta aún la suavidad con la que cede el muelle del gatillo.
      Un sudor helado me empapa la camisa cuando por fin me siento de nuevo en la butaca. La estólida música sacrificial que lo invade todo me cala el tuétano de los huesos, y en la oscuridad extiendo mi mano temblorosa en busca de mi whiskey. El último trago me envía sin demora a la cocina, donde el hielo empieza a escasear. Hice bien en proveerme de bebida suficiente, pero no preví que cortaran el agua tan deprisa. Salir ahora a buscarla no parece aconsejable, y en cualquier caso dudo que la corriente dure muchas horas. Mejor me olvido del hielo, me digo, y me sobrecoge la visión repentina del cuchillo junto al fregadero, asomando la punta entre el amasijo de trapos que utilicé para limpiarlo. Siento que una enorme congoja me domina y encuentro dificultades para llevarme el gollete a la boca ante el acceso de llanto que me asalta.
      La pistola debe ser la solución, pienso cuando, algo más sereno, reocupo mi sitio en la butaca frente a la puerta abierta del balcón. Esta vez, sin embargo, mi estado de alerta es casi nulo. La fatal interrogante vuelve a ocupar el centro de mis cavilaciones, y, aun así, de la cepa más firme de mi instinto, surge de nuevo el rechazo a volarme la tapa de los sesos. El precio de mi obstinación es tremendamente alto, pero decir que algo es excesivo parece una incongruencia en el contexto del momento. Cuando asesinar, o violar, o suicidarse son el pan de cada hora, nada puede ser muy excesivo. Frente al horror de ver que es ésta la realidad en la que hay que vivir, o que morir, privados de todo sentimiento y sabedores de que fuera de esta realidad no hay nada, nada… En esta situación, frente a estas circunstancias, incluso las mayores atrocidades que uno pueda llegar a cometer quedan empequeñecidas ante la barbaridad de lo que está pasando, ante la barbaridad de lo que va a ocurrir…
      Aun así, siento la necesidad de encontrarle un sentido, no ya a lo de ahí afuera, que no lo tiene, o, aunque lo tuviera, yo no sería capaz de entenderlo, sino a lo de dentro, al impulso que me tiene en movimiento y que me lleva a ser testigo y hasta autor de un horror tras otro horror, siempre sorbiendo tragos de whiskey. Es decir, ¿por qué me empeño en seguir vivo, al absurdo precio incluso de matar por defender los segundos de una existencia que tiene los segundos contados?
      Siempre que me hago esta pregunta vuelvo a oír el chasquido del cuchillo al hundirse en su corazón, y a ver la expresión de sorpresa, de aturdimiento, con la que me miró antes de expirar entre mis brazos. Tan sólo ésta, la de su muerte por mi mano, es razón suficiente para hacerme no desear estar más tiempo aquí. No puedo refugiarme, como sé que han hecho algunos, en la ciega esperanza de pensar que al fin esto no va a ocurrir, porque lo cierto es que no deseo vivir. Mis últimos afanes, pues, consisten en mirar este cielo chisporroteante de verano, ansioso de que ocurra de una vez y jurando que no seré capaz de perdonar si se equivocan.
      Pero no se equivocan. A una fatal seguridad de experimento huele el aire de esta noche, de la poca noche que queda de nosotros, de lo que fuimos, de lo que seremos. Y es esta certeza la que me hace seguir vivo al pie de mi botella de whiskey, dispuesto a llegar hasta el final y a llevarme por delante a todo el que intente impedirlo.
      Por guardar su memoria, aunque sólo sea unos días, unos minutos, unos segundos. Por eso bebo whiskey a tragos largos y desalojo las balas de su carcasa. Mientras, el cielo se vuelve cada vez más luminoso, la bestia recorre los últimos espacios libres de la imaginación, y los pocos canales de comunicación que aún quedan abiertos anuncian la próxima explosión. Siempre ellos, tan precisos, en medio del calor.
      El tiempo se indefine a medida que crece el frenesí. El cielo muestra resplandores increíbles, de una belleza inexorable, absoluta y singular. La música orgiástica eleva de forma intolerable la estridencia de su tono, pero mi mirada, rendida ya, se ha vuelto hipnotizada hacia lo alto. No tengo que guardar nada más.
      No reconoceré ningún error, pero desearía que estuviera aquí, conmigo, para verlo. El primer trozo del cometa ha entrado en la atmósfera derrochando estelas de fuego y de humo embriagador. En el horizonte se perfilan, por fin rotundos y perfectos, los pavorosos contornos de nuestra pesadilla inmemorial y entonces luce puro, bello y claro nuestro miedo en este cielo blanco que se parte y se derrumba. Cien mil años de miedo nos contemplan. Y la belleza se hace eterna, en medio del calor.

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