Las cartas del mal emigrado (Adorno en Estados Unidos) / Martí­n Kohan

para Fermín Rodríguez

«Sigo siendo muy mal emigrado».
      Theodor Adorno, Cartas a los padres

Cuando emigra a Estados Unidos, en 1938, se llama, es decir se hace llamar, Theodor Wiesengrund Adorno. Cuando regresa a Alemania, en 1949, se hace llamar, es decir se llama, Theodor Adorno: ha suprimido el «Wiesengrund». Podría agregarse este dato, consignado por Detlev Claussen en su reciente biografía de Adorno, y es que al cabo de esos años dejó de definirse a sí mismo, según hasta entonces lo hacía, como un compositor. Pero basta con señalar lo antes dicho: qué puede haber más elocuente que un cambio de nombre para entender hasta qué punto una experiencia puede haber afectado a una persona. Y de una manera bastante específica en este caso: la que parece requerir algún tipo de transformación para poder así asentar una identidad, confirmarla, reforzarla. Negarse para afirmarse: tratándose de Adorno, tal vez no resulte exagerado concebir esta evolución en términos de un desarrollo dialéctico. Y acaso sea una manera adecuada de entender el sentido de esos años de emigración fuera de Europa.
      Una de las fórmulas más conocidas de todas las que Adorno acuñó en Minima Moralia dice que «quien ya no tiene ninguna patria, halla en el escribir su lugar de residencia». ¿Qué vendría a ser Estados Unidos para él, si el hogar postizo de la escritura no hace sino designar la falta de hogar, la falta aun de ese hogar sustituto, segundo, transitorio, de emergencia? Para Adorno, Estados Unidos es un refugio, pero no un hogar; la gratitud que le debe y le expresa responde a la seguridad que le proporciona, más que al medio en que lo sumerge. En la recapitulación de esos años de trabajo que efectúa por encargo a fines de los años sesenta, y que titula «Experiencias científicas en Estados Unidos», consigna con precisión cuáles son exactamente sus deudas y sus reconocimientos: en Estados Unidos aprendió el valor del aprendizaje en la cooperación para la investigación, «en oposición a los hábitos universitarios de Europa»; allí apreció igualmente la plenitud de las formas democráticas, «mientras que, por lo menos en Alemania, nunca fueron más que reglas de juego formales», lo que lo lleva a decir con inusual énfasis: «Estados Unidos no es el país de las posibilidades ilimitadas, pero allí se tiene aún el sentimiento de que todo sería posible».
      En la contracara de estos entusiasmos, sin embargo, Adorno delinea las asperezas de sus conflictos metodológicos con el positivismo y el empirismo imperantes en los estudios sociales, su porfiado pero acaso vano esmero por conseguir que el pensamiento teórico pudiese ser validado por sí mismo, sin imponerle una sujeción a las meras constataciones fácticas. Las notas de Minima Moralia pueden leerse en más de un aspecto como un catálogo demasiado lúcido de aflicciones y contrariedades; en esas páginas consigna Adorno su consternación por el carácter netamente publicitario de la cultura en Estados Unidos, la manera cabal en que el progreso y la barbarie se enmarañan en la industria cultural, algunas de sus lapidarias consideraciones sobre el cine («Cada vez que voy al cine salgo, a plena conciencia, peor y más estúpido»), o sus críticas al individualismo desenfrenado que no lleva sino a la paradójica desaparición del individuo. A estas visiones bien apesadumbradas de un paisaje cultural tal vez convenga adosarle una visión no menos apesadumbrada de un paisaje como tal, recogida igualmente en Minima Moralia: «El defecto del paisaje americano no está tanto, como quiere la ilusión romántica, en la ausencia de recuerdos históricos como en que la mano no ha dejado ninguna huella en él […]. Es como si nadie hubiera paseado su figura por el paisaje. Un paisaje desolado y desolador».
      Es evidente que esta etapa repartida entre Nueva York y Los Ángeles toca el nervio más sensible de las impugnaciones que Adorno dirige a la cultura de masas, haciendo de él un apocalíptico tan consumado que los otros apocalípticos señalados por Umberto Eco empalidecen por comparación o resultan ser sus discípulos. Estados Unidos expone todo eso de lo que Adorno abomina: masificación, consumismo, fetichismo cultural, mercantilización total. Queda clara su orientación crítica y se comprende su crispación al cotejar esa clase de fenómenos como quien dice en su propio núcleo. De hecho, es entonces cuando elabora junto con Max Horkheimer el célebre artículo sobre el tema que integra Dialéctica del iluminismo. No obstante, sería en más de un sentido una simplificación cristalizar a Adorno en esa figura o, incluso más, cristalizar en esa fórmula toda su relación de emigrado con Estados Unidos. Es preciso considerar, en primer lugar, como advierte con insistencia Detlev Claussen, que no se verifica en Adorno ninguna conversión teórica en contra de la cultura de masas por el hecho mismo de llegar a Estados Unidos, se trata siempre de elementos previos, como lo prueba su tan discutido artículo sobre el jazz, que es de 1936, y en todo caso de aspectos que no había dejado de confrontar ya en una perspectiva de anclaje europeo. Es falsa la postulación de que Estados Unidos motiva o enciende el apocalipticismo cultural de Adorno, su gesta biliar contra la industria cultural; más exacto sería decir que la refina, a la vez que la agudiza. Y en definitiva no es menos decisivo advertir que al mismo tiempo le permite ajustar, es decir pulir, su visión de la propia cultura europea. En su balance retrospectivo, Adorno destaca que la experiencia norteamericana le concede un grado mayor de conciencia acerca de esa otra conciencia, la conciencia cosificada: «La conciencia cosificada no es patrimonio exclusivo de Estados Unidos, sino que es promovida por la tendencia global de la sociedad. Sólo que fue allí donde yo cobré conciencia de ella por primera vez».
      Esta conciencia así adquirida acaba por iluminar también su visión de la cultura europea. Adorno no es el mandarín cultural europeo que no consigue dominar la náusea de cara a la cultura mercantilizada de Estados Unidos, sino más bien el crítico cultural a quien la larga experiencia en Estados Unidos le permite revisar la propia cultura europea. Dicho en sus propios términos: «En Estados Unidos me liberé de la ingenuidad de la credulidad cultural, adquirí la capacidad de ver desde fuera la cultura. Me explicaré: a despecho de toda mi crítica social, y pese a que tenía conciencia del predominio de la economía, desde siempre tuve por evidente la absoluta preeminencia del espíritu. Que esa evidencia no es válida sin más vine a saberlo en América, donde no impera ningún respeto tácito por lo espiritual como en el centro y el occidente de Europa en sectores que van más allá de la denominada clase culta; la ausencia de este respeto lleva al espíritu a la conciencia crítica de sí mismo».
      Es por esto que dice Eugenne Lunn en Marxismo y modernismo que Adorno se cura del idealismo gracias al peso total de la mercantilización en la cultura norteamericana. Y Adorno por su parte procura con total nitidez la cifra de esa conciencia crítica, cuando habla de «ver desde fuera la cultura». Ver desde fuera la cultura, sí, pero, ¿qué cultura? La del mismo Estados Unidos, por lo pronto (por lo pronto y por supuesto); sobre todo desde el momento en que Adorno desembarca sin el más mínimo afán de integración y adaptación sino, por el contrario, con la voluntad explícita de «mantener la continuidad espiritual» de lo europeo, cosa que, una vez más, «en Estados Unidos […]. se articuló pronto en plena conciencia». Es relevante en este sentido lo que implica la decisión, tomada básicamente por Horkheimer, de trasladar el Instituto de Investigaciones Sociales a la costa oeste, después del período inicial en Nueva York, dado que California adquiere de esta forma una cierta impronta de «extraterritorialidad».
      Adorno una vez más: «esa combinación del outsider y el observador imparcial caracteriza todos mis trabajos sobre material norteamericano». Extraterritorialidad, exterioridad, imparcialidad: es la ganancia del emigrado; lo que le permite ni más ni menos que «ver desde fuera la cultura» Pero ese afuera no es solamente el afuera del emigrado que vive en Nueva York o en Los Ángeles sin pertenecer ni querer pertenecer del todo. Es también, además, y sobre todo, el afuera de la cultura europea, esa cultura europea cuya continuidad Adorno sostiene en sí con completa premeditación estando en Estados Unidos, pero a la que puede contemplar desde afuera, es decir con plena conciencia, precisamente porque está en Estados Unidos.
      Detlev Claussen sostiene que la emigración alimenta en Adorno la categoría de lo no-idéntico. Podría trazarse así, en su recorrido de emigrante y emigrado y retornado a Alemania, el dibujo territorial de una articulación dialéctica: la que, después de posicionarse en la negatividad de su no-identidad en el entorno norteamericano, le permite volver la mirada, con esa misma conciencia crítica, con ese mismo afuera de lo no-idéntico y de lo negativo, a la cultura europea que, sea como sea, y pese a todo, no deja de definirlo: «en Estados Unidos no podemos eludir la pregunta (si no nos encerramos en una élite) de si no habría envejecido el concepto de cultura en que hemos crecido, si lo que de acuerdo con la tendencia general hoy le sucede a la cultura no será la respuesta a su propio fracaso, a la culpa que contrajo por haberse encapsulado como esfera especial del espíritu sin realizarse en la organización de la sociedad». Ver desde fuera la cultura es entonces, luego de la posición de extraterritorialidad en Estados Unidos, también esto otro: ver la cultura europea desde fuera, lo que es decir desde Estados Unidos, o de lo que Estados Unidos ha revelado por lo menos.
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      La emigración impone distancias. Y las distancias imponen, por necesidad de contacto, la escritura de cartas. En el epistolario de emigrado de Theodor Adorno podrían distinguirse por lo menos tres escalas, si se toman en cuenta a tres de los interlocutores que mantuvo por escrito: Thomas Mann, sus padres, Walter Benjamin. Mann se encuentra, al igual que él, en Los Ángeles, la distancia es corta o es nula, y de hecho algunas cartas se vuelven prácticamente intercambiables con la comunicación directa y personal (Mann a Adorno, el 30 de diciembre de 1945: «Mientras escribía estas líneas, me enteré de que lo vería a usted antes de lo pensado, ya se ha dispuesto un encuentro para el miércoles al mediodía. ¡En fin, podría haberle dicho todo en persona! Pero para mí tiene algo de fatal y tranquilizador a la vez el hecho de que usted lo tenga en sus manos por escrito»). Los padres por su parte se encuentran cerca, pero no tanto: están primero en La Habana y luego en Nueva York, pero para cuando estén en Nueva York Adorno ya habrá partido a Los Ángeles. Walter Benjamin, por fin, es el que permanece decididamente lejos, en una lejanía cada vez más dramática e insalvable, retenido en Europa demasiado tiempo, del otro lado del océano y de esa línea de peligro que, como sabemos, no alcanzaría a transponer.
      Para Adorno que, sin incurrir en vehemencias nacionalistas de ninguna índole, asume en Estados Unidos el desafío de prolongar la alemanidad y persistir en ella, Thomas Mann aparece como una referencia ineludible. Mann representa, por sí mismo, esa tradición, y el solo hecho de contactarse con él parece funcionar como una garantía al respecto: «Cuando lo encontré a usted en la remota costa oeste tuve la sensación de estar, por primera y única vez, en persona frente a la tradición alemana de la cual he recibido todo: incluso la capacidad de resistir a esa tradición». Y varios años después, ya de regreso en Alemania: «Algunas cosas suenan como si a usted se le abriera, en un estadio decadente de la lengua, en el alemán de los emigrados, la posibilidad latente de un idioma europeo».
      Buena parte de la correspondencia entre Mann y Adorno, que se desarrolla entre 1943 y 1955, consiste en un intercambio de visiones negativas sobre la condición del emigrado. El 28 de diciembre de 1949, Adorno le dirige a Mann la primera carta estando ya de vuelta en Fráncfort: «Me siento excepcionalmente bien en lo físico, tres veces más fresco y capaz para el trabajo que en el oeste, liberado de los dolores de cabeza. Curiosa apelación a la patria de alguien que casi de manera profesional carece de ella». Thomas Mann le corresponde, desde California, el 9 de enero de 1950: «Me causa gran impresión que usted se sienta tan lozano y a gusto allá en la patria lejana. Nosotros, en la lejanía que se ha vuelto casi patria, vivimos después de todo en el lugar equivocado, lo cual transmite a nuestra existencia algo de inmoral». Y algún tiempo después, en marzo de 1954: «Recién ahora se nota en verdad que usted en Norteamérica estaba medio mudo, y que Europa ha aumentado de manera increíble su productividad, al ofrecerle a ésta posibilidades completamente diferentes».
      Sería inexacto sin embargo reducir la correspondencia entre Adorno y Thomas Mann al ejercicio de un muto alimentarse en la nostalgia de la patria perdida o en la mortificante corroboración de estar viviendo «en el lugar equivocado». El ida y vuelta de las cartas va revelando algo más, más verdadero y acaso más terrible, que es ese punto en el que el emigrado queda definido por un fuera de lugar del que ya nada, ni siquiera el regreso, podría redimirlo. La consumación irremediable del destino del emigrado es recalar al fin en esa condición de descolocación crónica. Con el paso de los años, la presunción de que hay una pertenencia verdadera en Alemania se sostiene paradójicamente al precio de encontrarse en Estados Unidos, y se desvanece, o por lo menos se debilita, en el momento de volver al país. El 3 de junio de 1950, desde Fráncfort, Adorno le escribe a Mann: «A veces es difícil, frente a tales inervaciones, escapar a la sensación de que lo emprendido por uno en lo intelectual es inútil, y la sede californiana, contra la cual de a ratos me indignaba por su irrealidad, tiene, en comparación con lo que aquí se puede observar, el mérito de lo más real». Y casi dos años más tarde, el 13 de abril de 1952: «No sólo mis pronósticos hasta ahora mal que bien se han cumplido sino que también he aprendido que, en un sentido principal, no hay regreso: que para uno Europa se ha vuelto tan extraña como una tierra extranjera».
      La visión de Estados Unidos, anclada en California, muta: de una reprochada irrealidad a la crudeza de lo más real. La diferencia entre un mundo y el otro, entre el mundo norteamericano y el mundo europeo, que sostuvo y dio sentido a los años de la emigración, resulta angostarse posteriormente, con el regreso. Adorno lo dice en una carta de abril de 1952: «La diferencia entre Estados Unidos y Europa hoy es infinitamente más pequeña que lo que nuestra añoranza se representa». Esos dos lugares que, tan distintos, escindieron por largo tiempo sentidos contrastantes (peligro o refugio, pertenencia o ajenidad) se conjugan por fin para revelar, en su combinación, la evidencia de un mismo fuera de lugar. En este fuera de lugar resuena aquel fuera de la cultura, el de ver desde fuera la cultura, y es quizás lo que lo hace posible. Estos emigrantes que cuentan, en primera instancia, con dos lugares, el lugar que dejan y el lugar al que llegan, parecen quedarse por fin sin lugar, y esa falta de lugar es lo que los define. Agosto de 1950, Adorno a Mann: «Sus ideas acerca de la segunda emigración las entiendo más que a la perfección, pero ¿adónde ir?». Abril de 1952, Mann a Adorno: «Todo esto despierta ideas de huida. ¿Huida adónde?, dirá usted. Tiene razón, no hay lugar adónde escapar».
      El gran escritor y el gran crítico, que por otra parte se han vinculado ya, según es bien sabido, en la cooperación prestada por Adorno a Mann para la escritura de Doctor Fausto, se unen en esta comprobación: la verdad de la emigración, ya sea que se la prolongue o ya sea que se la revierta, es esta duradera descolocación, un resto de desalojo que perdura, ese fuera de lugar o ese no tener adónde ir que Adorno propone y Mann confirma. Algo cambia en la tesitura de Adorno cuando se trata de la correspondencia familiar, de las cartas a los padres, porque la dimensión de la indagación existencial queda siempre más atada (Adorno evalúa, asesora, aconseja) a lo concretamente resolutivo de lo que los padres van a hacer: ya se encuentran en La Habana, es decir a salvo del peligro europeo, pero hay que dirimir si permanecerán ahí o si van a trasladarse a Estados Unidos, y en caso de trasladarse a Estados Unidos, a qué lugar exactamente podría convenirles hacerlo.
      Adorno ensaya en estas cartas un nuevo retrato de la vida en Estados Unidos y de lo que la emigración por sí misma implica. Pese a que ocasionalmente se inclina a favor de La Habana («A menudo siento verdadera nostalgia de La Habana, y los pocos días que pasé allí son inolvidables. Me imagino cuánto extrañarán la humana ciudad latina entre los drugstores y los judíos de Brooklyn. Si fuera por mí, nos trasladaríamos un invierno entero a La Habana y trabajaríamos allí»), la determinación de pasar a Estados Unidos le parece insoslayable («Sin embargo, me parece que lo correcto es no seguir demorando la inmigración»; «para vivir Cuba es probablemente mucho más agradable, pero lo responsable es no dejar pasar la oportunidad de inmigrar a Estados Unidos»). Pasa entonces a desplegar un mapa imaginario de Estados Unidos, para señalar algunas opciones y tachar algunas otras: se declara en contra de California, por estar demasiado lejos, y en contra de Nueva York, que es donde se encuentra en 1939, por la vida que llevan allí los emigrados; sugiere una ciudad del sur, piensa en Florida, pero no deja de alertar: «les desaconsejo Miami absolutamente, es uno de los sitios más horribles que he visto en mi vida».
      Adorno puede llegar a ponerse de veras sombrío cuando se trata de considerar lo que es la emigración. En una carta a los padres de febrero de 1940, les dice que «fue esta convicción la que estuvo desde el principio detrás de mi resistencia a la emigración, primero a la mía, luego a la de ustedes. Si a uno de todas formas lo van a matar, por lo menos debería ser en el sitio al que más pertenece». No obstante, ya en abril de 1946, no puede sino apreciar lo que la salvación significa: «cuando uno lee la carta de Louis, tiene la sensación de que todos nosotros todavía somos dichosos incluso en la desdicha, comparados con aquellos que cayeron en el infierno alemán». Dichosos incluso en la desdicha: las postales norteamericanas de Adorno a sus padres, remitidas en primer lugar desde Nueva York a La Habana y posteriormente desde Los Ángeles a Nueva York, tienden a estar cargadas de concesivas y adversativas. Valga la frase de recepción que les dirige por escrito en enero de 1940, cuando ya dejaron Cuba: «¡Bienvenidos de todo corazón a este suelo que aunque feo, habitado por drugstores, hot-dogs y autos, por el momento todavía es bastante seguro!». «Aunque feo», dice Adorno en Nueva York; más tarde, en California, encontrará belleza, pero todavía una belleza que deberá imponerse a sus resistencias personales: «La belleza de la zona es tan incomparable que hasta un europeo empedernido como yo capitula».
      De emigrado a refugiado, Adorno hace de Estados Unidos ante todo eso: un refugio, y lo valora antes que nada por la seguridad que proporciona. El precio que se debe pagar por esa seguridad, sin embargo, no deja de mencionarse con pesadumbre a lo largo de las cartas a los padres. No faltan algunos tópicos: Estados Unidos es el reino de los automovilistas, la publicidad lo invade todo, impera en el país una «semicivilización bárbara», el idioma inglés lo satura, «la basura que hay que soportar en la radio» lo fatiga. Aparece todo eso, pero también algo más: la necesidad de mitigar lo alemán en la vida diaria en Estados Unidos, porque se ha vuelto sospechoso y conviene disimularlo. Adorno habla de «una verdadera psicosis con los extranjeros», refiere cómo evitan hablar en alemán en lugares públicos o por teléfono, manifiesta su perplejidad por el hecho de que sean precisamente los emigrados, es decir los enemigos de Hitler por definición, los que acaben suscitando tanta y tanta suspicacia. Hay aquí por lo demás una explicación posible para la supresión del Wiesengrund. Por fin el estado de cosas se complica todavía más al imponerse a los emigrados una serie de medidas que les impide alejarse más de cinco millas de sus viviendas durante el día y les exige encontrarse allí a partir de las ocho de la noche, cosa que el fbi de hecho se ocupa de verificar que se cumpla: aparecen en la casa de Bertolt Brecht una noche, y otra noche, poco después, hacen lo mismo en la casa del propio Adorno.
      En una de las primeras cartas que dirige a sus padres desde Estados Unidos, apenas el 8 de julio de 1939, Adorno alude a una novela de Ferdinand Kürnberger y se despide como «su viejo hijo un poco cansado de América». En una de las últimas cartas, dirigida a la madre diez años después, más precisamente el 24 de diciembre de 1949, y ya de regreso en Fráncfort, consigna su situación: «me siento tres veces más descansado y productivo que en Los Ángeles; sólo que a veces es muy opresivo estar en tu propio lugar como un extraño». El cansado de 1939 está tres veces más descansado en 1949; el cansado de América luego se siente descansado en Fráncfort. Pero ese Fráncfort de posguerra ya no es el mismo de antes, y el emigrado que regresó, esto sobre todo, ya no es el mismo de antes. Después de haber sido desde todo punto de vista un extraño en Nueva York o en California, acaba siendo un extraño en Fráncfort. El lugar propio acoge a un sujeto impropio y le infiere así, del modo más impensado, la opresión de aquel fuera de lugar que sella la vida del emigrado.
      Los días de California impusieron una mitigación de la alemanidad, lo que no dejó de ser un aprendizaje más que valioso para un Adorno siempre listo a contrarrestar los fervores del sentimentalismo patrio. El ensayo «Sobre la pregunta ¿qué es alemán?» da cuenta de esa cautela, que al mismo tiempo debe convivir con la decisión de preservar un espíritu cultural europeo donde sea y como sea. La vida social californiana, restringida casi siempre para no restarle horas al tiempo de trabajo, se desarrolla en lo esencial con otros emigrados europeos: un trato social eventual con Herbert Marcuse y con Hans Eisler, un trato esporádico con Arnold Schoenberg, un trato más asiduo con Bertolt Brecht, un trato decididamente frecuente con Thomas Mann. Mann sabe combinar la sociabilidad con el trabajo, y tal vez es por eso que cuenta más a menudo con las visitas de Adorno. Aun así, hay veladas que se dedican al mundo de las celebridades de Hollywood, como acontece por ejemplo con la cena en la casa de Chaplin que Adorno refiere a sus padres en una carta de marzo de 1947. La crisis matrimonial que por ese entonces desencadena el arrebatado enamoramiento de Adorno por una actriz «muy bonita y simpática, pero bien tonta» podría estar señalando otra clase de descolocación para el intelectual inflexible y su militancia en la no-integración; el hecho de que los avatares y el trastabillar de ese romance finalmente trunco sean informados por Adorno puntualmente a su madre hablan tanto de su salirse de sí como de su necesidad de recuperar el equilibrio.
      El elenco de interlocutores alemanes (Horkheimer, Marcuse, Brecht, Mann) no deja de señalar una ausencia: la de Walter Benjamin. Adorno no omite mencionárselo a sus padres, en una carta de mayo de 1940: «Créanme que no es por placer que Max y yo hacemos todo solos, es sencillamente que por una serie de motivos los demás realmente casi no aportan nada espontáneamente. Con excepción de Benjamin, pero Benjamin ahora está en un terrible peligro». La emigración consumada de Theodor Adorno transcurre así en buena medida sobre el horizonte de la emigración pendiente de Walter Benjamin. Porque Walter Benjamin, que no se ha decidido por la emigración a Estados Unidos, adonde lo convocan desde el Instituto de Investigaciones Sociales trasladado desde Fráncfort, ni tampoco por la emigración a Palestina, adonde lo convoca Gershom Scholem con un cargo asegurado en la Universidad de Jerusalén, sigue en Europa, sigue en peligro.
      Las cartas que Adorno le dirige a Benjamin en estos años adquieren por lo tanto otro tono, y deben salvar además otra distancia: ni las cuadras que llevan a Mann, ni el trayecto medio que llevaría a los padres. Las cartas que Adorno le dirige a Benjamin en estos años deben sortear una distancia que no es solamente la de los kilómetros: es la que separa la vida salvada de la muerte inminente, el aire abierto de la opresión asfixiante, el espacio disponible de las fronteras que acaso ya no pueden cruzarse. La visión de Estados Unidos que suministra Adorno en estas cartas es otra, por necesidad. La emigración no es ya en este caso una circunstancia consumada que haya que sopesar en su significación o que haya que resolver en su implementación práctica; es todavía una alternativa de la que hay que persuadir o bien una solución perentoria que hay todavía que alcanzar. ¿Cómo explicar, si no, esta disposición a insertar una isla norteamericana en una hipotética geografía germanofrancesa, para presentarla así a la consideración de Walter Benjamin? Desde Bar Harbour Maine, Adorno escribe el 2 de agosto de 1938: «Estamos aquí en un lugar excepcionalmente agradable desde la perspectiva de lo usual en América: en una isla que está algo así como entre el sur de Francia, Rügen y Cronberg». ¿Y cómo explicar, más aún, esta visión de Nueva York que la consagra como más europea que Londres? ¿Cómo explicar la voluntad de traducirla a un retrato parisino, para que a ojos de Benjamin pueda evocar una promesa de París? El 7 de marzo de 1938, Adorno escribe desde Nueva York: «La aclimatación a las nuevas condiciones de vida no nos resulta demasiado difícil. Todo parece aquí más sérieusement europeo que en Londres, y la Séptima Avenida, en cuyas proximidades vivimos, recuerda tanto, en su tranquilidad, al boulevard Montparnasse, como el Greenwich Village, donde vivimos, al monte St. Geneviève». Proeza retórica de Adorno: construir y ofrecer una imagen cordial de la emigración y, mucho más que eso, una imagen europea de Nueva York, la imagen de una Nueva York que pudiera sentirse como equivalente a París. Está tratando de persuadir a Walter Benjamin. Sabemos qué tan renuente se mostró Benjamin a abandonar el continente europeo, el mundo de su pertenencia, el contexto que tanto necesitaba. Sabemos que hizo falta que toda Europa o poco menos se volviera un verdadero infierno para él, y literalmente una amenaza de muerte, para que tomara por fin la tan resistida decisión de emigrar. Y sabemos también, por último, que para entonces ya era demasiado tarde. A instancias de Adorno, entre otros, se pone a estudiar inglés. En una carta remitida desde París el 7 de mayo de 1940, Benjamin le escribe: «Me pregunta por mis clases de inglés […]. Es de temer que mis progresos, que no son precisamente impresionantes, se adelanten a mis posibilidades de poder aplicar, prácticamente, esto es, en las conversaciones, mis conocimientos».
      Una Nueva York parisina, más europea incluso que Londres: si Adorno arriesga esta ficción epistolar, es porque algo tiene que tener de ficcional una promesa que quiera ser perfecta. Benjamin recoge el sentido de esta promesa, y al último texto que alcanza a escribir en su vida, un texto dedicado a Baudelaire, le da este título: «Zentralpark». En una carta del 4 de octubre de 1938, escrita en Dinamarca, le dice a Adorno: «En attendant arrojo alguna que otra mirada sobre el plano de Nueva York que ha desplegado el hijo de Brecht y paseo de arriba abajo por la larga calle que bordea el Hudson, en la que está vuestra casa». Paseo sin cuerpo, paseo de pura mirada, ficción de paseo con la que Benjamin alcanza a retribuir a Adorno su propia ficción de Nueva York. Nueva York es por fin un mapa en el que se posa una mirada, un mapa por el que se pasa un dedo. Una promesa, cabalmente una promesa: el mapa de una ciudad en la que nunca se ha estado, el mapa de una ciudad en la que nunca se va a estar. Promesa que permanecerá perfecta siempre: siempre en potencia, siempre irrealizada. Es el nombre elegido para titular un texto, es la geometría abstracta del esquema de una ciudad dibujada. Nueva York para Walter Benjamin: éste es el verdadero afuera, éste es el absoluto sin lugar. Ese paseo de arriba abajo por la larga calle que bordea el Hudson y que nunca, en la realidad concreta de los cuerpos verdaderos, se va a llevar a cabo.

            Detlev Claussen, Theodor W. Adorno, Universitat de Valencia, Valencia, 2006,
      p. 153.

      Theodor Adorno, Minima Moralia, Taurus, Madrid, 1987, p. 85.

       Theodor Adorno, Consignas, Amorrortu, Buenos Aires, 1973, p. 108.

      Ibidem, p. 127.

       Ibidem, p. 136.

    Ibidem, p. 137.

   Theodor Adorno, Minima Moralia, op. cit., p. 22.

   Ibidem, p. 46.

     Theodor Adorno, Consignas, op. cit., p. 116.

    Ibidem, p. 136.

    Eugenne Lunn, Marxismo y modernismo, Fondo de Cultura Económica, México,                 1986, p. 239.

    Theodor Adorno. Consignas, op. cit., p. 107.

    Ibidem, p. 208.

    Ibidem, p. 110

    Ibidem, p. 138.

    Theodor W. Adorno y Thomas Mann, Correspondencia 1943-1955, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006, p. 24.

    Ibidem, p. 19.

    Ibidem, p. 90.

    Ibidem, p. 53.

    Ibidem, p. z.

    Ibidem, p. 144.

    Ibidem, p. 66.

    Ibidem, p. 107.

    Ibidem, pp. 116-117.

    Ibidem, p. 83.

    Ibidem, p. 111.

Theodor Adorno, Cartas a los padres (1939-1951), Paidós, Buenos Aires, 2006,        p. 60.

    Ibidem, p. 40.

    Ibidem, p. 38.

    Ibidem, p. 40.

    Ibidem, p. 53.

    Ibidem, p. 214.

    Ibidem, p. 46.

    Ibidem, p. 82.

    Ibidem, p. 53.

    Ibidem, p. 96.

    Ibidem, p. 67.

    Ibidem, p. 21.

    Ibidem, p. 305.

    Ibidem, p. 234.

    Ibidem, p. 63.

    Theodor W. Adorno y Walter Benjamin, Correspondencia 1928-1940, Trotta, Madrid, 1998, p. 257.

    Ibidem, p. 235.

    Ibidem, pp.  317-318.

    Ibidem, p. 268.

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