Attilio / Jean Jauniaux

 

en homenaje a Angelo Galvan,
      «El Zorro» del Bosque de Cazier

¿Cómo olvidar la cara sombría, los ojos negros y el pelo alborotado de Attilio? Era bajito, más bajito que el promedio de los escolares. Eso de ser chaparros es algo que nos había acercado. Cuando el maestro, después de sonar la campana, hacía que se formaran los niños según su clase, en el patio de recreo, siempre se aseguraba de que los «chiquitos» estuvieran delante de los más altos. En la clase de segundo de primaria, Attilio y yo acabábamos entonces, cada mañana, a la cabeza de la doble fila de colegiales que se reían detrás de nosotros tan pronto el señor Delalieu hubiera terminado su inspección. Una vez cruzadas las puertas del aula, íbamos a sentarnos en primera fila.

Los ventanales atravesados por el sol de septiembre alumbraban las aulas de este regreso a clases de 1956. Attilio, a quien yo no había visto desde hacía casi dos meses, estaba cambiado. Se le veía envejecido, agotado, aplastado bajo el peso de la mochila sostenida por dos correas que llevaba colgada en hombros.

      Después de dos meses de vacaciones, nos volvimos a encontrar como una pareja de ancianos luego de una larga ausencia. Tuvimos que reencontrar nuestras marcas, nuestros gestos, nuestros hábitos. Hoy día, sesenta años más tarde, puedo medir mejor cuán torpes, tímidos y temerosos éramos de nuestra amistad, y sobre todo, cuán aprehensivos de develárnosla. Nos hicieron falta unos días para reconstituir nuestra complicidad «de chaparritos», alimentada por esta solidaridad que une a los niños víctimas de acoso. Los más altos se cansaron de atormentarnos cuando se dieron cuenta de que habíamos reconstruido nuestra solidaridad de casi gemelos, indiferentes a las bromas de las que, finalmente, se cansaron.
      Durante los recreos, nos la pasábamos sentados uno al lado del otro, al abrigo del castaño, entre sus raíces retorcidas que iban levantando las losas de hormigón. Estábamos solos en el patio de recreo aquel día: el viento y la lluvia habían empujado a los más altos hacia el cobertizo, donde se habían refugiado.
      Attilio me contó lo que le daba tristeza, o al menos lo que —eso creía yo— lo volvía distante.
      —Sabes, Jeannot, este verano no volvimos a Italia… con los macaronis, como dicen los más altos. Papá siguió trabajando. Mamá estaba un poco triste, por supuesto. Ella había ahorrado para el boleto de tren y estaba tan ansiosa de volver a ver a su propia madre, de contarle que estábamos bien aquí, que yo iba a la escuela. Pero papá dijo, como siempre: «Iremos el año que entra. Todavía hay que ahorrar algo de dinero». Entonces, en vez de ir al pueblo, me quedé en Marcinelle.
      —¿Es por eso que te ves triste? Yo también me quedé en casa. Cuando te dije que me había ido al mar, no era cierto. No sé por qué te mentí a ti, igual que mentí a los demás. Papá no me llevó al mar. Y eso que también él lo había prometido…
      —No importa, Jeannot. A veces uno necesita inventarse historias, incluso cuando no las ha vivido. Es como cuando leemos nuestros libros: vivimos aventuras sin vivirlas realmente.
      —Sí. ¡A veces es incluso mejor que jugar!
      Todavía recuerdo hoy la cara de Attilio en el momento en que el dolor lo invadió de nuevo. Había replegado sus rodillas debajo de la barbilla, inclinando el rostro. Sus hombros comenzaron a temblar y luego todo su cuerpo estaba sacudido por los sollozos. Empezó a contarme lo que había sucedido y lo que no le había contado a nadie, a pesar de que supiera que el señor Delalieu ya estaba enterado. A mí podía contármelo. Yo no iba a burlarme de su dolor, ¿verdad?
      Se limpió la cara con el dorso de la manga de su guardapolvo y me miró otra vez:
      —No vas a reírte de mí, ¿cierto?
      Se lo aseguré dándole un empujón y un ligero codazo:
      —Te lo juro, Attilio. Nosotros hemos hecho un juramento, ¡el de nunca burlarnos!
      Attilio se sorbió los mocos y empezó a contar.
      —Cada mañana, yo acompañaba a papá hasta la reja de la mina. Así, mamá podía descansar un poco. Me sentía orgulloso de cargar la bolsa y la lámpara de papá. Caminábamos a lo largo de las casas de madera de donde salían, uno por uno, los amigos de papá. Pero yo era el único niño en el grupo que se acercaba al patio de acopio. Papá me alzaba en brazos y me mostraba los caballetes y sus grandes ruedas que subían y bajaban las jaulas de los elevadores. «Nos vemos al ratito, Attilio. Pórtate bien con mamá, ¿sí?». Yo paseaba por los escoriales, esperando su regreso. Me iba hasta arriba para ver mejor los trenecitos, los rieles, el movimiento. Luego, un día, sucedió la catástrofe. En ese momento estaba encaramado sobre mi escorial.
      »Mamá me había dado un tentempié y yo me había sentado a comer. Durante la escalada, yo no quedaba del lado de la mina de carbón. Era mediodía o un poco más tarde, cuando, habiendo alcanzado la cima, podía ver por todas partes al mismo tiempo. Allí estaba el camión del centro de rescate. En el patio de acopio de la explotación hullera vi gente gesticulando, caminando de un lado a otro, mirando la nube de humo negro que salía de la tierra. Oía gritos. Apoyadas en el alambrado estaban las mamás, esperando y observando. La gente corría por aquí y por allá. Yo me había levantado. Estaba de pie, Jeannot, y ya no sabía moverme. Sentía que no había soltado mi rebanada de pan. La estaba aplastando entre mis dedos sin darme cuenta, mientras que mi otra mano temblaba al sostener mi cantimplora abollada».
      El viento agitaba las ramas del castaño. Revoloteaban unas hojas; el aire que soplaba las alzaba antes de que quedaran aplastadas por la lluvia y cayeran a nuestro alrededor.
      El señor Delalieu apareció e interrumpió el relato de Attilio:
      —¡Hay que meterse, niños! Van a resfriarse.
      Al ver la cara trastornada de Attilio, se dio cuenta de que él me había contado la tragedia de Marcinelle. Yo tenía miedo de que nos regañara o que nos castigara. Y eso que no tenía el sentimiento de haber hecho algo reprobable. Había escuchado lo que mi amigo quería compartir conmigo. Miré al señor Delalieu.
      —Nosotros no tenemos frío, señor.
      No sé qué mosca me picó, pero añadí:
      —¿Podemos quedarnos un poquito más, señor?
      —Bueno, en un cuarto de hora vuelvo a buscarlos. Ni un minuto más, ¿vale?
      El señor Delalieu había tratado de poner cara severa. Attilio lo miraba con ojos llenos de lágrimas, y yo creo que le sonreí, para darle las gracias… por tomarnos en serio. Por supuesto, tengo más de sesenta y cinco años ahora que cuento esta historia. Pero estoy convencido de que lo que pasó entre nosotros, aquella tarde de octubre de 1956, bajo el viento y la lluvia, correspondía a lo que hoy en día voy diciendo al respecto. Bajo el castaño que nos abrigaba tan escasamente, el señor Delalieu no nos hubiera dejado si no hubiera sentido de manera entrañable lo que estaba ocurriendo en ese momento entre dos chiquillos que intercambian confidencias con esta solemnidad, grave e intensa, que inspiran los grandes duelos.
      —¿Sabes, Jeannot? Antes éramos amigos. Ahora somos como hermanos… Tú, perdiste a tu mamá. No se lo habías dicho a nadie en la escuela. Excepto a mí. Así que, durante quince días, mamá y yo fuimos cada mañana y cada noche a la mina. «Mientras haya esperanza, tal vez haya vida», decía mamá. Luego, un día, me dijo: «No debemos ir más a la mina, Attilito. Todos los amigos de tu papá murieron. Y tu papá también…». Es por eso que somos hermanos ahora…
      Cuando volvimos al aula, el señor Delalieu estaba parado junto al pizarrón. Les pidió a los alumnos que se levantaran; Attilio y yo atravesamos el salón de un extremo a otro hasta el primer banco, el de los «chaparros», el del «macaroni y de su enano», el de «los dos chiquillos de pequeño formato», caminando entre nuestros compañeros, que estaban de pie y guardaban silencio.
      Nos sentamos. El señor Delalieu siguió con su lección:
      —Tuvimos que esperar del ocho hasta el veintitrés de agosto para asegurarnos de que no había ningún sobreviviente en el fondo de la mina. El papá de Attilio murió junto con sus compañeros en el incendio del Bosque de Cazier. Hoy les pido a todos nunca más llamar a Attilio macaroni. Y también les pido respetar al que siempre ha sido su amigo desde el primer día que pisaron esta escuela. Y si sorprendo a uno de ustedes desobedeciendo mis órdenes, ¡les prometo que va a pasar un muy mal rato!
      El señor Delalieu se ponía muy colorado cuando se enfadaba de veras, y así sabíamos que no estaba bromeando, que estaba realmente enojado.
      Por la noche, en casa, le conté todo esto a papá: la catástrofe de la mina, la muerte del padre de Attilio, la ira del señor Delalieu. Desde que murió mamá, nunca volví a ver a papá sonreír ni mostrar felicidad por lo que fuera. Estábamos sentados en lados opuestos de la mesa de la cocina. Papá había calentado una lata de sopa y estábamos comiendo en silencio. Nunca teníamos nada que decirnos. Excepto aquella noche. Yo ya no estaba solo, tenía un amigo. Tenía ganas de decirle también que él ya no estaba solo en su luto. Ya no recuerdo cómo pude expresarle este consuelo que yo deseaba para él. Por primera vez, desde lo alto de mis siete años, había tratado de consolar a mi papá.
      A la mañana siguiente, al llevarme a la escuela, papá me tomó la mano. Teníamos que recorrer la calle Pouplier, que corría a lo largo de la vía del tren de la mina; a continuación, había que cruzar la pasarela que dominaba los andenes de la estación, antes de que me dejara caminar solo hasta la escuela. Aquella mañana, se inclinó hacia mí, supuestamente para apretar mi bufanda, y me dijo:
      —Jeannot, nunca debes olvidar lo que aprendiste ayer, nunca.
      En ese momento pensé que estaba evocando la catástrofe minera. Hoy sé que hablaba de la fraternidad universal. Se había dirigido a mí como se le habla a un grande. Asentí con aire cómplice. Alcancé a Attilio cerca del castaño y sacamos de nuestros bolsillos unas cuantas canicas de vidrio.
      El señor Delalieu recorría el patio de recreo con su ceño severo. Los más altos nos dejaron en paz. Jamás volvieron a tildar a Attilio de macaroni.
      La vida nos separó, a Attilio y a mí. No sé qué fue de él. ¿Habrá vuelto al pueblo de sus padres, al igual que algunas de las familias devastadas por la catástrofe del Bosque de Cazier? ¿Fue también a trabajar en el fondo de una de esas minas que estaban empezando a cerrar en las cuencas hulleras de Valonia? A veces tecleo su nombre en Qwant, el motor de búsqueda. Aparecen nombres, pero nada corresponde al «perfil» que podría tener en la actualidad.
      En internet también descubro imágenes de los migrantes de hoy en día. No logro determinar en qué son ellos distintos de aquellas familias que vivían en barracas improvisadas a orillas de los terrenos de acopio de las minas, en Frameries, Marcinelle, Mont-sur-Marchienne, Couillet, Dampremy, Châtelet, Charleroi, Wibeauroux, Fleurus… Los mismos rostros atormentados por el miedo, miradas de espanto, niños temblorosos. Las barracas de madera se han convertido en contenedores, tiendas de campaña, o en nada.
      Luego, la internet comunica también cifras, las que, bien que mal, contabilizan a los muertos y a los desaparecidos. Si se utiliza como unidad de medida el número de víctimas del Bosque de Cazier, ¡ya hemos experimentado varios centenares de Marcinelle!
      Apago la pantalla de mi computadora.
      Me pregunto si Attilio recuerda la fraternidad infantil que nos unía en 1956, él, un macaroni, y yo «el chaparrito», cuando nos rechazaban los niños más alto.

Traducción del francés de Françoise Roy

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