El cruce de los caminos / Natalia Litvinova

 

I went to the crossroad, fell down on my knees
Robert Johnson

El cuerpo es un vehículo que nos arrastra
hacia el pasado. Hoy me condujo 
al lago de mi infancia: hacía calor, 
las mujeres se escondían bajo las sombrillas
y los niños en los árboles. 
Mi padre se levantó y caminó hacia el agua. 
Vi su espalda, como la de un soldado que marcha. 
El agua lo cubrió por completo.
No pude salvarlo desde acá,
sólo contemplé el trazo de su figura.

Una mañana de septiembre
me tomó de la mano y bajamos
por una calle que no conocíamos.
Vimos una casa parecida a la de la abuela,
doblando hacia la derecha estaba el mar. 
Nos quedamos quietos
en el cruce de los caminos. 
Me pregunté a dónde podríamos llegar
si todas las direcciones 
parten de la memoria.
Hay un desfasaje entre la vida y los labios.
Ahora detengo este momento. 
El viento se levanta y trae a la casa
el rumor de la arboleda. 
Cuando el tiempo recobre su ritmo natural
el susurro de las hojas habrá muerto.

No hubo mar. Seguimos caminando de la mano, 
nos detuvimos frente a un gato 
que se lamía bajo el sol pronunciando
mi nombre en su mirada. Cuando era niña,
mi padre hablaba con la lluvia 
y sus frases la cortaban por la mitad. 
Una parte quedaba por encima de sus palabras
como si regresara al cielo
y la otra se concretaba en la caída.

¿Cómo desaparecieron el mar
y la casa de la abuela? 
Cuando los vivos van hacia la muerte,
como un remolino,
lo arrastran todo.

Para un funeral la abuela bordó
un manto tan hermoso
que el pueblo marchó tras el ataúd 
para admirar el tejido de cerca.
Al saber que era obra suya,
fue pretendida por dos hombres,
un rubio y un pelirrojo se enamoraron de ella.
Entonces les dijo: el que encuentre
la flor del helecho me tomará por esposa.
Ambos corrieron hacia el bosque. 
A uno lo encontraron bajo la nieve
y el otro huyó.

Él yace en el hielo, otra nieve lo cubre. 
Mueve los dedos y la mano responde de a poco. 
Como un caballo que lucha por salir
de un lago que se congela. 
Brilla la nieve en los ojos del animal
mientras se apaga en los del hombre.

Los animales presienten su muerte. 
Cuando mi abuela se acercaba con el rifle,
el cerdo cerraba los ojos 
y los abría por última vez.
Con pupilas en forma de pica
hería sus propios párpados.

Llevo mi mano hacia el pecho
para mostrar donde me duele.
En el hospital me tocan con ternura.
El médico dice:
no es grave, vas a vivir.
Le pregunto cómo.

La enfermera entra y apaga la luz, 
toma mi mano y me lleva a su cuarto, 
abre un cajón y me muestra los relojes
que les roba a los enfermos. 
Le digo que tengo miedo porque voy a vivir. 
Todos vamos a vivir en algún momento, 
responde.

Robamos el auto de mi padrastro 
y vamos hacia el mar. 
La enfermera dice que para curar el corazón 
el viento marino debe atravesar el hueco,
los hilos de sal le harán un parche.

El mar tiene furia como cada cosa 
que no sabe vaciarse de recuerdos.
Entro, lo profundo es egoísta.
El viento me trabaja el músculo
y en mi boca baila la náusea. 
La sal expulsa lo dulce que hay en mí.

Nos alejamos de la playa,
brilla como un jardín abandonado. 
Ignoraba que mis recuerdos
podrían construir la realidad.
Navego hasta la casa de la abuela
a través del agujero de mi pecho.

Ella me pide que le enseñe mi parche,
le divierte adornarlo con flores, cintas
y la trenza de mi madre. 
Pero se duerme antes de empezar. 
Su nariz en mi herida
hace que la cicatriz respire.

Comparte este texto: