Chapstick / Denise Phé-Funchal

Lo único que no detesto del ritual de ser mujer es el chapstick. Olga y papá entienden mi rechazo a los pomos multicolor colocados sin orden alguno en el baño.

      Son las seis cuarenta. Mamá no tardará en llamarme al comedor. Debo ser bella. A mamá le importa mucho que me vea regia como ella, aunque me tome más de una hora frente al espejo arreglar los imperfectos que a Dios se le ocurrió heredarme de papá. Me gustaría decirle a mamá que me gusto como soy, aun con las anchas caderas que ella me recrimina, pero es imposible. La última vez que se lo dije me encerró en la alacena bajo las gradas, con varios botes de yogurt y algunas botellas de agua por dos días. Cuando mamá se descuidaba, Olga y papá se acercaban a hablarme, intentaban calmar mi llanto, me decían que mamá no es eterna y que en algún momento podré ser libre y quedarme sólo con el chapstick.
      —¡A comer! —grita mamá, y ya sé que me espera el tradicional bol de granola con leche descremada, el jugo de naranja combinado con toronja para que mi cuerpo no retenga líquidos, media tostada plana y seca. Nunca he probado los huevos. Mamá dice que tienen mucha grasa y que el colesterol es dañino, que pueden pararme el corazón.
      Mamá me ve fijo. Sonríe por un momento mientras determina si mi rostro es una obra de arte.
      —Ojos, bien. Cejas, depiladas y peinadas. Un poquito más de corrector sobre la pendiente de la nariz para dar la impresión de ser más recta —la expresión de mamá cambia y se vuelve terrible al descubrir un vello escondido entre el maquillaje de mi barbilla. Me grita y dice que eso no es perfecto, que vuelva al baño, que me lave la cara completamente y que recomience el ritual.
      Así llegue tarde a la universidad. Mamá prefiere que vaya perfecta. Además, no desayunar me ayudará a mantener la figura.
      Olga y papá son invisibles para ella. Intentan hablarle, pero se ha peleado con ellos y los ignora desde lo de Silvia.
      —¡No llorés! —me dice—. Subí y te quiero de vuelta perfecta. Cambiate esas medias de una vez. ¡Qué vergüenza! ¡Pareciera que nunca te he enseñado que el otoño no se usa con esos colores!
      Me gustaría decirle que a mí me gusta así, que estas medias moldean mejor mis pantorrillas gruesas, pero es inútil. No es temporada para este color. Mamá tiene razón.
      Veo sobre el tocador las cosas de Olga, que ya se ha ido. Me quito la blusa, tomo el tubo de crema. Nunca me he acostumbrado al olor, pero sigue aquí porque es la preferida de Olga. En uno de los algodones de color pastel pongo un poco, y la paso por mis mejillas. Cómo pude obviar el vello. Debo recordar siempre los lentes de contacto antes de comenzar.
      Olga tenía quince cuando yo nací. En medio estaba Silvia, que murió de tuberculosis el año en que yo cumplí cinco. Antes de esa época yo no jugaba a las muñecas como mis hermanas. Papá me llevaba al campo y sembrábamos árboles en el terreno de la abuela.
      Silvia cayó enferma el día de mi cumpleaños. Comenzó a toser sin parar cuando lloraba. Mamá la encontró en un acceso de tos y principios de fiebre tirada sobre la alfombra. Me culpa, me recrimina por romper la muñeca rubia de mi hermana. Dice que eso la puso triste y la debilitó, era su muñeca favorita, la muñeca que mamá le compró al nacer. Salí corriendo y me escondí en el estudio de papá.
      Ya no comimos pastel.
      Olga me encontró y me dijo que no era mi culpa, que seguramente había sido uno de los clásicos berrinches de Silvia, ya se le pasaría y que a mamá no le hiciera caso. Silvia era su consentida. Papá nos encontró en un abrazo y pasó su mano sobre mi cabeza.
      —No es nada —me dijo—, sólo tené más cuidado.
      —La crema no logra nunca quitar totalmente los residuos de maquillaje —dictaba mamá mientras la veíamos realizar su ritual—. Tarde o temprano se acostumbrarán a los baños llenos de botes y cremas. Recuerden que es muy importante tener siempre una buena apariencia. Especialmente tú, Silvia, que tienes el mismo cutis que yo, no debes olvidar nunca que después de quitarte el maquillaje tendrás que lavarte la cara con un jabón especial para tu tipo de piel, pasarte el tónico, esperar que seque y luego… —mamá explicaba el ritual nocturno y nos exponía las diferencias con el matutino.
      Silvia quedaba hipnotizada ante la belleza y las lecciones de mamá, y mamá embelesada con los cabellos, los ojos, la boca, la piel de Silvia. Papá, que sabía cuánto nos aburríamos Olga y yo, aparecía en la puerta del baño y nos decía que le acompañáramos en bicicleta a cualquier parte.
      Siempre pensé que solamente Silvia usaría maquillaje. Olga sólo usaba crema.
      He completado la fase de desmaquillaje. Tomo las pinzas y arranco el vello de la discordia. Abro un pomo de crema rosada. Ésta nunca la comparto con Olga; su piel es tan distinta a la mía. Esparzo un poco en los dedos y me doy un masaje circular para que estimule la irrigación de mi piel.
      Silvia se recuperó por unos días. Volvimos a jugar, fuimos todos con papá a ver a la abuela y comimos tirados en la grama. El sol caía sobre el rostro de mamá, pero no la iluminaba; estaba tan cansada por los días que pasó junto a Silvia. Esa noche, al volver a casa, Silvia recayó.

La vecina, que venía de un pueblo más allá del de la abuela, llevó a un señor que pasó un huevo de gallina a pocos centímetros del cuerpo de mi hermana mientras oraba. El médico dijo que había algunas medicinas, pero que ya nada funcionaría; el sacerdote que solamente un milagro podría, que la paz del paraíso, y preguntó si la niña estaba bautizada. Mamá tenía cara de esperanza con el señor del huevo, se soltó en llanto ante el médico, le pegó al sacerdote y lo echó de casa. Nunca más pusimos un pie en una iglesia ni en una consulta médica. Silvia se tornó pálida y mamá la maquillaba para que guardara la apariencia rozagante.
      Mi rostro ha absorbido la crema. No debo olvidarme de aplicar más corrector en la nariz. Mis vellos son persistentes; reviso que no quede ninguno. Mamá los detesta. Silvia murió tres semanas después de mi cumpleaños. A partir de ese día mamá me dice Silvia.
      Mamá deambuló por la casa buscando las cajas con las cosas de Silvia cuando tenía mi edad. Sacó los juguetes y los vestidos llenos de naftalina, le pidió a doña Rosa que los lavara y que luego tomara el dinero que le dejaba sobre la mesa y se fuera, que no volviera más, ella se ocuparía de todo.
      Olga y papá cayeron enfermos, pero no se fueron. Mamá peleó con ellos desde ese momento y continúa ignorándolos. Muchas veces la espié cuando lloraba sola en la sala, con una foto de Silvia entre las manos mientras recriminaba a papá y a Olga haber llevado la tuberculosis a casa cuando ofrecieron un vaso de agua y comida a aquel mendigo.
      Mamá me obligó a usar la ropa de Silvia, dejó crecer mi cabello y lo alisaba para que mi apariencia fuera lo más cercana a la de mi hermana. Siempre que estaba a mi lado repetía: «¡Silvia, querida! ¡Qué hermosa!».
      Extrañaba a papá, la bicicleta, los árboles en casa de la abuela, las carreritas con Olga. Pero mamá me necesitaba y, aunque ellos le alegaran, los ignoraba, nunca los escuchaba. El método de papá de hablarle al oído mientras dormía no funcionó.
      Mamá compró una casa en otro lado. Decidió inscribirme en una escuela para señoritas. Tuve que aprender a ser una niña de verdad. Tuve que aprender el ritual.

La habitación de Silvia fue trasladada exacta. Todo lo demás lo vendió. Dejó de dormir en la cama matrimonial. Antes de quedarse sola en la habitación de Silvia, me hizo dormir con ella mientras la mía era transformada en una copia exacta de la de mi hermana.

Olga se ponía furiosa, entraba en mi cuarto cuando lo estaban cambiando, botaba las cosas de los estantes, tiraba los muñecos, la pintura sobre la alfombra una y otra vez. Varios grupos de trabajadores que mamá había contratado para cambiar la habitación no volvieron más, y mamá lo hizo ella sola a pesar de que papá comenzó a actuar como Olga. De nada sirvió.
      Cada cierto tiempo mamá cambia las habitaciones según Silvia crece. Cuando tengo ganas de desordenar, tengo que copiar el desorden de mamá. Olga o papá me ayudan. Es el único juego que nos queda ya.
      Difumino el corrector. Confirmo haber puesto un poco más en la nariz. Debe verse recta. Abro el pomo de base, tomo la esponjilla, le pongo un poco de producto y lo expando sobre mi piel.
      —Debe verse natural —me decía mamá cuando cumplí doce y comenzó a explicarme el ritual.
      —El truco es hacer creer que no llevás maquillaje, buscar un look natural. Contigo vamos a tener trabajo —siempre me decía lo mismo antes de explicarme el truco del maquillaje por centésima vez.
      Mi cuerpo también fue de preocupación para mamá.
      —¡Qué lata con vos! ¡No te salen los pechos ni las nalgas!
      Mamá fue subiendo el relleno de mi sostén. La cadera amplia pero de nalgas planas fue moldeada por trucos de telas, y de vez en cuando un calzón con relleno. A los doce también se acabaron los dulces y los chocolates. Llevo siete años de dietas y ayunos. Nunca logro el peso ideal.
      Sigo los consejos de mamá. Sombras gris plateado en combinación con la minifalda, delineador negro con destellos de plata para conquistar, máscara gris oscuro para acentuar las pestañas…
      Tengo las mismas pestañas que Olga. Olga se fue hace unos meses, se presentó de madrugada en mi habitación, se sentó en el borde de la cama, se despidió y salió por la ventana. Dijo que no podía más con mamá, que catorce años de lucha invisible la habían agotado. Tenía que evolucionar.
      Papá sería entonces el único fantasma en casa.
      Me pongo de nuevo la blusa celeste. Doy un paso fuera del baño y recuerdo que no me he cambiado las medias. Voy a mi habitación. Busco en la cómoda blanca en la que las guardamos. Encuentro unas Verano. Me dan ganas de orinar, vuelvo al baño. Me quito los zapatos de tacón, subo la falda evitando arrugarla y retiro las medias para luego cambiarlas.
      Me dirijo al inodoro y veo el espectro de papá cerca de la puerta que me sonríe.
      —Dale, oriná. Yo voy a distraer a tu mamá para que lo hagás en paz.
      Papá desaparece. Antes de orinar, recuerdo aplicarme chapstick.
      Escucho a mamá maldecir en la cocina. Tengo tiempo. Puedo liberarme de estos malditos calzones que atrapan mi pene y orinar como hombre.

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