La pluma fuente y la computadora / Eduardo Chirinos

En julio de 1992 leí la noticia en un cable: por decisión testamentaria, los manucritos inéditos del poeta Eugenio Montale se publicarían a razón de un libro cada seis años. La noticia iba acompañada de un breve poema llamado «Nel Duemila», que testimonia el temor por la llegada del 2000, un milenio que a juicio de Montale «se aproxima como una amenaza a la libertad del hombre». Reproduzco el poema en la versión en español de Horacio Armani:

Estábamos indecisos entre
la exaltación y el miedo
cuando supimos que el ordenador
reemplazará a la pluma del poeta.
En cuanto a mí, no sabiéndolo
usar, me conformaré con fichas
que ahonden en los recuerdos
para después reunirlos al azar.
Y ahora, qué me importa
si la inspiración decae:
conmigo está finalizando una era.

Como suele ocurrir con las traducciones cuando ignoramos el original, mi recuerdo hizo suya la versión en español del poema, con excepción del último verso, cuya música en italiano es una fiesta para el oído: «insieme a me sta finendo un’era» (1). El poema no sólo reforzaba mi antipatía por los ordenadores (que en Lima llamamos computadoras), sino que le otorgaba dignidad literaria a mis prejuicios: esos artefactos podrían programar los avances de la ciencia y las comunicaciones, pero nunca reemplazar la pluma del poeta. Mi escasa experiencia con las computadoras, sumada a un temor casi reverencial por los artefactos electrónicos, me aferraba a mi vieja máquina de escribir comprada en un baratillo del Rastro madrileño. Le tenía cariño a esa máquina que sabía tanto de mí como yo de ella: habíamos viajado juntos a todas partes y accedía sin protestar a mis demandas. Nuestra relación, además, era perfecta: ella se adaptaba al ritmo del pensamiento, y a mi llamado sus «treinta redondas blancas» se alzaban —como en el poema de Salinas— «desde siglos / todas iguales, distintas / como la olas del mar».
            La llegada del 2000 no la viví como una amenaza, sino como un accidente del calendario que no alteraría para nada mis métodos de trabajo. Al menos eso creía, hasta que cayó en mis manos el poema de Montale. He confesado mi simpatía por la humilde arrogancia que supone el apego a la pluma frente a las comodidades que ofrece la computadora, pero pronto caí en la cuenta de que yo nunca había usado pluma, y que uno de los grandes misterios de mi infancia era ese agujero en la carpeta, que —según me explicaron después— servía para introducir la pluma y mojarla en el tintero. Entonces usaba bolígrafo (que en Lima llamamos lapicero) y me imaginaba a los poetas con una pluma de ganso esperando bajo la ventana a que apareciera la inspiración. Desterrado el prejuicio de que los poetas escribían con pluma (y que la inspiración venía por la ventana), no tardé en reparar en que el uso de la máquina de escribir me delataba como «moderno» en relación con aquellos que utilizaban la pluma y veían esas imponentes y ruidosas máquinas de metal con la misma sospecha con la que Montale veía las computadoras. Ahora no puedo sino sonreír ante el sarcasmo de Juan Ramón Jiménez cuando comentaba que no había podido acostumbrarse a usar pluma estilográfica, que no sabía escribir bien con ella y que esperaría a que Salinas le dedicara una poesía a ver si entonces se decidía. La ironía ha perdido efecto, no su posición conservadora frente a las nuevas «tecnologías de la palabra», que vio con un rechazo parecido al desdén (2).
            ¿Se habrá detenido Juan Ramón a pensar que la aparición de la escritura fue una revolución tecnológica más radical que la de una modesta pluma estilográfica? La novedad tecnológica de ayer es el refugio conservador de hoy. Más de una vez me he sorprendido defendiéndome de aquellos que en nombre de no sé qué nostalgia me miran con reprobación cuando confieso que escribo de frente en la computadora. Quiero suponer que escribir poemas a mano (como lo hace mi buen amigo Carlos López Degregori) supone, más que un resignada fidelidad a viejas tecnologías, la búsqueda de un espacio privado que aleje al escritor de los ruidos del mundo y lo acerque a los movimientos del cuerpo y al dibujo rápido y caprichoso de la letra. En mi caso, escribir en la computadora (el lector ya habrá adivinado que dejé abandonada mi vieja máquina de escribir) supone la posibilidad de ver aquello que escribo tal como lo imagino en su versión impresa.
            Gracias a la computadora, el acto mismo de escribir hace el milagro de convertirse en el acto de editar; y no sólo eso: a diferencia de los espacios visuales ofrecidos por la hoja del cuaderno o el papel que gira en el rodillo de la máquina de escribir, la «página» de la pantalla sube y baja a voluntad del escritor-lector, dejando intacto el marco que configura su límite. ¿Ese condicionamiento material influye necesariamente en la escritura de poemas? Uno tiende a pensar que no, que se trata del simple reemplazo de una herramienta por otra, pero del mismo modo que los modernistas se adaptaron al formato de las columnas del periódico condensando los poemas y ganando en hondura (y en el conocimiento del público, como lo recuerda Ángel Rama), el marco de la pantalla configura el formato del poema otorgándole dominio al ojo creador. No estoy hablando aquí de «poesía cibernética», sino del modo en que los medios productivos actúan sobre la intimidad del escritor y desafían su sistema creativo. Tampoco insinúo que el uso de las computadoras haga «más modernos» los poemas que aquellos escritos a mano o a máquina de escribir; sólo quiero constatar que los que hemos cumplido la mayoría de edad atravesando el milenio, hemos tenido la suerte de recorrer en pequeña escala los momentos decisivos de la historia de la escritura: empezamos rumiando los poemas, diciéndolos a solas o ante un público muy íntimo, después los escribimos a lápiz o a lapicero para luego usar la máquina de escribir, y de allí —si los prejuicios no lo impiden— a las computadoras.
            A veces me asalta la sospecha de que este avance tecnológico no es más que un retorno circular al pasado, al uso de los rollos de papiro que —como lo recuerda Alberto Manguel— tienen las mismas desventajas que las computadoras «porque nos presentan una porción del texto a la vez, mientras lo “enrollamos” hacia arriba o hacia abajo» (3). Las nostalgias también retornan. ¿Habrán sentido los viejos escribas que, con el reemplazo de las tablas de arcilla por los rollos de papiro, terminaba una era?.

 

(1) Se trata del único verso no traducido por el cable. Transcribo aquí el original italiano: «Eravamo indecisi tra / esultanza e paura / alla notizia che il computer / rimpiazzerà la penna del poeta. / Nel caso personale, non sapendolo / usare, ripiegherò su schede / che attingono ai ricordi / per poi riunirle a caso. / Ed ora che m’importa / se la vena si smorza / insieme a me sta finendo un’era».

(2)  El concepto «tecnologías de la palabra» viene de Walter J. Ong (Oralidad y escritura, Fondo de Cultura Económica, México, 1987).

(3)  Una historia de la lectura, de Alberto Manguel.(Alianza Editorial, Madrid, 2003, p. 186).

 

 

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