Despertar / Ana García Bergua

Cuando abrí los ojos, estaba caminando por una carretera y no sabía por qué ahí. Hacía muchísimo frío, yo traía una camisola de lana demasiado grande, además de pantalones de mezclilla. Pensé que era un sueño y seguí caminando sin saber a dónde, buscando quitarme el frío. Me hurgué en los bolsillos; traía algunas monedas, ni celular ni nada. Los coches pasaban raudos, me pregunté si debía parar alguno, pero sentí miedo. Encontré un letrero por fin: caminaba por la carretera de Cuernavaca, en dirección opuesta a la Ciudad de México. Tomé el camino de regreso hacia mi casa. Quizá en lo que llegaba me despertaría.

Caminé y caminé pensando que al despertar me dolerían mucho las piernas. Pasé la caseta, nadie se fijaba en mí. Encontré un teléfono público, marqué el número de casa. Una voz me contestó, una muchacha. Soy yo, le dije, no sé qué hago aquí, pero estoy en la salida a Cuernavaca. ¿Quién, yo?, me dijo. Nora, contesté. Me colgó diciendo que estaba equivocada. Metí más monedas, volví a marcar. ¿No está Juan? No está, dijo la misma voz, ¿quién lo busca? Nora, insistí. ¿Quién eres? Sandra, respondió. Sandra, mi hija, tenía cinco años. ¿Cómo Sandra?, pregunté. Volvió a colgar. Me dio angustia pensar quién estaría con Sandra. Se me habían terminado las monedas, tenía las piernas entumidas, me sentía sucia. No me despertaba, no me quedaba más remedio que caminar.

Vivía en la Villa Olímpica. El camino se me hizo una eternidad, pero llegué por fin a mi casa. Llamé por el interfón, me pidieron mi nombre. Nora, grité, soy Nora. Qué Nora, insistían. Pues yo, Nora. No me abrieron. Me senté en la escalera, estaba agotada, empecé a llorar. Escuché que alguien bajaba corriendo del interior y abría la puerta. Era Juan. Estaba muy cambiado. Me miró con espanto y exclamó mi nombre. ¿Qué pasa?, le pregunté, no entiendo qué pasa. Hoy amanecí caminando por la carretera. Traté de abrazarme a él, pero pareció asustarse. Se echó hacia atrás. Me puse a llorar, me dolía todo el cuerpo. Me indicó que pasara. Subimos las escaleras, no llamó el elevador. Yo tenía miedo de que la niña me viera así.

¿Dónde está Sandra?, pregunté al entrar a casa. Una jovencita salió de su cuarto. Se nos quedó mirando a mí y a Juan, con curiosidad. Juan asintió, como si ella le hubiera preguntado algo y él respondiera. ¿Eres mi mamá?, preguntó al fin. Me di cuenta de que la casa estaba muy diferente. Juan se dejó caer en un sillón de la sala sin dejar de verme con incredulidad. Sandra hizo lo mismo. Sentí vergüenza de sentarme en el sillón, como si fuera la casa de alguien más. Al parecer había pasado mucho tiempo. ¿De dónde vienes?, preguntó Sandra por fin. De la carretera, respondí, hoy abrí los ojos y estaba en la carretera.

Escuché el ruido de la puerta abriéndose. Una voz de mujer anunció que ya había llegado. Era joven, muy guapa. Venía vestida como de oficina, con las llaves del coche en la mano. Las dejó en la mesa. Nos miró intrigada. Juan reaccionó como si se viera obligado a explicarle. Ella es Nora, le dijo. La mujer me miró con la misma incredulidad que los otros. Me dijo que ella era Andrea. Mi esposa, añadió Juan. Tuve mucho miedo. Me iba a levantar para verme en un espejo, pero preferí no hacerlo. Estaba temblando. Ayer yo vivía aquí y Sandrita tenía cinco años, alcancé a decir. Hoy abrí los ojos caminando en la carretera. Andrea y Juan se miraron. Alcanzaron a comunicarse algo. Andrea me dijo que me tranquilizara. No te preocupes, te prepararé un té. Me puso una mano en el hombro, un intento de contacto. Al parecer les daba asco. Pensé en pedirles permiso de bañarme en mi propio baño. Juan llamaba por teléfono a un doctor Balboa.
Sandra parecía estudiarme muy atenta. No se decidía a creer que yo era yo. Le pregunté qué había pasado, pero me contestó con aspereza. Eso quisiéramos saber nosotros, dijo. Andrea salió de la cocina, me dejó un té en el brazo del sillón, abrazó a Sandra. Sentí rabia de que me trataran así y no explicaran. Sandra me volvió a preguntar dónde había estado. Parecía desconfiar. Yo era muy chica, insistió. Te juro que no sé qué pasa, insistí a mi vez. Hoy abrí los ojos en la carretera. Juan seguía en el teléfono; decía «muy sucia», «como ida», «maltratada», «vieja». Decidí irme a dormir. Si era un sueño, quizá despertaría. Me levanté sin decirles nada. Hicieron como si me fueran a detener, pero se frenaron cuando me metí en la habitación. Me acosté en la cama, una cama muy distinta de la mía. Las piernas me dolían demasiado.
Abrí los ojos por fin, despierta. En mi casa, en mi cama. Sentí un gran alivio. Juan ya se había levantado, sería tarde. Salí al comedor un poco mareada, eran como las diez; había dormido mucho. Estaba segura de que era domingo. Quería contarle a Juan lo que había soñado, me sentía cansada. Él estaba con la niña en el comedor, desayunando cereal. Parecían ensimismados, jugaban con algo que venía en la caja, bromeaban. Qué crees que soñé, le dije a Juan, algo rarísimo. Los dos levantaron el rostro al mismo tiempo. Por un instante, reconocí las mismas miradas, la misma extrañeza. Sentí pavor. Me salí sin despedirme y eché a andar.

 

 

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