«Somos mitómanos valientes»: Michel Marc Bouchard / Verónica López García

Quebec, la moderna provincia canadiense de hoy, manifiesta su fuerza e independencia gracias a la cultura que ahí se produce. No siempre fue así. Hasta la primera mitad del siglo xx, Quebec limitaba su actividad cultural al ritual de la liturgia católica. A esa época, llamada La Gran Negrura, sobrevino un movimiento que consiguió hacer a un lado al catolicismo. Durante los años sesenta, junto con la revolución sexual y la nacional, Quebec vivió su Revolución Tranquila, movimiento anticatólico que fortaleció a la sociedad pero que también reveló grandes vacíos. Uno de los más importantes era el de la identidad: había que construirla desde un presente cuyo pasado no remitía al orgullo, sino a una sucesión de dominaciones. Michel Marc Bouchard es un dramaturgo quebequense que ha convertido el escenario en una de las principales palestras para la discusión y conformación de su identidad, no como un acto nacionalista, sino a partir del libre ejercicio de la escritura. La dramaturgia de Bouchard hurga en la genealogía personal y cultural desde la que ha contribuido, además, a la renovación de su propia lengua, el francés québécois.
      Los paisajes de ciudades cosmopolitas como Montreal y Quebec ilustran mayoritariamente el imaginario que tenemos de esa enorme región geográfica. Sin embargo, Quebec es una provincia que incluye universos rurales cuya cultura sigue apegada a la tierra y en donde los lazos familiares mantienen un gran poder. En esos espacios ubica Bouchard sus orígenes creativos.
      Quebec, colonizada por franceses católicos, mantuvo una mentalidad tradicionalista hasta los años sesenta. Síntomas del conservadurismo y el poder de la Iglesia se manifestaban no sólo en el ejercicio del gobierno, sino también en el idioma, en el francés del siglo xvi que se habló hasta avanzado el siglo xx. Para Bouchard, la urgencia por la reconstrucción, luego de la Revolución Tranquila, era grande. Heredero de movimientos pacíficos en su estrategia de transformación, pero violentos en su origen y sentido de cambio, recibe la estafeta revolucionaria de sus padres para dar rumbo a las renovaciones con las que creció.
      Gracias a plumas como la de Bouchard, el teatro quebequense es claramente moderno y goza del reconocimiento internacional. En la actualidad, alrededor de 200 compañías profesionales presentan un teatro con dramaturgias originales en su mayoría. La obra de Bouchard ilustra dolorosos paisajes creativos que construyen las mitologías del siglo xxi: «Destrozó el bello rostro de Paul. Lo vi todo. No levanté un solo dedo. Mientras lo veía sufrir, lo escuchaba berrear, no lo defendí. No hice nada. Creo que nunca hay que decir la verdad. Nunca», dice un personaje muerto de Tom en la granja. Para Bouchard, cuando se es homosexual el amor se manifiesta así, en el silencio que hace sangrar los labios, que lacera, pero sobre todo, miente.

El teatro: mi genealogía
Vengo de una tradición de cuentistas distinta de la literaria. Es algo más primitivo, casi africano. La región de la que provengo está demasiado aislada. La gente vive y trabaja en el bosque, por lo que toda la cultura y la historia viven en la oralidad. Crecí en medio de mujeres que contaban cosas. Ésas fueron las voces que me llevaron al teatro. Sólo quería dotar de voz a lo que me parecía seguir escuchando. En la universidad abrieron un curso sólo para mí, que consistía en hacer una adaptación para teatro de Cien años de soledad,de Gabriel García Márquez. Dormía entre la genealogía cartográfica de Aureliano Buendía. El resultado fue la obra Los castaños, que escribí en un año de sufrimiento. Sin embargo, en Cien años de soledad entendí todo mi pasado. Mi abuela era como Aureliano: se casó en cuatro ocasiones, siempre con viudos. Cada boda daba una «camada» diferente. Mi familia creció así, en un catolicismo de multiplicaciones incomprensibles. García Márquez me dio el valor para demostrar que, como en un pequeño pueblo de Colombia, en mi lugar de origen, Lac Saint-Jean, también era posible fundar una nación. En mi familia, la mitología social se diversifica en todos los niveles educativos y socioeconómicos. Hay leñadores, obreros y cardiólogos, de todo. Veo a mi familia como la fauna musical polifónica que me llevó a la escena. No veo la representación, la escucho. Todo es voces, y el teatro es el que me permite hablar/escuchar.

La creación de una lengua
Había que definirnos, saber quiénes éramos. En Quebec, además, hablábamos otra lengua. Un francés añoso que había que modernizar más allá de los anglicismos que naturalmente se incorporaron. Nuestro teatro nos colocaba más cerca del teatro de la oralidad que del literario. Había que escribir. Intenté ubicar mi dramaturgia en Quebec, incluso mis grandes obras como Los endebles o El viaje de la coronación interrogan el sentido épico que tenemos y su lírica, a la cual nunca tuvimos acceso ni derecho. Todo eso había sido importado. Quería que se escuchara nuestro idioma para distinguirlo del francés. La tradición popular que se manifestaba en pequeñas compañías era mucho más anglosajona que francófona. Hablábamos francés pero fuimos cortados de Francia durante dos siglos, cuando los franceses perdieron la guerra frente a los ingleses, por lo mismo nuestro idioma era viejo. Yo decidí escribir en un lenguaje que sigue mutando, y no ha sido fácil. Los ingleses, en cambio, tienen una postura más abierta a los dialectos, el americano, el irlandés, el australiano, el hindú, el escocés… Tennessee Williams, por ejemplo, escribió en el inglés del Mississippi y a nadie asombra o pone en conflicto. Nosotros sólo veíamos y escuchábamos la manera en la que los franceses representaban a los clásicos, que era pesadísima y declamatoria. A través del teatro también se fundó nuestra lengua. En el escenario creamos el idioma quebequense. Antes de cumplir 30 años, mis obras ya eran parte del repertorio del Ministerio de Educación. Hoy están traducidas y se montan regularmente en culturas como la japonesa y las escandinavas. Es extraordinario escuchar mi teatro en otras lenguas. He visto dos distintas producciones de mi obra Las musas huérfanas en Alemania, y aun cuando no hablo esa lengua es posible distinguir por el ritmo sonoro, el de los personajes y la reacción del público, si la obra funciona. La primera vez noté que algo no ocurría, así que hicimos retraducir la obra con la idea de que recuperara su soplo, y así fue. El pulso comunicativo fue maravilloso y terminé riéndome de felicidad aun cuando seguía sin comprender el alemán. El teatro es como la música, una pulsión corporal, prehistórica. He visto varias veces Los endebles en Tokio, y funciona. Desde 2002 esa obra se presenta permanentemente con tres distintos elencos que se alternan. Es extraordinario porque el teatro no hace adaptaciones de los universos. Chéjov no puede ubicarse sino en Rusia; Brecht, en Alemania; Shakespeare, en Inglaterra, y yo, en Quebec, en todas las producciones. Es fascinante escuchar a los japoneses decir los nombres de los lugares en francés, porque ahí ocurren las acciones, ahí está el mundo y la lengua en la que escribo, y no es menos universal.

Mentir antes que amar
El desprendimiento cultural de Quebec significó un gran impulso creativo. La Revolución Tranquila, en la que se echó a la religión por la borda, se dio junto con la revolución nacional y la sexual. El combate al catolicismo nos liberó. La Iglesia estaba en todos lados, en la educación, en la salud,
en la familia. Si bien me desarrollé en medio de todos estos movimientos, en el que participé activamente fue en la revolución homosexual. Era increíble cómo después de la represión ideológica y cultural del catolicismo, todos parecían apoyarnos. La comunidad, la familia y el Estado, con ciertas reticencias, encendían una luz verde para que avanzara nuestro movimiento. Después de tantos cambios, lo único que se respiraba era la necesidad de creación. Las puertas estaban abiertas y no había nada, todo lo que éramos estaba por ser dicho, por escribirse, ésa es la gran maravilla del cambio que experimentamos en Quebec. Esa ventana impulsó la expresión artística, la conformación de un pensamiento múltiple. Yo trabajo desde la dramaturgia, y ahora puedo decir que hemos construido un teatro propio, una forma muy diversa de pensar la escena en Quebec. Luego de importarlo todo, ahora un estreno de teatro está en la primera plana de los diarios de Montreal y se anuncia en la televisión nacional. Mi teatro se mueve desde la voz profunda y sobreviviente de una moral que tira hacia atrás aquí y en todas partes. Aun cuando hablo con claridad sobre la apertura de la cultura quebequense, acepto que la homosexualidad sigue siendo una forma triste para la experiencia amorosa. Escribir algunas de mis obras me resulta vital. En Los endebles hablo del amor como lo pensaba a los 22 años, como se manifestaba y me dolía en esa edad y en ese momento. Hoy, Tom en la granja es el resultado de una visión de la homosexualidad con la conciencia que me dan 53 años de edad. Para los homosexuales algunas cosas han cambiado socialmente, pero yo interrogo las fatalidades que se siguen presentando. En Tom en la granja hay una clara dimensión homofóbica. Creo que la aceptación es fácil entre amigos burgueses y educados, pero no hay un solo padre o madre que conozca que deseen que su hijo sea homosexual. Los homosexuales somos mentirosos. Independientemente de la sociedad, todo indica que el primer hombre que ames te rechazará, y no por cuestiones sociales, sino por cuestiones fundamentales. Para intentar acercarte a él, necesitas una estrategia falsa, una mentira. No puedes ser directo. Vas a inventar una justificación para la proximidad y la confidencia, porque todo lo que quieres es tocarlo, sentir la piel de su brazo, la profundidad de su mirada. Queremos estar cerca del amado aun cuando la relación sea violenta, aun cuando recibamos golpes. Tiene que ver también con la violencia conyugal, lamentablemente tan común. Sigo creyendo en el amor, pero es menos romántico porque está la dimensión de la mentira que ya estaba en mi primera obra. Es una desventura, pero yo creo que somos mitómanos valientes.

Alquimia: historia, teatro y cine
En las butacas disfruto del teatro diverso y creativo. Me gustan aquellas historias que parecieran resultado de combinaciones entre Albert Camus con Tennessee Williams, Kafka con Walt Disney, Jean Genet con Pirandello. Shakespeare me gusta, no todo Brecht, y sigo evitando a Molière. Soy un fande los grandes directores italianos: Passolini, Visconti, Antonioni, Fellini, y algunos cineastas japoneses. El cine oriental me dio permiso de explorar un mundo y una poesía muy negros, la relación con la muerte, la cicatriz de la carne.
     Como creador, ahora me ocupo en un gran proyecto cinematográfico que producen los estudios de Bergman con el realizador finlandés Mika Kaurismäki, quien dirigirá la película sobre la reina Cristina de Suecia. Yo escribo el guión, la actriz Sarah Polley encarnará a la reina. Cristina de Suecia es un personaje extraordinario. Gobernó en el siglo xvii y abdicó a los 28 años para convertirse al catolicismo. Renegó de su pasado luterano. Cristina era un ser fascinante, barroco. Era fea y erudita, lesbiana, estaba lisiada, fue amiga de Descartes. Para mí su lesbianismo fue la razón, no revelada, de su abdicación. El rechazo a su boda lo elevó a una declaración real. Renunció a ser tocada. Escribo el guión del filme y también decidí hacer la obra de teatro. Ella es una reina lírica. La película se hará la siguiente primavera, es un proyecto muy caro. La obra de teatro la estrenaré en 2012, ya está programada. También quiero hacer una continuación de Tom en la granja.

 

 

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