México en la poesía de José Emilio Pacheco / Antonio Deltoro

La poesía de José Emilio Pacheco es una síntesis muy depurada y digna de la poesía que se ocupa de México; justamente por ser un destilado tiende a un tono que lleva a nuestra historia a un gris perla crepuscular y contenido.
       El poema a Tlatelolco de José Emilio Pacheco es la contraparte de «El Presidente» de Jorge Hernández Campos; tiene las mismas sequedad documental y sobriedad poética, aunque es menos salvaje y cínico: no es una visión desde el poder. Recogiendo testimonios, Pacheco logra hacer versos que, al borde del ejemplo cívico, no mienten, que dicen la verdad de la otra parte que se opone, a riesgo de la vida, al señor Presidente. En la primera sección del poema utiliza fragmentos textuales de La visión de los vencidos de Ángel María Garibay y Miguel León Portilla; en la segunda, frases literales de La noche de Tlatelolco,de Elena Poniatowska —a su vez recogidas de relatos de sobrevivientes de ambos genocidios.
       «Manuscrito de Tlatelolco» es, desde mi punto de vista, de los poemas sobre esa tragedia, el que más exactamente la capta, pero aquí los versos no desentonan; y no desentonan porque no exaltan, no gritan, sino que dicen el dolor con cierta cortesía muy mexicana: a diez años del 2 de octubre, a muchos siglos de la toma de la Gran Tenochtitlán, con los testimonios de los derrotados, es una forma de decir la rabia que lleva más de quinientos años de ser nuestra. Uno de los méritos de la versificación de José Emilio Pacheco es su capacidad de acoger a la prosa y, con una mínima intervención, hacerla el verso capaz de mostrar la poesía que hay en el tono de voz de un cronista de la tragedia a quien el dolor no enloquece. 
       Los poemas dedicados a nuestro país, del autor de un poema tan patriótico como «Alta traición», suelen ser un relato poético de la historia mexicana, desde la Gran Tenochtitlán a Tlatelolco; crónica de ruinas, amarga, irónica, pero no descarnada, que modera la queja con la sonrisa y que jamás se permite la carcajada ni el insulto. 
       El verso de José Emilio Pacheco es un verso medido no sólo en lo métrico, sino también en el contenido y en el tono, que dice repetidamente lo suyo en lo otro, sin traicionarlo ni traicionarse; sus personajes son un soldado de Cortés, fray Antonio de Guevara, y un mexicano actual —levemente anacrónico, pero muy preocupado por el futuro—, José Emilio Pacheco, que reflexiona sobre ruinas desde una cultura con muchos siglos de ruinas, unas sobre otras —en una época, para colmo, ruinosa.
       A veces este lector se pregunta, leyendo a Pacheco, si no hay cosas en este país para agradecer la vida aunque sea finita, cruel e injusta; cosas dignas de risa y de goce, como muestran no pocos de los poemas dedicados a México de otros poetas. Pero José Emilio Pacheco no les concede su pluma; su México es un México triste y agobiado por la derrota que no recoge el mundo de las visiones, muy mexicanas y sabrosas, que enseñan a vivir con alegría en condiciones difíciles. Esto se debe a que, si bien, como todo poeta, José Emilio Pacheco tiene una raíz paradisiaca, la suya es una republicana, para la que la dignidad, que nace de ser solidarios e iguales, es el paraíso y fuera de ella casi todo es infierno. Lo que le da a la poesía de José Emilio Pacheco su característica es una rara veta utópica-cívica, a la que contrapone tiempos de mala conducta.
       La buena conducta es una hazaña exigente que José Emilio Pacheco practica. Por ejemplo en un poema, que podría ser un autorretrato, José Emilio Pacheco hace una reflexión moral, que se vale de la figura de fray Antonio de Guevara, sobre el intelectual ante un poder (entonces y ahora) inequitativo y violento: 

Fray Antonio de Guevara reflexiona
  mientras espera a Carlos V

   
Para quien busca la serenidad
y ve en todos los seres sus iguales
malos tiempos son éstos,
mal lugar es la corte.

Vamos de guerra en guerra. Todo el oro
de Indias se consume en hacer daño.
La espada
incendia el Nuevo Mundo.
La cruz
sólo es pretexto para la codicia.
La fe
un torpe ardid para sembrar la infamia.

Europa entera
tiembla ante nuestro rey.
Yo mismo tiemblo
aunque sé que es tan sólo un hombre más;
pero ha nacido en un palacio real
como pudo nacer en una choza
de la Temistitán, ciudad arrasada
para que sobre sus ruinas brille el sol
del Habsburgo insaciable.

En su embriaguez de adulación no piensa
que su triunfo derrota a los imperios
y ningún reino alcanzará la dicha
con base en la miseria de otros pueblos .

Tras nuestra gloria bullen los gusanos.
Todo es lucro o maldad.
Pero no tengo
fuerza o poder para cambiar el mundo.

Escribo alegorías engañosas
contra la cruel conquista.
Muerdo ingrato
la mano poderosa que me alimenta.
Tiemblo a veces
de pensar en el potro y en la hoguera.

No, no nací con vocación de héroe.
No ambiciono
sino la paz de todos (que es la mía),
sino la libertad que me haga libre
cuando no quede un solo esclavo.

No esta corte,
no este imperio de sangre y fuego,
no este rumor de usura y soldadesca.

 

 

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