De huesos y polvo / Liliana Mercado

Taller Luvinaria-CUCEA

Así pues, los dioses dijeron entre sí:
     –El cielo ha sido construido, pero ¿quiénes, oh dioses, habitarán la tierra?
     Dicho esto, Quetzalcóatl bajó al inframundo, llegó a donde el señor y la señora  del reino de los muertos, y dijo:
     –He venido por los huesos preciosos que guardas.
     –¿Qué harás tú con ellos, Quetzalcóatl?
     –Los dioses tratan de crear con ellos a quien habite sobre la tierra.
     En ese momento la Muerte descansaba como si durmiera profundamente,  pero sin soñar. Fue entonces cuando llegó a sus oídos la petición más tentadora: un ser humano deseaba morir y regalarle a ella lo que no poseía: un alma.
     No habría de pensarlo dos veces para cerrar aquel magnífico trato, así que no demoró en estar frente a quien hiciera la petición, un hombre que a simple vista no parecía que deseara librarse de tan grande regalo que se le había otorgado: se veía confundido, atareado y distante, sin la menor sospecha de estar siendo observado. Dicen que los muertos no ven, no oyen ni piensan, pero en ese momento el muerto no era aquel que estaba observando al hombre sentado en la banca de aquel parque, y para ser honesta, la Muerte no tenía ningún interés en averiguar quién era él, al fin que eso qué habría de importarle, no dejaría pasar esta valiosa oportunidad, se encontraba ansiosa. ¿Qué no haría cuando regresara al mundo de los vivos? Tenía un boleto directo hacia allá, y estaba sentado en aquella banca; dispondría aproximadamente de unos treinta o cuarenta años si contaba suerte y cuidaba bien del cuerpo que le sería otorgado, ya que aquel hombre se veía saludable y no era muy viejo. ¡Por fin podría saborear tan deseados alimentos, oler las más deliciosas fragancias, su imaginación sería el límite!, pero, sobre todo, podría amar cuanto se pusiera a su paso, y lo único que tenía que hacer era aproximarse al hombre, procurando no asustarlo, por supuesto, y ofrecerle un buen trato. Claro que no le expondría su gran plan, ¡no!, pero sí podía ofrecerle una salida fácil a sus problemas. Por ejemplo, podría ofrecerle una muerte sin dolor esa noche, mientras estuviera durmiendo. Claro que tampoco le diría que los muertos no pueden soñar, capaz que luego se podría arrepentir, sería un pequeño secreto con el que ella podría vivir. O, a lo mejor, le gustaría que su corazón dejara de latir de repente, sin dolor, claro. Tenía una amplia gama de opciones de muerte sin dolor. El hombre no parecía muy sabio ya que una persona sabia no habría de querer quitarse la vida, eso era algo muy claro…, así que ella no tendría que preocuparse de que el hombre preguntara por el futuro de su alma.
     Muy bien, era hora, y no demoraría más planeando. No cabía en sí de felicidad, cada paso que daba hacia el hombre lo daba hacia la vida… Pero… éste no le diría que no, ¿verdad?; se podría arrepentir una vez que la viera. Entonces se detuvo en seco, tenía que asegurarse de que el hombre no se negaría, ya que a ella no le convenía ser vista así por nomás. Decidió adentrarse en sus pensamientos, una facultad que poseen los muertos sobre los vivos; podría sentir qué era exactamente lo que ocurría en su corazón y pasaba por su mente, y fue precisamente lo que hizo. Experimentó la más profunda depresión y desolación, al parecer este hombre en serio no tenía mucho por qué vivir, pensó la Muerte, a la vez que indagaba en su mente. No pudo haber tenido más suerte en la vida… bueno, mejor dicho, en la muerte. Ya había salido de los pensamientos del hombre cuando retomó el camino hacia él. Ahora sí, había llegado la hora, no se iba a negar, lo sabía, justo estaba detrás de él, a punto de llamar su atención, cuando vio que éste sacaba algo del bolso del abrigo. Entonces el tiempo pasó más rápido que de costumbre, el hombre sacó un arma, apuntó a su pecho, justo en el corazón, y jaló del gatillo. El estruendo acabó con todo y, cuando se dice “todo”, es todo. No era algo fácil de digerir, lo único que pasaba por la mente de la Muerte, aparte de la ira que se iba apoderando de ella, era que lo necesitaba vivo.
     En ese momento descansaba la Muerte como si durmiera profundamente,  pero sin soñar. Le gustaba hacerse la dormida de vez en cuando para llamar la atención de los otros muertos. Fue entonces cuando se le ocurrió la magnífica idea de averiguar quién era Quetzalcóatl. Todavía había esperanza.

 

 

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