Cábala / Juan José

Taller Luvinaria-CUCEA

Llegó tarde a casa, la poca luz que aún lograba filtrarse al interior del inmueble apenas hacía perceptibles los objetos en el piso. La sala era un desastre, papeles por doquier, tazas de café a medio terminar, la de esa mañana y otras tres. Sin embargo, parecía demasiado tarde para preocuparse por ello. El hambre le había pescado desde el momento en que olió el pan tostado que estaba “quemando” su vecino. En ese instante su vida se resumía a estrés, miedo y estómago vacío. Aquello era una mala combinación, así que mejor se dirigió a la cocina y lo dejó simplemente en estrés y miedo. El pan blanco, inmóvil encima del refrigerador, le llamó la atención, imaginó su textura de pan fresco, suave, dócil al tacto, junto con el sabor de otros ingredientes: mayonesa, jitomate y posiblemente lechuga. No era muy bueno con la lechuga, pero el hecho de tenerla en su refrigerador y no usarla le parecía un absoluto desperdicio. Además, tenía hambre, quería poner en el pan todo lo que fuera “llenador”. Así es, cenaría un delicioso sándwich.

Una vez decidido, se dirigió a su habitación. Odiaba estar en silencio y esa noche, llena de bajos quejidos estaba alterándolo. Realmente le confundía saber qué quería, no creía que él debía ser quien se contestara sus propias dudas, si él podía responderlas, ¿de qué le servía cuestionar a otros sobre sus problemas existenciales? Entonces sería inútil sus idas al psicólogo.
     En completa oscuridad, encendió un estéreo que reposaba en el piso de su habitación, y el aparato empezó a zumbar.
     Se dirigió a la sala y las bocinas terminaron por ceder la música. Ya en la cocina, bajó el pan blanco y lo dejó sobre la barra al ritmo que cimbraba el bajo de Led Zeppelin.      Preparó meticulosamente su sándwich; estaba perfecto. Daba hambre con sólo verlo y daba más si hacía horas no se probaba bocado, sólo percibía ese curtiente sabor a café. Exhausto, salió al pequeño balcón de la sala de su apartamento. Su vida ahora se limitaba a estrés, miedo y música. Las luces a lo lejos dibujaron el contorno de la absurda voluntad humana, el crítico contraste entre indiferencia e inferioridad ante el mundo. El viento roció su cara con diminutas pizcas de llovizna, lo cual corroboró al momento en que el cielo relampagueó en lo alto, a su izquierda. Pensó que la noche se prestaba para un whisky o un ligero vodka, pero su refrigerador intervino de nuevo ofreciéndole solamente vino tinto.
     Con una copa en mano, volvió al balcón.

–¿Sabes? –dijo entre los solos de guitarra, y el viento en respuesta sopló en su cara. Aquel gesto le pareció casi humano, casi con “aires de curiosidad”. Entonces alzó su copa y prosiguió su diálogo con el viento.
     –Me parece increíble cómo los hombres viven la vida, cómo coexisten en la corrupción. Te juro que a veces no entiendo el porqué de esa estúpida actitud suya por tener dinero. No lo pueden gastar en lujosos coches o mansiones, o costosos relojes y joyas, porque se los roban. A veces hasta son asesinados por eso. Están unos sobre otros por el mismo dinero. ¿Realmente les valdrá madres lo que pasa? No. No, no, olvídalo. ¿Cómo se me ocurre poner eso en duda?  Hasta parece que compiten por ver quién jode más.
     Dio un sorbo largo al vino y negó con la cabeza. El viento sopló.
     –Yo no estoy en contra de que maten a tanto diputado, no me preocupa que lo hagan. Lo que en verdad me apura es el que viene, igual y nos sale más vivo. Aunque, si somos realistas, lo que menos nos conviene es estar en un gobierno sin cabeza. Corrupto, malo y todo, pero con cabeza. Eso es algo.
     El viento susurró entre las hojas del árbol de al lado.
     –¿Una revolución? Es una idea tonta. Sería demasiado infantil a estas alturas. ¿Pero cómo acabar con tanta corrupción? No lo sé. No creo que el camino para llegar ahí sea fácil ni seguro. Algo habrá de hacerse. Alguien.

     El vino dejó un sabor agrio en su boca, pero le resultaba adictivo. Gotas un poco más grandes cayeron desde el cielo negro, pero la ventisca las retrasó.
     –Creo que estamos condenados. Condenados a aceptar nuestro estado social, nuestro estado político y ahora nuestro estado mental. Nuestra puta condición.
     El frío le había calado hasta las orejas. Entonces bajó la vista y entendió el vacío que tenía bajo sus pies. El pórtico, la entrada al edificio y la acera que apenas se empapaba seis pisos más abajo. Tomó con fervor el frío barandal metálico y pensó de nuevo.
     –¿Crees que exista la corrupción en el más allá?
     El aire sopló, pero no heló.
     –¿Estará más canija que aquí? Digo, te pregunto porque tú andas por todos lados, te paseas como si nada, por aquí y por allá, hasta por debajito de la mesa. Igual y alguna de esas mesas es del más allá. Entonces tú me dirás si por debajo de esas mesas no se cuela nada.
     Volvió a recorrer los seis pisos con la vista.
     –Y me dirás si valdrá la pena.
     El viento le contestó. Sopló como sólo lo hace en esas ocasiones en que algo importante pasa.
     Entonces, con su copa llena otra vez, dijo:
     –Desearía estar muerto y no saber que me están tomando el pelo.
     Esa noche su vida terminó por entenderse con el  vino, el viento y el miedo.

 

 

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