Intertextualidad y cleptomnesis / Noé Jitrik

EL CONCEPTO DE «INTERTEXTUALIDAD» apunta a un hecho fuerte: no hay texto que no tenga relación con otros que lo preceden y que lo alimentan, que no forme parte de una trama; en cierto sentido, la noción de intertextualidad metaforiza lo propio de la cultura misma, como sistema o red cuyas manifestaciones singulares, por originales y diferentes que sean, no podrían ser entendidas fuera de esa trama, así esas manifestaciones revisen, cuestionen o atenten contra el curso o la existencia de esa misma red.
    Pero el uso corriente, casi instrumental, del término —tal vez del propio concepto—, a causa seguramente de su popularización o generalización, ha terminado por desdibujar su pertinencia: como todo está intertextualizado, sobre todo en lo manifiesto de la cita como en lo menos visible de la reminiscencia, incluso en la sintaxis y hasta en la prosodia, se suele suponer espontáneamente que la intertextualidad opera o puede verse tanto en los textos particulares, lo que es innegable, como en los propósitos mismos de su elaboración: se hace de ambos planos del circuito textual, la producción y la circulación, una entidad única e indiscernible, como si la intertextualidad actuara del mismo modo y en correlación en ambos campos; dicho de otro modo, a tal reminiscencia de otro texto o de alguno de sus aspectos tal voluntad de integrarlo en el momento de la escritura.
    Hay, sin duda, algo de abusivo en esa manera de ver, porque si la palabra intertextualidad remite limitadamente a una estática (al texto que está ahí, configurado y en el que hay que reconocerla), al aplicársela por igual a una dinámica (a su proceso preliminar, a los propósitos de su configuración) se la contraría en su valor, se la mecaniza y se diluye su alcance.
    Ahora bien, en el acto mismo de determinar la intertextualidad —uno de los objetivos más antiguos de la crítica y en el que se funda y apoya el moderno comparatismo— y qué, concretamente, autoriza a reconocerla, o sea qué de otros textos, qué aspectos o elementos precisos saturan el texto que está en cuestión y se entretejen con él, actúa un principio de saber sobre el cual se constituye la posibilidad de ver en un texto lo que procede de otros. Dicho de otro modo, si algo se llega a ver es porque se está preparado para ello: a esa capacidad de discernimiento la llamamos «competencia», desde luego que infinitamente ampliable, y fundamento, además, de la diversidad infinita de lecturas y de interpretaciones que cada texto suscita. Cómo esa competencia es ampliable es otro problema: tiempo, experiencia, lecturas, conciencia podrían ser las vías para un proceso incesante como es toda ampliación de saber.
    En suma, la intertextualidad es una noción que atañe al momento de la textualidad que conocemos como lectura, pero no compromete a su momento previo, o sea a la escritura, de modo que aplicarla al circuito completo sería impropio e inadecuado. Por lo tanto, y para recuperar lo que sería propio de la escritura, tendremos que aislar ambos momentos y evitar confundirlos, operación que desafía opiniones muy difundidas acerca del lugar en el que deben ser situados los textos para determinar no sólo su valor sino aun su existencia: no carecen de vehemencia opiniones acerca de que es en realidad el lector quien crea el texto. Va de suyo que pensamos lo contrario y que lo hemos sostenido de esta forma: no existe el lector sino el texto, que es el que crea al lector.
    Precisamente porque se confunden ambos momentos se atribuye a la lectura una productividad que excede su esfera, la lectura inunda la escritura y la hace desaparecer como instancia; la lectura, que siempre es imprevisible y aleatoria, predomina de tal modo en la consideración pública que, por medio de una conversión sin duda ideológica, da lugar a una figura, la del «lector», invocada hasta el cansancio por una crítica literaria que, sin saberlo, ha hecho desaparecer la instancia básica de producción y, de paso, a su agente, el escritor.
    ¿De qué se trata entonces en el momento de la escritura? La versión más antigua, y más popularmente difundida, atribuye a esta instancia, cuyo carácter dinámico reconoce, la capacidad de verter, o sea de traducir, entendido como reconvertir, lo que ofrece un campo previo, de imágenes, a un campo posterior, una estructura visible de signos gráficos. Ese campo previo sería un conjunto de configuraciones, o de imágenes, que pasarían sin otras dificultades que las técnicas —mayor o menor maestría en su traslación— a lo escrito. Pero aun así, admitiendo el carácter instrumental de la escritura, ¿dónde residen esas imágenes o cómo se configuran? Y aun, ¿en qué consisten?
    La segunda pregunta tiene una respuesta redundante: son imágenes, que son lo que son, fantasmas de muchas cosas, restos de experiencias de toda índole, inexistencia más o menos organizada que sólo se hace existente y parece plenamente organizada cuando la escritura se hace cargo de ella y la presenta ante la mirada que, a su vez, es la condición de la lectura.
    Quizá más concreta podría ser una respuesta a la otra pregunta, con la ventaja, además, de abarcar lo poco que nos ofrece la primera: las mencionadas imágenes residirían en un lugar que, en primera instancia, podemos llamar «memoria» y al que podemos entender ante todo como lugar de acumulación; pero no es un depósito inerte sino un espacio recorrido por una dinámica que, precisamente porque se ejerce en una acumulación, está regida por una reconocible química interna cuyo principio rector es la selección; resulta, de este modo, equivalente a una semiótica de descarte y encarte, de desecho y conservación: algo permanece, algo se desecha, algo se transforma.
    Ahora bien, eso que permanece permanece ahí, podría seguir permaneciendo ahí y la acumulación podría continuar indefinidamente saturando la memoria; para que se transforme en otra cosa que, a su vez, dirá lo que es eso que está ahí, es preciso que actúe una decisión que no es propia de la memoria sino que viene de otra parte —la voluntad o la intención, que parecen cargar con una impronta de presente—, aunque sólo muy indirectamente residiría, agazapada, en la memoria acumuladora, entre otros recuerdos, como recuerdo de un hacer; lo que activa tal recuerdo y lo convierte en fundamento de una decisión posible es otro principio que remodela la memoria y proyecta los resultados de su acción hacia un campo de posibilidad: es lo que llamaríamos imaginario, que es, simultáneamente, un depósito de imágenes y una energía, lo que hace imaginar a partir de determinados materiales y sobre ellos.
De este modo, memoria e imaginario interactúan, la una dando, el otro resolviendo o dirigiendo. Sobre ese entramado de fuerzas crece la «decisión» que hará posible el paso de lo inerte a lo visible, de lo que está ahí y podría seguir estando a lo que será objeto de una lectura que permitirá entender no ya ni sólo los términos del proceso sino lo que resulta de él y se prolonga en nuestras vidas completándolas.

LLAMAREMOS «ESCRITURA» al proceso que de este modo se inicia, en el entendido de que no se trata de la mera materialidad del acto sino de un concepto regulador o que sintetiza ese conjunto de situaciones semióticas; cuando se ejecuta estamos frente a una entidad llamada «texto» en la que tales situaciones están refugiadas, vibrando, convocando y apelando al desciframiento, al discernimiento y a la integración de lo que se supone que son sus significaciones a órdenes significativos mayores.
    Pero la escritura, pese a su alcance conceptual, tiene también un agente, el «escritor», que es su realizador en el instante fugaz de la operación: es quien canaliza la decisión, por voluntad —que supone energía— o por intención —que supone conciencia—, y se constituye como escritor en el acto de escribir, escribiendo, no antes, aunque antes haga ostentación de un oficio o de una probada capacidad. Y, en esa instancia, ¿a qué recurre para ejecutar la escritura, además de a su saber de escribir, en el orden de qué escribir? En principio, y como primera respuesta, se diría que recurre a las dos dimensiones señaladas: a la imaginación, que sería un «no saber todavía del qué», y a la memoria, que sería un «ya sabido del qué». Pero hay algo más: contradiciendo ese simplificador modo de ver, lo que en realidad ocurre es que la imaginación pacta con la memoria, lo no sabido se arregla con lo sabido para que lo que la escritura produzca resulte algo más que lo no sabido y algo menos que lo sabido. En suma, la imaginación modifica la memoria y la memoria, al alimentar la imaginación, se ofrece a una transformación que a veces es un sacrificio, una pérdida.
    Pero pérdida no es en este campo desaparición absoluta sino olvido, que suele no ser otra cosa que un repliegue de lo que en la memoria ha sido transformado por la imaginación, de modo que ya no es un «tal cual» de la imagen sino un remanente de lo que era «tal cual» pero que, subjetivamente, no se recuerda. Con eso, el escritor escribe o, mejor dicho, eso, que a veces «fue» lo que escribió, volverá a ser el «qué» de lo que escribe o, dicho de otro modo, la escritura se lleva a cabo entre lo que se tiene la certeza de que ya no existe porque no se lo recuerda, pero que existió, de tal modo que regresa siempre, sin que la memoria actual recuerde que ya existió en la escritura misma. Y el movimiento por el cual quien escribe cree que inscribe por primera vez algo que ya escribió anteriormente pero que está sepultado en el olvido, se parece bastante a un robo, involuntario e inconsciente, que se le hace a la propia memoria: se roba lo que ya había sido trabajado entre memoria e imaginación y que porque estaba replegado en apariencia ya no existía, como si nunca hubiera existido.
    La escritura, entonces, procede por cleptomnesis, descansa sobre un robo a la memoria, se realiza con lo que ya se realizó y está remitido, olvidado y, por eso, aparece como siempre nuevo aunque en algún momento lo fue; por eso, también, la sensación de glorioso triunfo cuando la escritura se realiza en imágenes que parecen nuevas y, al mismo tiempo, una reminiscente angustia, un más acá de lo nuevo, lo que reaparece o bien se le debe a alguien a quien se le adquirió esa imagen —otros textos, otros escritos— que entró en una memoria que la procesó, la alteró, la transformó pero no la destruyó.
De este modo, el circuito se cierra: la lectura que descubre la intertextualidad puede llegar a descubrir el robo que el escritor le hizo a su propia memoria; pero el escritor no se ampara en la intertextualidad, sólo le roba a su propia memoria que, siendo sin duda en cierta medida de otros textos, favorece la confusión mencionada al comienzo y permite que se hable de intertextualidad en el campo de la escritura.
    Se puede pensar, en la medida en que el escritor «siente» que está escribiendo algo enteramente nuevo, cuando en realidad reitera lo que fue objeto de una o muchas escrituras anteriores, que el mecanismo de la cleptomnesis es no deliberado e inocente, pero también que el quitarse a sí mismo sería, por no controlado, un mecanismo propio del inconsciente, pero de un inconsciente vinculado a la escritura, no a características psicológicas tales como la «obsesión», con las que se suele explicar la reaparición, la repetición y la insistencia muy notorias en muchos autores. Sin embargo, también es posible imaginar que puede haber un comportamiento no inocente y deliberado de robo a la propia memoria, concebido como estrategia y aun como poética, no necesariamente en el campo de lo ya escrito sino de lo ya leído en cuanto fue y sigue siendo, al menos parcialmente, punto de partida para la escritura; tal estrategia encuentra en la parodia, en primer lugar, un aval histórico, basado en el atractivo que desde tiempos inmemoriales han ejercido ciertos textos sobre la posibilidad de producir otros y, luego, en categorías más generales, en la apropiación por medio de la cita, el plagio o, lisa y llanamente, la imitación. Hablar en este caso de cleptomnesis sería benévolo pero improcedente: una cosa es robar a la propia memoria y otra, muy diferente, robar lo que acaso esté refugiado en ella pero cuya ubicación es exterior a ella.

 

 

Comparte este texto: