Nunca despertar / David Michael Oliveras Asís

Preparatoria 10

“¡Nery, ya despierta!”, grita mi madre desde la cocina. “¡Vas a llegar tarde a la escuela!” “Ya voy, ya voy…” No quería levantarme de la cama, había soñado algo muy raro, pero no recuerdo de qué se trataba. Intentaba acordarme pero me llegaban imágenes muy borrosas. Sólo sabía que tenía algo que ver con el libro Viaje al centro de la Tierra. Las imágenes, que con trabajos recordaba, eran parecidas a las cuevas que describía Julio Verne. “No hagas caso, tu mente está trabajando de más”, pensaba, “sólo fue un sueño”.
     Bajé a la cocina y desayuné unos huevos que no me gustaron mucho. Mi madre no sabe preparar huevos, siempre les falta sal. Tomé el bote de sal y lo confundí con una lámpara. Me quedé paralizado por un instante: era igual que la lámpara de la novela, e igual de rápido como apareció, se esfumó. No podía seguir comiendo, sentía mi estómago revuelto. Agarré mi mochila y salí a la calle. Volví a intentar recordar mi sueño y nomás de imaginarlo se me revolvía más el estómago. Caminé hasta la parada del camión y mi vista empezó a nublarse. Me apoyé en un poste para tomar aire, pero eso no me sirvió, mi cabeza daba vueltas, veía al Profesor Hardwigg, a su sobrino y una cueva tras otra. No pude más, caí a gatas y vomité. Cuando me levanté, mi  cabeza estaba mojada de un sudor frío que corría por mi frente. Vi que estaba en una cueva que me era familiar, con paredes tapizadas de minerales brillosos, el piso muy rocoso y tosco, y el tenue sonido de agua corriendo a lo lejos. Comencé a correr, pero no sabía hacia dónde iba; empecé a tener miedo, el sudor estaba empapándome más y más, yo sólo sabía que quería salir. Corrí y corrí y me dije: “Aquí me voy a quedar de por vida, pero no me daré por vencido, sé que hay una salida y esa salida da…”. No pude terminar. Caí en un pozo del que nunca llegué a tocar el fondo…
     Esa tarde, mi madre empezó a preocuparse por mí pues no llegué a casa. Me buscó en la secundaria y le dijeron que jamás llegué. Furiosa, regresó a casa y me marcó al celular, pero tampoco contesté. A la puerta llegó mi mejor amigo, Miguel, con lágrimas escurriendo por su cara. Mi madre ya sabía que me había pasado algo. Miguel le contó que empecé a actuar como loco en la parada del camión, que gritaba como un lunático en medio de la avenida y que el camión de la escuela me había atropellado. Pero yo no le creo…: sigo cayendo.

 

 

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