El espacio que habitas / David Unger

I


Estamos uno frente al otro
en el compartimento de un tren, casi no podemos vernos: es una noche sin luna y la cortina del pasillo está cerrada. Un guardia permanece afuera. Se podría pensar que estamos dentro de una burbuja: así es, y apesta a muerte.
    —¿Por qué tanta maldita ética? —le digo.
    El sudor le corre por la cara. El tren no se mueve. Toma un pañuelo del bolsillo trasero y se seca la mejilla. Con poca convicción dice:
    —Alguien debe tenerla.
    —¿Pero por qué tú?
    Tiene los ojos húmedos. Echa para atrás la cabeza, la mueve de un lado a otro sobre el respaldo.
    —No puedo ver cosas horribles sin intervenir. Algunas personas se salen con la suya impunemente —habla como si pronunciara un discurso, sin ninguna timidez.
    Quiero dar por terminada la conversación, tomar un libro, de preferencia una traducción, y hojearlo.
    Me lleno de valor para decir:
    —¿Por qué no te hiciste rico? Habrías tenido el poder de hacer lo que sentías que los otros no hacían.
    —El dinero no es la respuesta.
    Él siempre reacciona de buena gana, defiende su postura ya que pasaron las cosas: como la vez que renunció a su trabajo de recepcionista de un hotel en El Salvador porque el dueño permitía reuniones de nazis, de uniforme completo. Cuando fue despedido porque se rehusó a sentar a una familia de negros en la parte trasera del restaurante Dobbs House en Hialeah, hacia 1957, como se le pidió. La vez que insultó a un desconocido en una calle de Miami porque hacía treinta años había cometido un agravio que, obviamente, había olvidado.
    —Tus protestas siempre fueron demasiado tardías. Humo disperso en el aire.
    —Es lo que podía hacer.
    Ahora se siente ofendido. Después de todo, un hijo no es quién para juzgarlo. Es terrible ser testigo de la ira que se permea —me deberían poner una mordaza.

II

El tren sale de la estación. Lo miro. Se hurga las palmas de las manos consumido por la ansiedad. Tan incomprendido. Mi madre, que de verdad lo amaba, siempre tenía que disculparse con los miembros de su propia familia, explicarles las razones de sus palabras y sus gestos anárquicos —condenado siempre a los malentendidos.
Hay vapor afuera de la ventana del compartimento, sale de las ruedas. Los arbotantes, que se elevan como árboles torcidos desde el macizo de piedra, se oscurecen en la neblina.
    La blancura del vapor es gasa en las luces, una herida blanca.
    ¿Y si estuviéramos al aire libre, en campos de trigo, y las estrellas brillaran de verdad? ¿Sería acaso diferente?
    Mi padre se pone melancólico. Me dice qué maravilloso era su padre —un hombre democrático, divertido— y qué fría e implacable su madre. Los hombres deberían vincularse con hombres, pero todos necesitamos amor de madre desde el primer aliento.
    ¿Es éste el mito al que se aferra para sobrellevar el día? Su padre en realidad lo despreciaba —es fácil ser divertido y a la vez inexpresivo.
    Su cuerpo se enfoca y se desenfoca. Lo que podría ser una conversación es en realidad un monólogo, la reparación de un alma rota que busca un respiro en la memoria.
    El vapor envuelve el compartimento.
    —¿Te sientes bien? —quiero preguntar, pero las sombras no necesitan que uno las reconforte.
    —Nadie me comprendía.
    Es 1916. Tiene 18 años, es un judío que se enlista en el ejército alemán. ¿Quieres luchar por tu patria?
    ¿Tan terribles son tus padres? Su crueldad lo lleva al campo de entrenamiento, al frente, a pelear contra los británicos en el bosque de Bélgica en pleno invierno.
    —¿Ninguna otra razón?
    —Para hacer lo que yo quisiera —se encoge de hombros—. Pensé que el ejército era la respuesta.
    Más allá de la niebla y el humo, conoces a tu enemigo en la guerra —se esconde en las trincheras, te dispara desde detrás de rocas, tocones y árboles, rueda hacia ti en tanques a través del campo. Los obuses te ensordecen. Las balas perforan los cascos de cuero.
    El hedor de la carne, cuerpos quemados y miembros amputados no son ninguna diversión. Hay escasez de médicos y camillas.
    Ah, pero está el olor de la dulce savia que exudan los pinos.
    El tren se mueve a todo vapor, las luces errantes afuera de la ventana parpadean como cerillos encendidos.
    —Pero no hacías lo que querías en el ejército; al contrario, los oficiales te ladraban órdenes, tus compañeros soldados se reían y se burlaban de ti. ¿Acaso no se meaban en ti?
    —Sí, mientras dormía en la trinchera. Pero eran simplemente cuerpos uniformados que me decían qué hacer, adónde ir.
    —¿Es por eso que viajabas tanto?
    —En mi mente yo era libre.

III

Luego, la fiesta en la Reeperbahn. El volumen de la música te parece demasiado alto; las mujeres, rudas, te echan el humo en la cara y se ríen de manera agresiva.
    La fiesta es entretenida, como a mí me gustan, pero la dejo para ayudarte a tomar un taxi. Mientras el coche arranca despacio y te dejas caer en el asiento trasero, me dices que no me preocupe.
    Regreso con trabajos a la fiesta, riéndome solo. ¿Debe el hijo proteger al padre a cualquier costo? ¡A la chingada Abraham, a la chingada la Biblia! A tropezones subo un tramo de escaleras, al lado de una vivienda, y bajo otro hasta que llego a una barrera enrejada de madera. Bajo de nuevo a una plaza con estatuas ecuestres y bancas de metal: la rodeo hacia la derecha y regreso a donde comencé, como si el paisaje estuviera en una plaza de toros.
    La luna en cuarto creciente se balancea sobre mi cabeza. Si tuviera un ancla y su cadena, la engancharía y me elevaría por encima de la línea de nubes. Desde la punta del mástil escudriñaría el horizonte y daría en el blanco al encontrar un hogar, un hogar que verdaderamente exista.

IV

—Papá. ¿Me puedes ayudar?
    Él prefiere ignorar la pregunta.
    El tren se mueve rápidamente. Vemos árboles, casas, pueblos que pasan a enorme velocidad —los contornos de distintos objetos se convierten en un cordón de luces centelleantes.
    Necesito una silla junto a la chimenea, una taza de té —algo que caliente mis manos.
    —Siempre estuve en busca de un hogar, hijo.
    Si tan sólo él pudiera decir que un hogar es el espacio que habitas. Imagino un caracol levantando su concha; un alce dominando la vista de un valle desde las colinas africanas; una mantarraya abriéndose paso en la arena blanca.
    Las ruedas del tren producen un ruido seco cuando rebotan ásperamente en las vías de las que quieren escaparse.
    El compartimento ahora está vacío. Siempre ha sido una noche sin luna l

TRADUCCIÓN DEL INGLÉS DE VÍCTOR ORTIZ PARTIDA
 
 
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