Invisible/ Verónica Gerber Bicecci

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La primera vez que deseé con todas mis ganas ser invisible me habían rodeado sorpresivamente las niñas de mi salón de cuarto de primaria durante el recreo. Ellas de pie en medio círculo, yo sentada en la jardinera, de espaldas al enorme árbol que quedaba casi en el centro de un patio de cemento, comiéndome un sándwich de jamón. Era difícil huir por tierra, así que me quedé inmóvil. Ni siquiera sé si tuve tiempo de pensar en escapar, habría sido una cobardía. Hoy todavía me enorgullezco de haberme quedado ahí, sándwich en mano, viendo cómo sus dedos índice y anular me señalaban moviéndose como tijeras en una siniestra coreografía, al mismo tiempo que sus bocas manchadas de Frutsi decían marcadamente y en silencio: c-ó-r-t-a-l-a-s, c-ó-r-t-a-l-a-s.

Después de ese episodio, obviamente me quedé sin amigas. Cuando lo pienso fríamente, me doy cuenta de que en realidad no tenía muchas, o ninguna. Qué hacía yo tan sola sentada en la jardinera, dónde estaba mi defensora, esa fiel escudera que me salvaría de convertirme en la carnada de un nido de arpías. Además, ese año era la nueva. Me habían cambiado de escuela porque mi hermano entraba a la secundaria y mi última maestra me había castigado por platicar en clase, amenazando a todo el grupo de expulsión si alguien me dirigía la palabra el resto del mes. El día que fui desterrada de la cofradía de las niñas deseé con todas mis ganas tener el poder de no ser vista, pero adquirí el don justo después, cuando ya no era necesario. No logré eludir esas tijeras invisibles que cortaban de por vida cualquier lazo posible y dejé de existir. Suena trágico, pero es cierto. Las niñas no sólo me dejaron de hablar, hacían como si yo no estuviera ahí. Tuve que acercarme a la única niña que era más nueva que yo, se había inscrito a mitad de año. Decían que su casa se había quemado y que había tenido que mudarse con su abuela. Pero aunque pasé varios recreos con ella, nunca me contó nada sobre su tragedia ni supe qué había sido del resto de su familia, tal vez porque no hablaba, al menos no conmigo… No recuerdo que hubiéramos compartido mucho más que un largo silencio mientras mirábamos a los demás jugar en el patio y nos comíamos nuestro lunch. Pero lo que sí recuerdo es que me parecía que olía raro, como a pollo asado. Nunca supe si la historia que se oía en los pasillos de la primaria era verdadera o falsa.

Ser invisible es el proyecto de cualquier niño en algún momento de su vida, pero también es una propiedad que se adquiere inevitablemente, las más de las veces en la adolescencia. Todos hemos sufrido porque hay alguien que no puede o no quiere vernos. Pero esa mañana, lograr la invisibilidad significaba adelantarme a los hechos o, al menos, entender las razones que me convirtieron en el chivo expiatorio de aquella delicada élite. (Quería ser parte del suceso aunque ellas no lo supieran, aunque no me vieran, quería evitar a toda costa quedarme fuera). La niña del incendio desapareció muy pronto. No volví a tener una amiga normal, siempre opté por la matada del salón, la muda o, en última instancia, la que tuviera algún desorden extraño de personalidad. Así logré sentirme a salvo de las niñas populares con zapatos de charol que se habían convertido en mi terror cotidiano.

Después la intuición me guió hasta las últimas consecuencias del exilio… La invisibilidad suele confundirse con el camuflaje porque es, de alguna forma, su más alta expresión. La piel del calamar cristal, el pez de hielo, las medusas y otros animales marinos es transparente para burlar a sus depredadores. Esto se debe a que la composición de sus células tiene un índice de refracción muy parecido al del agua, a tal punto que pueden perderse en su propio entorno. Mi estrategia fue simple, como la de un animal translúcido que lucha por su propia supervivencia: me mimeticé con los niños. No era la típica marimacha que sabía de futbol, jugaba a las fuercitas y tenía gran tino con la resortera. Lo único que yo podía ofrecer era información, y no me importó contar todas las confidencias de la feminidad infantil con tal de ser una de ellos. Abjuré de mi origen para convertirme en la consiglieri de los niños a cambio de una amistad segura y poco temperamental. En lo que tocaba a los romances de recreo, fui una buena guía; sabía perfectamente qué querían oír, entendía por qué reaccionaban de tal o cual manera, cómo ellos debían acercárseles y, cada tanto, me infiltraba entre ellas para recabar información específica y planear estrategias de conquista. Me gané el encono de la mayoría de mis congéneres, pero logré sobreponerme al pasado como lo hacen las especies débiles: me adapté a un nuevo entorno en aras de conservar mi lugar en el mundo y confundí al enemigo.

Al convertirme en agente encubierto, tuve que actuar como si realmente me interesara reformarme. Soporté una y otra vez sus sermones sobre los niños, zapatos, futuros matrimonios y cantidad de información inútil, pero sabía que incluso yo misma había quedado fuera del último rincón del gran misterio femenino: el cuchicheo. Nunca pude utilizar esa herramienta con la que las niñas hacen de un simple rumor una hegemonía o de una mentira un hecho real. Y si intentaba practicarlo con algún niño, era calificada en automático de chismosa o argüendera. En cambio, en el mundo de las niñas, habría sido escuchada por el solo hecho de poseer esa información que no puede ser dicha en voz alta.

En realidad, es el oído quien sale privilegiado en el proyecto de volverse invisible. En marzo de este año, científicos del Instituto Karlsruhe de Tecnología construyeron una estructura del tamaño de una molécula, que logró desaparecer un objeto del tamaño de un átomo. Científicamente hablando, la invisibilidad depende de la percepción de las ondas lumínicas, se trata de una trampa tecnológica, magia si se quiere, para despistar al ojo. La estructura que haría imperceptible a un objeto «dobla» o «rebota» la luz que cae a su alrededor, haciendo parecer que no está ahí realmente. Pero lo paradójico es que en caso de lograr hacer invisible a una persona, digamos dentro de diez o veinte años como calculan los expertos, habría un precio: quien se vuelve invisible no puede ver. El mismísimo hombre invisible en la novela de H. G. Wells debía usar unos gogles si quería ver más allá de la punta de su nariz. Por suerte, lo importante entre las niñas sucede en el habla, en alcanzar a escuchar sus secretos e idiomas privilegiados, porque así es como ejercen su poder a ojos de todos: una mano sobre el oído de una amiga para decir algo que nadie más pueda escuchar.

Terminé por afiliarme a un club en el que ninguna niña intentaría entrar, pero tardé demasiado tiempo en darme cuenta de que no era complicado asociarse, es decir, yo no era especial ni mucho menos, la membresía era cara: fue realmente difícil ser vista como una opción del género opuesto cuando fungía el papel de la desinteresada e inofensiva secuaz de mis amigos. Y peor aún, también había escalafones del mundo masculino a los que, por más que quisiera, jamás podría subir. Me quedé varada en esta posición intermedia pepenando silencios en las conversaciones, para luego esclarecer su naturaleza; leyendo los labios y gestos de lo no dicho, o más correctamente, de lo dicho a medias, para desentrañar el verdadero sentido que tenía un comentario. Evidentemente, es el trabajo de un neurótico, un detective hermeneuta cuyas conclusiones nunca resultan comprobables en el momento. Pero al menos poseo una colección de pequeños agujeros, orificios, boquetes y huecos limitados por lo inaccesible, es decir, estupideces cotidianas como un suspiro ajeno o un cambio en el tono de voz, que me he dedicado a enlistar y clasificar durante años.

En 1913 Kazimir Malevich pintó Cuadrado negro —un cuadrado negro sobre un fondo blanco—y Círculo negro —un círculo negro sobre un fondo blanco–,bajo la premisa: «Sólo sentía oscuridad dentro de mí». El proyecto que empezó en la oscuridad absoluta de un cuadrado y un círculo logró desentrañar la idea de forma cero empujando todos los límites posibles de la abstracción. En un óleo sobre tela de 79.4 por 79.4 centímetros, titulado Blanco sobre blanco (1918), Malevich pintó un plano blanco con un cuadrado asimétrico (también blanco) encima, nada más… (El Suprematismo concibió la búsqueda de un lenguaje visual para el nuevo mundo, ése que vendría con la Revolución Rusa).

En la raíz de lo invisible y de lo no dicho —lo indecible— hay una especie de forma cero. Un espacio intangible donde sucede todo aquello que nos es vedado, lo que queremos e incluso lo que no queremos saber. Convertirse en forma cero (o hacerse invisible) es el ideal de acceso al todo, a cada una de las minucias de un suceso, a ese codiciado Aleph en el agujero de un calcetín. A pesar de que el blanco está emparentado directamente con el vacío y la nada, sucede solamente cuando en el espectro están presentes todos los colores. El blanco produce un espacio que es paradójicamente, como la invisibilidad, un todo del que percibimos casi nada. Estar sin estar o sin ser visto, mirar el mundo desde afuera estando dentro.

Poco después del trágico episodio que me convirtió en una disidente de mi género, todavía con escasos nueve años, descubrí «Las doce princesas bailarinas», un cuento de los hermanos Grimm. El monarca de un reino desconocido estaba desesperado porque malgastaba su fortuna comprando nuevos pares de zapatillas para sus hijas. Pronto decretó que quien descubriera cómo gastaban tan rápido podría ser su heredero y se casaría con una de ellas. Un soldado, a quien un alma bondadosa le había regalado una capa de invisibilidad, vigila a las hermanas y descubre el pasadizo secreto que las llevaba a un lago. Cada noche, doce príncipes las esperaban para llevarlas en góndolas a una isla de mármol donde bailaban, cenaban y bebían hasta el amanecer, cuando sus zapatillas quedaban inservibles. La invisibilidad del soldado se manifiesta en sucesos desconcertantes: una de las góndolas pesaba más que de costumbre, la champaña se terminó sin que alguno llegara a probarla y algo parecido sucedió con el banquete. Mi deseo de ser invisible probablemente significaba eso mismo, poder estar en el lugar que deseaba estar, aunque yo no fuera deseada ahí. Tal como le sucedió a este inocente soldado, que terminó convirtiéndose en rey al desentrañar un secreto del misterioso mundo de las niñas.

 

 

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