Astrofísica del chisme / Fausto Alzati Fernández

«Lo que hablen de mí nunca me afectará», declara otra voluptuosa actriz para las páginas de Fama. Y por instantes resulta casi hermoso el modo en que elucida sobre la ironía del lenguaje mismo; digo, si es inmune a las palabras, ¿entonces para qué enunciarlo? Alguna evidencia tendría Joseph Goebbels para aseverar que «una mentira que se repite mil veces se convierte en verdad», tanto que a ratos me pregunto si se puede también asegurar la fórmula inversa: una verdad que se repite mil veces se convierte en mentira. Pasa que la distancia entre el chisme y la mentira es la misma que se

recorre entre el chisme y la verdad. Es lo de menos; lo crucial es la intriga, dar de qué hablar. El chisme en sus entrañas conlleva un impulso místico en el que, entre más se penetran los misterios, más nos eluden; el desengaño y la decepción son simultáneos. Así, entre tetas y tragedias, las paradojas de la lengua nos recuerdan cómo un «No hablen de mí» termina significando «Por favor hablen de mí». Para precisar sobre los trabalenguas y placeres ocultos del chisme, recordemos las épicas palabras de Alaska y Dinarama: «Yo sé que me critican, me consta que me odian, / la envidia les corroe, mi vida les agobia. / ¿Por qué será? Yo no tengo la culpa, / mi circunstancia les insulta…».

Claro: a quién le importa. La broma es que, justo porque no importa, importa. Es decir: no importa (y nunca importó) si es basura o literatura
—dado suficiente tiempo, todo llega a ser basura (o literatura). Comoquiera, no deja de ser una de las narrativas más prolíficas de nuestra época. Es, muy formalmente, aquello que sí leemos los mexicanos, con tirajes de al menos medio millón de impresos por semana. Sus contenidos merecen, si no nuestra admiración, al menos algo de nuestra atención. Pero no desde la moralidad de la pretensión y la sofisticación de la «cultura», sino con una curiosidad alumbrada, para indagar sobre el entorno y el modo de habitarlo; es decir, la cultura como tal. Ahí donde el entorno y la psique son tan inseparables como Niurka y el desfiguro.

Con foros tan prolíficos y entrañables como los que ofrecen publicaciones como el Tv Notas o el Ooorale!, si esto fuese una democracia
y yo fuese un político seriamente ambicioso (como un Maquiavelo de
Tv y Novelas), plantaría los fundamentos de mis campañas en los tabloides. Así, con subliminales en burda obviedad, propagaría, sin trabas, valores y retóricas específicas a través de modelos estéticos e iconografías repetitivas. Digo, ¿quién puede, en última instancia, discernir claramente entre la ideología y la inercia? Ya después sólo tendría que reiterar y reafirmar al público, para su total satisfacción, lo que ya sabía.

«Feliz cumpleaños, señor presidente» se llegó a oír cantar a la icónica Marilyn Monroe poco antes de morir (¿o ser suicidada?) empastillada, y pasa que entre la publicidad y el poder la locura ronda —y marea, como una declaración de Lupita D’Alessio. Así, la iconoclasta unión de políticos y divas se despliega como pictogramas esotéricos, en los que las energías y
sueños de una sociedad se unen para ofrecernos jugosas historias de ofensas y promesas. Ahí mismo, al borde de la infamia, se exhibe esa idea de la transparencia que se nutre por igual en el porno que en la política. El discurso político flirtea con la legitimidad igual que lo hace la cámara con la veracidad del coito para una pantalla. La transparencia en un proceso electoral se equipara a las confesiones de Kate del Castillo con un reportero. Bajo los auspicios de la máxima visibilidad se exhibe el corpus del imaginario de una cultura, y resulta tan intangible como el gel de un copete perfecto evaporándose en el aire.

En las galaxias de las estrellas de la imaginación nacional, corroborar suena similar a corrosivo —el rímel que se corre y deforma el rostro con una lágrima dramática—, pero también incluye el borrar —lo que se mira cambia al mirarlo. Pero a veces lo único que parece borroso es la diferencia entre el actor y su personaje, tanto como la de una persona y su nombre. Ya Lacan describía aquel caso de confusión en que el mendigo que se cree rey no está tan alucinado como el rey que cree, en efecto, ser el rey —así como los lectores nos podemos convencer de que «Ricky Martin es fetichista». No es lo mismo «así me dicen» que «esto soy». Cabe preguntarse, pues, sobre cuáles serán los efectos que tendrá en alguien como Michael Jackson despertar para encontrase con Michael Jackson cada mañana en el espejo. Qué rasposa ansiedad aquella de encarnar un signo ante los otros y luego incluso para sí; qué desolación ver al mundo, de pronto, como el espejo de la bruja de Blanca Nieves, para continuamente cerciorarse de seguir siendo Vicente Fernández o Gabriela Spanic —aunque en comparación con el efecto bruto de ser Michael Jackson apenas sea un calambrito.

Así, la imagen ensoñada de sí se pone en juego en las situaciones que el tabloide nos presenta —los adulterios, las querellas, las adicciones, los premios, los paseos a supermercado con lentes oscuros. Y así como parecen enormes las estrellas y sus vidas, así percibimos nuestras propias vivencias, así de imperativos y singulares nos parecen nuestros sentimientos y melodramas cotidianos. Pasa que ser uno mismo, para sí mismo, suele otorgar una sensación de autoimportancia tan brutal como los sucesos de la farándula. Amamos y lloramos como jamás nadie lo ha hecho antes; nadie entiende, no realmente. En la grandilocuencia de las estrellas vemos nuestros sentimientos en la dimensión en que los vivimos. Y he ahí la genialidad del tabloide: un recordatorio contundente sobre las penosas consecuencias de perder la proporción de sí y tomarse enfermizamente en serio.

Los tabloides son también un espacio de terapia improvisada, donde los famosos son síntomas caricaturizados que sirven de pantalla en blanco para proyectar los traumas propios. Se pasa el rato, a gusto, despotricando, encontrando alivio y olvido en la distancia astral de las estrellas, asociando libremente con sus problemas gástricos o matrimoniales. Entre supuestos engaños y desilusiones, se pasea la imaginación en busca de respuestas a los dilemas afectivos y eróticos, con la satisfacción adicional de la ventaja moral que concede la distancia de la lectura, ya que nos dejan creer, por momentos, que uno jamás sería tan gandalla, cobarde, vanidoso o ingenuo como las estrellas. En esa parodia de la intimidad se puede, por fin, atreverse a preguntar si el orgasmo llega muy pronto o muy tarde, si el busto es muy grande o muy pequeño, si el deseo es normal, si se es adecuado o no. Pero sobre todo, entre tanto «fíjate» y «le dijo y le contestó», la pregunta que acecha es: ¿qué piensan los otros de mí? Y qué mejor supuesto experto o autoridad cultural, para representar los ideales y protocolos de una sociedad, que el icono congelado en la imagen de un diputado fanfarrón, un luchador heroico o una histerizada cantante. Pero eso sí, todo bajo los auspicios del ostracismo en potencia ante la mirada de este panteón de deidades y los tantos otros lectores burlones.

El tabloide se presenta como metafísica: un mundo detrás del mundo. Pero, detrás de las cámaras, ahí están las cámaras. Aquella constelación porta un aura que promete desnudez: ¡por fin la realidad!, y el hilo negro de lo sórdido que confirma nuestras sospechas y prejuicios sobre el mundo. Sin embargo ahí, en las galaxias de la fama, entre bisturís y romances fallidos, entre las nebulosas de la intriga, la sospecha y el insulto, no habrá más fondo que lo aparente y nada más aparente que los fantasmas. Un desfile de apetitos obsesos representados por las sugestiones de un guiño de Sabrina o el abdomen de William Levy. Pero la obscenidad jamás termina de llegar, siempre se puede esperar un poco más en esta astrología de perversiones; detrás de la escena, sólo hay más escena. Si la diva se quita toda la ropa y nos desea de vuelta, ya no rondan los goces de la insinuación y el entretenimiento de la insatisfacción. Seguir dando de qué hablar es tanto más fácil si se continúa apelando al incógnito morboso. Tantos espectros y fantasías (fantasmas y ansias) que infunden el espacio sideral entre el delicado órgano luminoso que es el ojo y esa imagen idealizada del éxito.

Esa plenitud que se supone en la celebridad contrasta tanto con la quebradiza fragmentación de la imagen propia, aquella que configuramos a tientas entre asteroides de recuerdos, temores y esperanzas. El tabloide no es nada si no coquetea con el deseo de profanar esa divinidad que otorga la fama. Entre más se intenta humanizar a las celebridades de la farándula, más se mistifica ese quién sabe qué que las hace célebres. Como si tratásemos con una esencia divina en la teología de los medios. Entre más se muestra el plástico de los glúteos o la devastación del cáncer, entre más se exhiben los pleitos y los problemas económicos, más misteriosa parece la fama. Por ello no basta la abyección o lo grotesco de la estrella, ni hay humillación o injuria suficiente; tienen que llorar y sangrar para ver si el dolor puede, al fin, dar fe de su realidad. Deben ser sacrificados y así restituidos al orden de lo inmanente, desposeídos de la trascendencia que la fama les imprime. Ante eso, el chisme responde como Crítica Pura, como Destruktion, procurando con ahínco la devastación de la celebridad, y con ello de cualquier inherencia. Pero entre más destruye más enigma construye, encubierto siempre por el halo de una polémica compulsiva.

Ahí, en la elipsis de estas paradojas del chisme, se encuentra lo irresoluble y perturbador de uno mismo abierto a la exploración. Se transpira ese asombro existencial, que los supuestos dilemas e intrigas intentan encubrir como peptobismol conceptual. Pero no se puede evitar que la tela de nuestra fascinación tenga huecos, agruras, donde la trama (el trauma) deambula. Hay pocos sitios tan nítidos para palpar el imaginario de una cultura, con todas las negaciones y síntomas que constituyen el espacio de las fantasías que compartimos. Además, cuesta sólo diez pesos y viene con fotos de afamadas vedettes en tanga.

 

 

Comparte este texto: