¿Quién le teme al arte contemporáneo? / Rafael Lemus

1. Arte…

Delante de mí anda una anciana, ochenta, ochenta y cinco años. Camina acompañada de hijos y nietos, seis o siete personas. Ante cada obra exhibida en el museo —el Museo Universitario Arte Contemporáneo (muac), entonces recién inaugurado— se detiene unos segundos, gesticula, apunta: no me gusta, no entiendo, está fea, un niño lo hubiera hecho mejor. Cuando llega a la pieza de Teresa Margolles, estalla: unas cobijas, vaya tontería. Como para confirmar que de veras son cobijas, las toca, una y otra vez. Luego lee la ficha que acompaña a la obra y descubre que, en efecto, son cobijas pero no cualesquiera cobijas: antes cubrieron los cadáveres de unos encajuelados, ahora están en un museo. Desde luego que grita. Desde luego que se aleja de la obra. Desde luego que los nietos ríen, y siguen.

Hablo de una anciana, pero podría hablar de decenas y decenas de intelectuales mexicanos: una y otros se comportan del mismo modo, manifiestan el mismo horror, ante ese conjunto de prácticas y discursos que se ha terminado por llamar arte contemporáneo. Si no se cree, adviértase la reciente polémica en torno al muac y a Cantos cívicos, la instalación de Miguel Ventura: textos, quejas, escupitajos contra el arte actual. Veinte años después del escándalo desatado en Estados Unidos por Piss Christ (1987), de Andrés Serrano, se repite aquí, en clave paródica, el debate entre defensores y enemigos del arte contemporáneo. La sorpresa es que el grueso de nuestros escritores está, parece estar, del lado de los enemigos. No importa que el arte contemporáneo lleve ya mucho tiempo, ni que sean legión sus artistas, ni que haya bibliotecas y departamentos universitarios dedicados a la disciplina; ellos se expresan, en diarios, revistas y sobremesas, como si el fenómeno fuera nuevo y, peor, reversible. Que eso no es arte. Que no es bello. Que no expresa nada. Está bien: el campo del arte es demasiado amplio y a veces frívolo y abundan, como en todas partes, los farsantes. Pero ¿cómo justificar la cerrazón, el rechazo absoluto de la creación contemporánea?

¿Qué se oculta detrás de esta intransigencia? En principio, un torpe celo gremial. Los escritores, esos escritores, escriben contra el arte contemporáneo para marcar su raya y señalar su pretendida primacía. Atrás quedaron, para ellos, los años en que los escritores y los artistas convivían tersamente, a veces codo con codo en una misma obra. Lo de ahora es la enemistad o, salvo durante la pasada polémica, la indiferencia. ¿Por qué? Para decirlo abruptamente, porque esos escritores se sienten amenazados. Antes la relación era posible porque las fronteras entre una disciplina y otra estaban, en teoría, bien trazadas: el artista plástico se ocupaba de las líneas y los colores y las imágenes; el escritor, de las historias y la política y las ideas. Pero ahora el artista —ya no sólo pintor sino instalador, performancero, videoasta y más— ha abierto un boquete en la pared y se divierte con relatos y objetos y conceptos. De hecho, parece abarcar y utilizar casi todo, desde la fotografía hasta la escritura, desde el bendito urinario hasta sujetos de carne y hueso. Curiosa actitud la de estos escritores: intentan marcar una vez más los bordes en lugar de admitir que, más allá de las divisiones administrativas, la literatura y el arte hechos hoy son, al fin y al cabo, una misma cosa —creación contemporánea.

Detrás de los enemigos del arte contemporáneo se oculta, también, un pila de cascados prejuicios románticos. Al revés de Duchamp, que alguna vez confesó ser agnóstico en el arte, algunos de ellos son creyentes y profesan devoción al Artista, la Obra, la Belleza. Como si los criterios románticos fueran invulnerables, atemporales, esperan del arte lo mismo que sus abuelos. ¿Hay que decir que ése, el romanticismo, no es un buen mirador para apreciar el arte de hoy? Si uno rinde tributo a la idea del artista melancólico y arrebatado, por ejemplo, no tolerará las obras de los artistas conceptuales, ni los trabajos creados colectivamente, ni la presencia de, digamos, los curadores. Peor: uno no entenderá que lo más importante en el arte contemporáneo suelen ser los procesos, no los artistas. ¿Y qué decir del pesado culto a la Obra? Hay que desprenderse de él para empezar a apreciar la validez de los proyectos, los conceptos, los fragmentos.

Pero lo más grave es el miedo a lo informe, el amor a las etiquetas. Los enemigos del arte contemporáneo se oponen a éste porque le temen, sobre todo, a lo abierto, a la violenta desdefinición (Harold Rosenberg) de las disciplinas artísticas. No sólo les repele que el arte pueda ser algo más que pintura y escultura; les horroriza la idea de que la peste se contagie y de pronto las novelas empiecen a parecer latas de sopa; los poemas, videojuegos, y los ensayos, acciones. Su pesadilla es que la creación desborde los envases, los géneros que ellos practican y estudian. Es decir, que la creación fluya. Una ansiedad semejante les provoca un objeto de uso cotidiano exhibido en un museo o un performance celebrado en la vía pública. Se preguntan si eso es o no arte, si esa caja de zapatos, o esa corcholata, es una pieza de arte o un simple elemento de la vida diaria. ¡Como si los objetos no pudieran ser una y otra cosa a la vez! Lamentan, también, que cierta obra, firmada por un artista, pueda ser creada por cualquiera, cuando ésa es una de las conquistas del arte contemporáneo: diluir la frontera entre artistas y espectadores, entre arte y vida. ¿O es que debemos condenar al espectador a una actitud pasiva y contemplativa? ¿Es que los artistas deben limitarse a su esfera, relamer su arte y prohibirse dar un salto para ver qué ocurre más allá de su jaula?

Al fin y al cabo, la oposición de muchos escritores mexicanos al arte contemporáneo es cosa vieja: se inscribe en nuestra larga, tediosa querella contra las vanguardias literarias. Repudiar este arte es sólo un episodio más en una tradición que incluye, entre otras linduras reaccionarias, la exclusión del estridentismo, la manía costumbrista, el desinterés por los medios alternativos, la inamovible fe en los géneros literarios, la corrección estilística. ¿Cuántas veces no se lee en revistas y suplementos mexicanos que la experimentación formal es un hábito anacrónico? ¿Cuántas veces se repite que lo practicado por un artista innovador fue ya hecho antes y que por lo mismo carece de validez? Sépase de una vez que la pulsión experimental no caduca —es una pulsión, no una costumbre— y que es posible repetir, recrear, radicalizar las vanguardias. Como ha escrito Hal Foster, no hay mejor manera de desconectarse de ciertas inercias presentes que reconectándose con las prácticas de las vanguardias históricas.

 

2. …contemporáneo

Pero a saber qué los asusta más: si el uso de la palabra arte, empleada para describir objetos y gestos y procesos, o el término contemporáneo. A veces parece que es lo primero: que lo que inquieta a buena parte de los escritores mexicanos, tan obtusos ante el arte contemporáneo, es que la palabrita arte haya perdido su retintín aristocrático y designe ya tantas cosas. A veces parece que es más bien lo segundo: que lo que aborrecen es, en realidad, la obsesión del arte actual con el presente. De un modo u otro, el puchero. El ademán con que sugieren, satisfechos, que no entienden cierta pieza y que no piensan gastar su tiempo explorándola. La cansada afectación con que desprecian las novedades y vuelven, según farfullan, a los brazos de Racine o a las rodillas de Bernini. La sonrisita ladeada con que aseguran que hoy, carajo, ya no se produce nada interesante. Pero bien se sabe que no es un problema de producción sino de recepción: no es que no haya obras fascinantes, es que sencillamente les cuesta fascinarse.

No son pocos los escritores mexicanos que parecen creer que el arte realizado hoy es, por fuerza, menos «profundo» que el realizado ayer. En parte, dicen, porque el tiempo es sabio y enriquece poco a poco las obras. En parte, rematan, porque el arte sólo puede plantarse en el pasado y muchas de las piezas contemporáneas son creadas de espaldas a la tradición (o a lo que ellos entienden como tal: los hábitos románticos o clasicistas). Pues bueno: ¡vaya fijación con la profundidad! Además: es falso que el arte sólo pueda afincarse en el pasado —y, en rigor, es mentira que todas las raíces deban hundirse en un solo punto. Se sabe que existen organismos radicantes, como la hiedra, que tienen múltiples raíces aéreas y que se sujetan, simultáneamente, a varias superficies. Se sabe que así, radicantes, son, según Nicolas Bourriaud, las mejores obras contemporáneas: están fijas, pero no en el pasado. En el presente. O mejor: en los diversos presentes. Una pieza realizada para un sitio específico: se sujeta al espacio que la recibe. Una instalación: se fija donde esté y en cualquier momento. Otro ready-made: si funciona se traslada de un sitio a otro con todo y raíces. Aparte, claro, de que las buenas obras contemporáneas terminan creciendo, como todas las buenas obras, dentro de uno.

Tampoco son unos cuantos los que afirman que no hay manera de juzgar la producción actual, que no existe la suficiente distancia temporal para evaluar el trabajo de nuestros contemporáneos, que sólo el tiempo —otra vez el tiempo— pondrá cada cosa en su sitio. Quienes piensan así, está claro, tienen una idea bastante pobre de la crítica —como si ésta fuera sólo una secuencia de calificaciones y anatemas. Es verdad que una de las funciones de todo crítico es evaluar y que la raíz griega de la palabra crítica, krino, significa «separar, distinguir». Pero también es cierto, y debería ser obvio a estas alturas, que criticar es mucho más que juzgar. Ya Derrida sugería posponer los juicios, diferir las conclusiones, para de ese modo extender durante más tiempo la reflexión crítica —para habitar más provechosamente las obras. En vez de precipitar el dictamen, explorar. ¿Qué? A través del arte contemporáneo, el presente.

Porque vaya que es posible examinar el horizonte (scan the horizon, Rosalind Krauss) a través del arte actual. Dígase lo que se quiera de este video, de aquella instalación sonora o de los vanos gestos de Fulano de Tal, pero no se diga que las piezas de arte contemporáneo no están bien plantadas aquí y ahora. Por el contrario: empieza a ser claro que no ha habido, para bien y para mal, arte más atado, más atento, a sus circunstancias. Como prueba: el arte clasicista… y la búsqueda de una belleza atemporal; el arte moderno… y la persecución, a veces vertiginosa, del futuro; el arte posmoderno… y la reflexión sobre, otra vez, el proyecto moderno. Sólo lo que se ha terminado por llamar arte contemporáneo, o el mejor arte contemporáneo, puede presumir de padecer una sana cortedad de miras: tan incapaz de extraerle más provecho a las formas clásicas como de seguir yendo un poco más allá, se fija en lo inmediato —en las condiciones materiales del presente. De ahí su creciente politización. De ahí, también, la «banalidad» que tanto irrita a sus enemigos: en vez de ser, oh, sublime y estar por encima de su tiempo, el arte contemporáneo contemporiza. Dicho a la manera de Boris Groys: «En la actualidad el arte contemporáneo no designa sólo al arte producido en nuestro tiempo. El arte contemporáneo de nuestros días más bien demuestra cómo lo contemporáneo se expone a sí mismo —es el acto de presentar el presente».

Todo esto para decir: extraña que sólo unos pocos, poquísimos, escritores mexicanos aspiren a explorar nuestro tiempo a través de la crítica de arte. Por cada docena que espera, afuera de las oficinas de los diarios, la oportunidad de alquilar una columna de opinión política, hay uno o dos valientes que todavía confían en el debate estético —o en que el debate estético es, puede ser, entre otras cosas, discusión política. Desde luego que no se equivocan: escribir hoy crítica de arte contemporáneo —o para el caso, de literatura o música o arquitectura contemporáneas— significa criticar nuestra época en tiempo real. Sencillamente no hay manera de pensar esta o aquella pieza sin involucrarse con el presente —sin ensuciarse, al final, las manos. También por eso asombra, cuando no fastidia, la actitud de esos escritores que de vez en vez se asoman al arte contemporáneo con el objeto de escribir, tan tiernos, una «bella crítica»: un texto poético, y no un ensayo de actualidad, a partir de ciertas obras. Alguien tendría que avisarles que ya no se trata de escribir graciosamente crítica de arte —como si se hiciera el favor de legitimar las piezas al traducirlas a la jerga literaria. Se trata, de una vez y para siempre, de abrirse paso al mismo tiempo que las obras. Se trata, también, de colaborar. Si es verdad que quienes ejercen hoy la crítica de arte no pueden opinar sobre un objeto ya terminado, pueden contribuir —como ha notado Michael Newman— en la producción de dicha obra. Que es como decir: pueden acompañar a los artistas, pueden crear, pueden crear en compañía.

 

 

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