Los viajes sin promesa / Pablo Duarte

En cuanto al Yeti, quería explorar, de primera mano,
esa nebulosa área de la zoología donde la bestia

de la clasificación linneana confluye

con la bestia de la imaginación.

Bruce Chatwin

 

De entre todos los tipos posibles, extraño los viajes sin promesa. Esos que están llenos de hartazgo, de mareos y que se pegan a los riñones como una camisa empapada de sudor. Extraño el sabor de boca que deja un viaje así, obligado, indiferente a las inclinaciones particulares; un gusto de saliva paladeada en exceso. Eran excursiones que oscurecían todo salvo su propia quinética y su propia geometría: cambios torpes de velocidad, curvas peraltadas sin desaceleración, rebases sin vítores, fricciones. Echo de menos esos viajes que ahora puedo recordar muy poco: eran desplazamientos obligados, invitaciones que requerían nada de mi aprobación y toda mi presencia. No hallo más que retazos, impresiones llenas de frustración infantil y una mínima conciencia de que algo más grande, algo imposible de nombrar a esa edad, estaba ahí, dominándolo todo. Los evoco ahora como los momentos de mayor inconsecuencia: fijo en mi lugar por el cinturón de seguridad, era llevado.

Eran viajes-movimiento, para los que el paisaje da lo mismo porque es sólo redundancia, ruido de fondo. Después de esos larguísimos desplazamientos, el mundo parecía haber cambiado de tono. De nada me sirve exagerar los malestares, mucho menos practicar un pillaje alegórico de esas excursiones; mi memoria no es precisamente clara y terminaría acomodando las piezas de acuerdo a la enseñanza que en este momento se me apetezca pertinente. Entre las cosas que recuerdo se mezclan momentos de gozo insospechado con uno de los puntos más altos de la desesperación preadolescente. Al llegar a donde fuera que me llevaban, quizá sólo como consecuencia del arrullo de los amortiguadores y el olor a gasolina, quizá por una razón que sigo sin poder desentrañar, ligeramente todo había cambiado. Los oídos seguían meciéndose al ritmo de un vehículo ya detenido: algo del movimiento —como el mal humor o el aroma persistente de las molduras— permanecía adherido al cuerpo.

Tanto extrañar revuelve la memoria: estos trayectos sí existieron y recuerdo pormenores selectos de cada uno. Sin embargo, sólo puedo completar los retazos de emoción que acompañan esas postales con inferencias y fantasías. Sé que entonces los habría verbalizado del modo que lo hacen los niños que no son aún adolescentes, pubertos —por costumbre, por falta de edad, por aprehensiones maternales— privados de albedrío, del completo dominio de sus horas. Quizá verbalizarlos en aquel tiempo ni siquiera era importante. En este momento reconozco que extraño ser llevado, contra mi voluntad y a medio berrinche silencioso, a algún lugar sin atributos. Ahora extraño esa furia infantil, muda y pasiva; una furia que vista a la distancia me parece que encerraba una pureza difícil de repetir: era un enfado que no significaba nada más.

 

Tal vez por una tradición clasemediera o por la convicción de que la ciudad natal agota las enseñanzas demasiado pronto, el viaje parece estar obligado siempre a redituar descubrimientos íntimos. Cualquier excursión tiene el mandato de dirigirse personalmente a cada uno de los viajantes para mostrarnos nuestras pequeñas flaquezas, las excoriaciones de nuestro espíritu. Como si se tratara de una sesión de varios días frente al espejo. Aún siento el aliento de tantas voces repitiéndome que no hay nada mejor para el autoconocimiento que salir del terruño. Está bien quedarte, pero si de verdad quieres conocerte a ti mismo, viaja. La máxima clásica, en este caso, es invocada como el eslogan para promover una variante rebelde de la industria del turismo. Aquí vale la pena hacer la distinción: de lo que hasta la fecha hablan mis familiares, e incontables personajes en incontables ámbitos de pedagogía doméstica, no es del turismo a secas. Asumirse turista, de alguna manera, no tiene la misma tesitura didáctica que «viajar». El primero agrupa a una calaña complaciente y acomodaticia; el segundo reúne a toda clase de osados, a los libres de espíritu, a los insatisfechos. El turismo parece haber renunciado a la curiosidad, se da por bien servido con un par de visitas guiadas y las postales que venden al salir de los museos. Para el viajero, para el verdadero explorador, no hay rutas fijas, el capricho es su única brújula —y por qué no habría de serlo, si es el antagonista por antonomasia de la rutina. No deja de ser llamativo que el lenguaje de la introspección callada, el que se usa para describir los momentos de mayor comunicación con uno mismo, y el de este tipo de excursiones sean prácticamente idénticos. Ninguno de mis parientes me invitaba a ser turista; ellos proponían una excursión a las regiones oscuras, al corazón de la extranjería. Ellos propugnaban por hacer de mí un intrépido temprano. Acallaban cualquier reparo con el que les parecía el más contundente de sus argumentos: Lo que te enseña un viaje, no lo aprendes en ningún otro lado; no vas a ser el mismo.

 

Cosa rara, la edad recomendada para la aventura en solitario: parece que una excursión precoz entraña futuros halagüeños, da pie a un trato desenvuelto y a una moral robusta. La ecuación parece decirnos que entre más temprana sea la experiencia, más posibilidades hay de aprovechar el zumo tonificante que se esconde en el corazón del viaje. No sé cuál es la explicación, supongo que será porque somos más impresionables o porque nuestros prejuicios requieren tiempo para fraguar completamente. En mi caso, creo que es posible explicar muchas de mis flaquezas dada la tardía iniciación en los misterios salubres del periplo tajantemente individual; si no he sido transformado por el viaje como debiera haberlo sido es, sin duda, porque cometí el error de estar demasiado tiempo en un mismo lugar.

Conservo esa desconfianza elemental que desde entonces me provocan sentencias como la anterior, las que echan mano, sin ambages, del sentido común. Porque el sentido común, más que la explicación de las fuerzas gravitatorias o el estudio de la bioquímica elemental que nos compone, es lo que da estructura y orden al universo. Ideas emanadas de un empirismo selectivo, heredadas de autoridades afectivas, son ellas las verdaderas leyes de la naturaleza. Sin importar cuánto quede fuera de su jurisdicción, cuánto reduzcan la experiencia, nuestro cosmos íntimo palpita y sobrevive por ventura de esas explicaciones enunciadas con absoluta convicción. Porque los infinitos espacios adscritos a la ciencia, ese saber de pretensiones objetivas, nos hielan el ánimo. Mejor es arrimarnos a los dictados del sentido común, inobjetables y omniscientes. Hay que aferrarse a lo familiar y confiar en su solidez. Porque si de algo carece el sentido común es de vacilaciones: está hecho de suficiencia, de un saber impositivo e irrefutable. Hay que saber que las cosas son de esa manera, que tienen que ser así.

Apelando a un «fondo» trascendente y definitivo, me convidaban
a incursionar en otras tierras cuanto antes. Porque,
en el fondo, tú sabes que sólo ahí vas a encontrarte. Aciago viaje el que nos deje indiferentes, el que no aporte un poco al arduo proceso de la superación personal. Qué terrible sería mirar por la ventana un paisaje poco conocido y no hallar nada nuevo en el ánimo, ninguna cualidad que merezca portarse en la solapa, como una recién otorgada condecoración. Qué nos quedaría si, contra toda advertencia familiar, nos acostumbráramos a regresar a casa sólo con un par de recuerdos envueltos en celofán y un puñado de imágenes mentales que resumen aquella ciudad, ese país, la cultura entera. Qué nos quedaría si, a pesar de haber emprendido una salida, contra toda advertencia familiar, nos redujéramos a la insulsa categoría de turistas. Aceptar el desengaño sin chistar, sin hurgar en nuestros bolsillos para encontrar la radiante pelusa espiritual, la migaja hipnótica, el último aroma de una personalidad que sólo allá hubo florecido, sería sin duda un fracaso, una concesión devastadora. Es imposible que un viaje te deje indiferente, insisten. El sentido común, además de la suficiencia, cuenta a la tiranía entre sus cualidades.

Y si sucede que la expedición no hizo estallar una catarsis, si no es preciso, al volver, ocupar los días después en recomponernos y adecuarnos a todo aquello que germinó porque viajamos, entonces algo en nuestra constitución moral no anda bien. Acaso contravenimos sin saberlo una de aquellas ideas recibidas —porque se requiere una solvencia especial para manejar el sentido común. Cometimos el error de llevarnos a la vacación preocupaciones que no tenían cabida ahí, o, demasiado apegados a nuestras costumbres, nunca logramos conectar con esas otras, tan diferentes. Más nos valdría admitir que sí, que algo cambió, que sí tuvimos la oportunidad de mirar al otro lado del espejo en un hostal para estudiantes en un barrio multicultural, que el sabor del dátil o el silencio de una tormenta de nieve lograron lo que años de empeños en tierra propia no pudieron. Más nos valdría mentir un poco para no ensuciar nuestra reputación: poco o nada se puede esperar de un personaje incapaz de transformarse con el viaje.

Desconfío del consejo repetido, de la invitación a una transformación en cuatro días y tres noches, o en seis semanas, o en tiempo indefinido, pero siempre en tierra ajena, porque estoy convencido de que nada oscurece más la perspectiva que el sentido común. La claridad es complicada, azarosa y evasiva sin distingos: somos tres cuartas partes duda y una parte convicción, no podría ser de otra manera. Correteamos tras esta última azuzados por la desconfianza, porque no estamos convencidos del todo. La sabiduría recibida es, en cambio, una poltrona mullida para la duermevela. Al dejar caer el cuerpo en ella, de inmediato libera nubarrones de lo incontrovertible por decreto, de lo que no hay manera de contradecir porque así está dicho. Y nuestro cosmos queda envuelto en tinieblas. Sospecho, porque estoy convencido, que recurrir constantemente al sentido común, hacerle caso a sus mandatos, es obligarnos a ir, todavía más de lo que ya lo hacemos y con sonriente convicción, a tientas por el mundo.

No obstante, sobrevive en mí el deseo de que tengan razón. Sería inhumano no desear toparme con algún develamiento auspicioso, una faceta desconocida y determinante; darme de bruces con algo, lo que sea. Me resulta inevitable, desde la primera despedida, aguardar a que esa promesa sui generis se manifieste. Contengo el impulso de exigirla. Hago caso omiso de la contradicción, suspendo mi incredulidad; no podría ser de otra manera, soy un ilusionado. Tal vez equiparar el sentido común a las teorías unificadoras del universo sea sólo la privada operación que sustituye lo que hay por lo que deseo que haya. En este caso, desear salir de la cotidianidad que ya se torna medianamente miserable; acordar un respiro, aunque sea pagado a crédito, a las facetas más alienantes del paisaje íntimo. En silencio, también yo quiero hallar ese pequeño remanso de
maravilla, de ser posible una metamorfosis inducida por el cambio
de aires. Es seductora la sencillez aparente de la fórmula: salga de viaje y regrese convertido en una mejor persona. Esta pulsión adolescente —vuelta mito pagano por los autores que hicieron de sus protagonistas adalides de la transformación en otras tierras— quizá nunca desaparece ni tiene por qué hacerlo. Para los anhelos adolescentes como para la energía, nada se crea, nada se elimina, sólo se arrincona y se disfraza. Es probable que podamos tasar el paso del tiempo por nuestro cuerpo a partir de las expectativas que nos provocan los desplazamientos. Como la misantropía y los desengaños, el viaje sin revelación espiritual es o una imposición o un gusto adquirido.

Extraño esos viajes porque los recuerdo poco. Recuerdo el olor a combustible y la furia que encerraba la única promesa: algo había ahí, una verdad impronunciable, tan inalcanzable como un objeto que resbala al interior del asiento trasero de un auto. Extraño la desesperación que provocaba sentir ajenas las piernas, y mudo a ese conocimiento que, lentamente, los pormenores del destino al que recién arribábamos oscurecían y difuminaban. Quizá esa ira que aspiraba, por medio de operaciones en aquel momento desconocidas, a sublimarse y a volverse trascendente era una advertencia. Sólo puedo suponerlo, pero tal vez me advertía contra ingerir la píldora de sabiduría —gracias al viaje, uno nunca es el mismo al regresar. O, es posible también, me conminaba a ingerirla cuanto antes. Me preparo para este viaje inmerso en las tinieblas de un deseo profundamente sospechoso y, sin embargo, inevitable.

 

 

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