Placer fantasma / Luigi Amara

La distancia que separa a un hombre de un eunuco es inconmensurable. Su diferencia específica, su lastimosa singularidad, por más minúscula que pueda parecer, repercute de manera drástica en el plano de la fisiología y el metabolismo, pero sobre todo en el de la voluntad: el comportamiento del eunuco, sus aspiraciones más íntimas, están sesgadas por la conciencia de la pérdida, por cierta languidez y opacidad e indolencia, por una escalofriante incapacidad para la alegría que es fácil confundir con amargura. Todo en él parece oblicuo, lerdo, demasiado servil; su amabilidad no puede sino antojarse sospechosa, como se antoja deforme y un tanto pueril su facilidad para la crueldad, al punto de que cada uno de sus actos se diría acompañado de la convicción absolutamente física de lo incompleto. El eunuco constituye un tercer género de hombre precisamente porque apenas podemos entrever el orbe transfigurado, estanco, de su deseo.

La estirpe estéril de los eunucos se extendió en China hasta finales del siglo xx, después de un decurso sombrío e insondable paralelo al del resto de la humanidad. Por extraño que resulte, hubo un tiempo en que coincidieron las proclamas por la liberación sexual con los estertores de una represión milenaria sustentada en el acto sanguinario de la emasculación, que sin embargo había prevalecido casi sin modificaciones por más de tres mil años. Sun Yaoting, el último eunuco del imperio, sobrevivió a la dinastía Qing, la última de la historia china, hasta morir en 1996, a los 94 años de edad. Emasculado por su padre a los diez años de edad dada su pobreza, desde entonces estuvo al servicio de Puyi, mejor conocido como «el último emperador», quien en el ocaso del régimen imperial permaneció todavía doce años en la Ciudad Prohibida, más como recluso que como soberano. Con el estallido de las revueltas y, más tarde, con el advenimiento de la Revolución Cultural, la inconveniente longevidad de Sun Yaoting hizo que la figura del eunuco llegara a representar lo que tal vez había significado siempre: una aberración, la reliquia viviente de una era a la vez refinada y bárbara, sólo desde cierto punto de vista remota, que se quería enterrar cuanto antes.

A diferencia de la mayoría de los guardianes del harem en el Medio Oriente, y a diferencia de los célebres castrati italianos, cuya laringe poco desarrollada hacía las delicias de los amantes del bel canto (su voz virginal e impoluta era la más apreciada entre cardenales y obispos), a los eunucos chinos se les practicaba la emasculación radical, como si la castración no fuera una medida precautoria suficiente para evitar que la lujuria y la herencia se inmiscuyeran en los asuntos del palacio. La relación entre un pubis despejado y liso (libre incluso de la sombra del vello a causa de las alteraciones hormonales) con el oficio de vigilante y consejero sería del todo estrafalaria y dudosa, de no ser porque los emperadores chinos acostumbraban rodearse de una legión de hasta tres mil concubinas a las que ningún hombre —ningún hombre cabal— podía mirar de frente.

A manera de recuerdo —o más bien de prueba inequívoca y hasta de contraseña—, los eunucos chinos estaban obligados a guardar celosamente lo que con un eufemismo desalmado se denominaba su «tesoro». Para tal efecto se crearon recipientes especiales, tarros de cerámica sellados o cajas de plata que los conservaban momificados, ya que era imprescindible mostrarlos durante las inspecciones cada vez que se quería ascender en la jerarquía del palacio. Con la esfera del erotismo y la sexualidad cercenada de tajo, más por el encierro y la severidad que por la limitación física (es sabido que el instinto sexual no necesariamente padece los efectos de esa tala monstruosa), los eunucos se entregaban a las intrigas palaciegas, a la avaricia y al robo, por lo que, como sería de suponerse, la historia china abunda en anécdotas escabrosas de tráfico de tesoros. Las partes capadas, ya disminuidas y resecas por obra de la sal y otros procedimientos de deshidratación, eran sustraídas, alquiladas clandestinamente y dadas en préstamo como si se trataran de cetros y pasaportes. Hay noticias de que el tesoro de Sun Yaoting fue destruido por su familia mucho antes de su muerte, quién sabe si por convicción iconoclasta o como medida de protección del ya obsoleto y amenazado eunuco. Lo más seguro es que con el cambio de régimen, temiendo la persecución policial entre los miembros de la familia, procuraran desaparecer para siempre esa momia bochornosa, ese símbolo de un pasado impresentable y exótico hasta en las formas de la crueldad. Pero cualquiera que haya sido el motivo, ese gesto de anulación del pasado, tan propio de cierta mentalidad china, significó una grave afrenta para Sun Yaoting, acaso de alcances más graves que la primera pérdida: los eunucos, llegado el momento de la muerte, hacían todo lo posible para que su tesoro —o, en su defecto, uno ajeno, fruto del robo o del trueque—, se depositara también en la tumba, de lo contario el Rey del Averno se burlaría de ellos y los convertiría en burras por haber llegado a sus dominios incompletos, sin los atributos de la masculinidad. Aun cuando sus partes ya para entonces no se distinguirían gran cosa de un chabacano trabajado por la sal, para un hombre como Sun Yaoting, educado en la vieja tradición y las supersticiones milenarias, no podía haber peor castigo que encarar la muerte sin su tesoro, presentarse ante la última autoridad como un hombre incierto y diezmado.

Menos célebre que la historia de Sun Yaoting, pero quizá más emblemática y fantástica, es la de Kang Zheng, uno de los pocos eunucos que aprendieron a leer y a escribir, y del que se conservan unas cuantas páginas de su diario, un manuscrito dividido en dos rollos conocido como El cuaderno del humo, valioso no sólo porque aporta una idea general y de primera mano de la vida al interior de la Ciudad Prohibida, sino también por su calidad literaria; un diario más bien mental y decididamente íntimo, en el que aborda con lujo de detalles su inusitada actividad sexual, y en el cual se advierte la huella de Lao Tse por encima de la de Confucio o de Buda.

Kang Zheng alcanzó el grado de tercer mandarín durante el mandato de Qianlong (o Chien Lung), uno de los más largos de la historia de China (se extendió de 1735 a 1796), y se dice que desde joven fue un eunuco muy cotizado. A la par de su inteligencia y discreción, poseía uno de los dones decisivos para servir como vigilante de las concubinas: la fealdad. Además de la constitución peculiar y el semblante escurridizo que caracteriza en general a los eunucos (flacidez, extremidades inusualmente largas, ausencia casi total de vello corporal, tendencia a la obesidad, sobre todo en el pecho y la cadera), Kang Zheng era chimuelo, tenía la nariz afilada, más como la de un buitre que la de un águila, el mentón hundido y las cejas demasiado pobladas. Su piel era tan suave y delgada que se confundía con el papel, carecía de cuello y su figura estaba coronada por una joroba incipiente que, como casi todo en él, nunca se desarrolló por completo. Por lo demás, se afirma que vivió 101 años (los eunucos suelen ser longevos, viven de diez a quince años más que el promedio de los hombres), y que para escalar hasta el grado más alto de su condición se valió alguna vez de la calumnia.

Los eunucos emasculados antes de la pubertad presentan rasgos distintos de aquellos que se exponen a la cirugía en edad adulta. Además de los caracteres sexuales secundarios, entre ellos la voz, que en los eunucos puros (tong jing) permanece chillona y desagradable, y en los castrados adultos se asemeja a la de un hombre común, las principales diferencias son de orden psicológico y se relacionan de una u otra manera con la falta de apetito sexual: abulia, indolencia y malhumor, como niños gigantes propensos a la melancolía y la pereza. Rara vez se inclinan a la amistad, hasta el punto de que un eunuco jocoso parece una contradicción o una quimera; suelen ser también desalmados y soberbios, con esa fatuidad que se apodera de la servidumbre después de estar mucho tiempo bajo las órdenes de los poderosos, cuya amabilidad es más producto de la malicia y la cautela que del buen ánimo. Los que han sido emasculados después de la pubertad, en cambio, mantienen prácticamente intacto el deseo sexual, y hay noticias de muchos de ellos que sedujeron a las sirvientas del palacio e incluso contrajeron matrimonio, ingeniándoselas para dar y recibir placer mediante artimañas variadísimas —las zonas erógenas de los eunucos son al parecer innumerables y cambiantes—, y no faltan los relatos de su habilidad para alcanzar el orgasmo venéreo.

Las increíbles confesiones de Kang Zheng llevan a pensar que su emasculación se verificó no antes ni después de la pubertad, sino durante ella; de allí que en muchos sentidos haya padecido los achaques y también los beneficios de ambas variedades de eunuco: voz estridente e inestable, a veces más aguda que la femenina; una barba escasa, limitada a la zona de la barbilla; vigor físico y resistencia a la enfermedad, en particular a la osteoporosis (el mayor azote de los hombres de su clase); una suerte de estoicismo que no condescendía a la queja y, por encima de todo, un apetito sexual tan insaciable como bien disimulado. El hecho de que poseyera tales atributos anfibios, aunado a que su nombre recoge y combina los de otros dos eunucos célebres de la antigüedad —Kang Ping, patrono de los eunucos chinos, apodado el Duque de Hierro, y Zheng He, el mayor navegante de la historia, cuya flota se componía de más de cien barcos, y quien alrededor del año 1400 estableció comercio con más de 35 países—, lleva a la sospecha de que, antes que un hombre de carne y hueso, se trata más bien de una leyenda. Aunque era una práctica extendida que los eunucos adoptaran un nombre especial para su nueva vida, queda la duda de si Kang Zheng no será más bien una creación elaborada con los retazos de infinidad de experiencias, un personaje imposible que, sobre todo para los eunucos, terminó por componer un tapiz subyugante y al cabo liberador.

Hasta donde sé, el Dr. Millant no lo menciona ni una sola vez en su Les eunuques à travers les âges, de 1908; su caso tampoco figura en las descripciones del doctor Zambaco, el gran médico egipcio de los eunucos, ni merece un solo párrafo en la del victoriano Carter Stent, que presentó una ingente variedad de investigaciones al respecto en el Journal of the Royal Asiatic Society. El interés que mostraron estos médicos en el desarrollo sexual y el equilibrio anímico de los emasculados nos previene del posible carácter apócrifo del diario de Kang Zheng, ya que difícilmente habrían pasado por alto una enfermedad tan singular y hasta picante
—quizá una obsesión—, que revela en todo su patetismo la brutalidad de esa costumbre arcaica más bien inhumana.

Tras una rápida y poco aséptica cirugía en la que Kang Zheng, en ausencia de su padre, respondió tres veces que no al acuchillador que le inquiría si más adelante se arrepentiría de su decisión, el joven eunuco caminó, tal como se acostumbraba entonces, durante tres horas sostenido por sus castradores, todavía con el dolor doblándole las rodillas, intoxicado por la fuerte impresión o tal vez por el extraño aroma a pimienta diluida que había sido utilizada como único sedante. Ya para ese momento la sensación que lo perseguiría a lo largo de su vida se había insinuado sin lugar a dudas; pero entremezclada con la fatiga del desangramiento y el incremento del ardor, no se había impuesto hasta el grado de intranquilizarlo más de lo que las circunstancias permitían. Durante los tres días de convalecencia, en los que tuvo prohibido ingerir líquidos y una aguja de peltre le obturaba el orificio de lo que quedaba de la uretra, cuando ya la hinchazón parecía anticipar el peor de los desenlaces y el acuchillador bajaba la mirada tras realizarle una visita, Kang Zheng advirtió la presencia, la «sombra corporal», de su miembro recién extirpado, de manera tan clara y persistente como cuando era un adolescente libre y vagaba por los callejones y prostíbulos de Pekín, agobiado por la pobreza, meditando si no sería hora de probar suerte como eunuco en la Corte imperial.

Cumplidas las tres jornadas, y una vez que le retiraron el papel que servía de vendaje y le extrajeron con suma delicadeza la aguja que le taponaba la presión de la orina, Kang Zheng experimentó una punzada aguda, semejante de un modo espectral al placer y, como si se tratara de un recuerdo vívido y demasiado insistente, creyó desarrollar una erección en forma, furibunda y palpitante, tanto así que, de no ser porque había visto cuando se llevaban sus restos en el tarro, habría jurado que el acuchillador lo timó, infligiéndole un dolor terrible, pero sin atreverse a ejecutar la tarea para la cual le habría de pagar una suma elevada. Inmediatamente después orinó; con gran alivio y casi con felicidad orinó por más de dos minutos; el líquido brotaba de su cuerpo como nunca antes, a la manera de un surtidor o de una fuente cuya salida es demasiado ancha; y quién sabe si por la presencia de la sombra corporal o por un atavismo de su mano derecha, tanteó el aire en busca de su miembro cercenado hasta convencerse de que allí no había nada —nada, al menos, distinto de un recuerdo o un fantasma.

En China, la noticia más antigua de la mutilación genital se remonta al siglo xii a. C., durante la dinastía Zhou, en la que se instituyó como una forma de castigo ejemplar, considerada más severa que la amputación de las manos y los pies, y sólo por debajo de la decapitación. El propósito fundacional de esta práctica se ignora, entre otras cosas por la megalomanía del emperador Ch’in Shih Huang Ti, que al promediar el siglo tercero a. C. mandó quemar todos los libros de historia y literatura clásica con el fin descomunal de abolir el pasado. Los ritos de castración de otras civilizaciones antiguas, sin embargo, permiten conjeturar que también en China estuvo ligada a alguna ceremonia propiciatoria de la fertilidad, y que, al igual que entre los babilonios y los sumerios, los asirios y los egipcios, los griegos y los romanos, cuyas cosmogonías se originaban con la castración de una deidad superior, a partir de la cual el agua se separaba de la tierra creando el Universo (Urano, Atis, Tamuz, Dionisos son algunos dioses que terminaron siendo eunucos), los chinos entendían el sacrificio de la virilidad como un símbolo.

Tras el impulso de destruir el pasado, que en sí mismo puede entenderse como una castración, como una navaja que poda y nulifica el poder de las tradiciones, Ch’in Shih Huang Ti estableció la costumbre de utilizar a los eunucos como custodios de sus concubinas, prisioneras al interior de un palacio suntuoso —que no por ello disimulaba su estatura de cárcel—, restándole así cualquier resabio mitológico a una práctica que ya para entonces contaba con una historia de más de diez siglos, confiado de que con ello reducía a esos hombres a la condición mansa y sumisa de los animales capados. Pero ya fuera porque habían sido devorados en la quema de libros, ya por el carácter reservado que a partir de entonces distinguió a la institución de los eunucos, llena de códigos y jerarquías secretas, o bien por la porfiada indiferencia que los alejó de la escritura, no parece haber otro testimonio en la historia de China semejante al de Kang Zheng; ningún relato o recuerdo de un hombre diezmado que asegurara sentir la pérdida de su miembro como una sombra carnal, vívida y anhelante, «tan poderosa e inquieta como para confundirla con una forma de la añoranza».

En la literatura médica a menudo se encuentran referencias sobre pacientes que, tras haber sufrido la amputación de una extremidad, experimentan dolor u hormigueo en la zona que correspondería a esa parte del cuerpo en donde ya sólo impera el vacío. Los «miembros fantasma» han sido descritos menos como un recuerdo que como una imagen persistente que surge de improviso y que acompaña al paciente durante meses o años después de su pérdida. Se trata de una sensación singular, que tiene el poder de dotar a una región del espacio de cualidades que de otra forma sólo reservaríamos a la subjetividad; una suerte de extensión de la conciencia hacia zonas que carecen de realidad objetiva y que, desde el punto de vista psicológico, acaso no sea sino un mecanismo compensatorio, afirmativo: un báculo mental para ayudarse a vivir.

Pero la sensación del miembro fantasma no está por fuerza vinculada al dolor, y a veces sólo se insinúa bajo la forma del peso corporal —el peso de algo que sin embargo ya no existe— o se hace presente con esa certidumbre de cuando una parte de nuestra anatomía se halla desde hace tiempo en una posición incómoda y ha comenzado su entumecimiento. En realidad la tipología de los miembros fantasma es tan variada como pueden serlo los umbrales del sufrimiento, en un espectro que va desde los cosquilleos vagos hasta la réplica exacta, casi se diría facsimilar, de la parte amputada, pasando por procesos de magnificación o empequeñecimiento que rozan lo grotesco. La impresión puede ser a tal grado intensa y real que muchos pacientes han manifestado la convicción de que pueden mover el miembro fantasma con la misma naturalidad de cuando aún existía, si bien para otros sólo se trata del asidero espectral de sensaciones epidérmicas. Entre los médicos se admite que el uso de prótesis sería prácticamente inconcebible de no ser por el dominio y familiaridad que el amputado alcanza de la imagen corporal o fantasma; una familiaridad que sirve a manera de enlace con el postizo mecánico y que, gracias a un proceso inconsciente de transferencia, tiene como resultado su aceptación final.

Padecimiento recurrente durante los periodos de guerra, los miembros fantasma generalmente se asocian con la mutilación de extremidades o dedos. Kang Zheng descubrió en carne propia —aunque la expresión no parezca del todo apropiada— que de igual forma podía presentarse en otros miembros menos articulados, aun sin la presencia de huesos y sin los estragos en los nervios del muñón que suelen aducirse como explicación de la desconcertante presencia fantasmal.

La imagen corporal del miembro perdido de Kang Zheng atravesó por distintas fases, que acaso simplemente eran el reflejo de su evolución emocional y física. De percibirlo en un comienzo como una sospecha, como algo parecido a la estela del dolor —«una vaga exhalación de humo», según sus palabras—, muy pronto pasó a ser el asiento de sensaciones perturbadoras, no del todo agradables, que en su diario entendió como «irritaciones o ansiedades». Más tarde, el miembro fantasma le proporcionó placer, un disfrute tan variado como increíble, que abarcaba los extremos de la mera sensación táctil —del roce de la ropa, por ejemplo—, y el de un orgasmo vívido, por fuerza intransferible y seco, pero para todos los efectos real. Después el fantasma creció hasta proporciones descomunales, que cualquiera interpretaría como una forma del delirio; y aunque al principio esa transformación se dio sin mengua del placer que le transmitía, poco a poco se tornó en monstruosidad y malestar y bochorno. Con el tiempo, a una edad en la que de ser todavía un hombre completo quizá le habrían sobrevenido problemas de impotencia o de micción nocturna, la sensación del fantasma se fue diluyendo y un día desapareció de golpe aunque no para siempre. Con un movimiento particular de la pelvis —del que Kang Zheng no da muchos detalles en su diario—, y una serie de palmaditas en las ingles y el vientre, conseguía la resucitación de algo que ya no existía ni siquiera como fantasma, de modo que hasta el final de sus días pudo valerse de su «miembro de humo» cada vez que lo requería o se le daba la gana. (La literatura médica abunda en este tipo de testimonios de «resucitación» de fantasmas; pacientes que han aprendido a «despertar» a su miembro doblemente perdido, mediante rituales de estimulación, algunos de ellos ligados a ligeros golpes o masajes).

La etapa del placer, la más larga y por obvias razones significativa para Kang Zheng, sobrevino a raíz de que abandonó la costumbre de orinar en cuclillas, a la usanza de las mujeres. Después de su primer ascenso en el palacio —de jardinero a guardián—, y tras recibir una suma de dinero considerable para alguien que apenas tiene contacto con el mundo exterior, se decidió a comprar una canilla de plata importada del imperio Otomano, gracias a la cual pudo orinar de pie como un hombre común. El lujoso artefacto, parecido a un discreto embudo, se colocaba directamente en el pubis y su única función era encauzar el chorro a través de un pequeño orificio. Hasta entonces había experimentado dos o tres erecciones en forma, pero siempre se rodeaban de ansiedad y ardor y hasta de un poco de vergüenza, con excepción de la primera, que había sido gloriosa y feliz, una reafirmación de la vida. Kang Zheng, como por lo demás todos los eunucos, portaba consigo un clavo de estaño que le obturaba la uretra para así evitar mojarse involuntariamente —a causa de un esfuerzo o una carcajada insólita. Durante algún tiempo quizá llegó a sospechar que una ligera infección ocasionada por el clavo había terminado por contagiar, quién sabe mediante qué forma de contacto, a su miembro fantasma, de allí la sensación incómoda y el ardor. Con el empleo continuado de la canilla, sin embargo, el dominio y la conciencia de su miembro aumentó paulatinamente, tal como si la prótesis de plata hubiera dado forma no sólo a la orina, sino también a la incierta estofa que se insinuaba como un hálito bajo su ombligo. La primera erección libre de ansiedad y de prurito lo sorprendió no mucho después de comprar la canilla, una noche de luna llena en la que Kang Zheng escribió lo siguiente en un papel que conservó hasta el día de su muerte: «El tallo de jade se ha recompuesto, rotundo, sin astillas, y ahora brilla en la noche intenso y espectral como la luna».

El mandato de Qianlong fue un periodo especialmente agitado para los eunucos, tanto en el plano político como, por descabellado que parezca, en el plano sexual. Aunque tiende a creerse que la castración trae como consecuencia el eunuquismo espiritual, ha habido casos de gran arrogancia y hasta de soberbia y confrontación del poder que desdibujan por completo la imagen de mansedumbre y apatía con que se les identifica comúnmente. La rebeldía de un eunuco es quizá la expresión del resentimiento y la sed de venganza acumulada; una rebeldía tanto más aguda e impredecible puesto que se origina, al menos en parte, en el hecho de que se da por imposible, de que no se les cree en absoluto capaces. Los eunucos, a veces como forma de desafío y otras como válvula de escape, supieron extender esa rebeldía al terreno de la lascivia, infringiendo la norma más estricta que debía acatar un hombre de su condición: la castidad. Aprovechándose de la confianza ciega que suele depositarse en un hombre castrado, los eunucos encontraron la manera de satisfacer sus apetitos (intactos en casos excepcionales, con más frecuencia menguados, pero nunca aniquilados del todo), así como los impulsos de las concubinas, bullentes y exacerbados a causa del encierro. La convivencia estrecha, en condiciones parecidas a la esclavitud —una esclavitud del ocio y la voluptuosidad, y acaso por ello más perversa—, de cientos de mujeres hermosas dedicadas día y noche a su embellecimiento, cuya ocupación primordial consistía en estar en todo momento listas para los rituales del sexo, sin otra expectativa que la de ser finalmente elegidas por el emperador, es un cuadro embriagante, si se quiere malsano, pero a su manera irresistible, inclusive para un eunuco.

Pese a que no se cuenta con un informe de primera mano sobre lo que sucedía tras las puertas del palacio a lo largo de todas esas cálidas noches en que las jóvenes concubinas no habían sido favorecidas por el soberano, cuando supuestamente no les quedaba más remedio que revolverse en sus camas, insomnes y desconsoladas, es fácil conjeturar que era común que se entregaran a algo más que los suspiros.

La época en que Kang Zheng descubrió y a la larga se congratuló de su miembro fantasma fue una de las más estrictas y vigiladas. No había transcurrido sino una generación desde lo que popularmente se conoció como el periodo de «limpieza», cuando decenas de eunucos encontraron la muerte en un segunda y doblemente cruel emasculación ordenada por el emperador. Según el relato de Peter Tompkins en The Eunuch and the Virgin, todo comenzó al comprobarse una fiebre de libertinaje entre las damas y ciertos eunucos. Uno de los ministros recordó un comportamiento semejante durante la dinastía Ming, cuyos incidentes habían llegado a sus oídos transformados en leyenda, aderezados con detalles algo subidos de tono, incluso inverosímiles, hasta el punto de que llegó a afirmarse que los órganos mutilados de los eunucos «habían crecido en cierta medida con el tiempo», no está claro si como resultado de la actividad sexual o como condición propiciatoria. Impresionado por el relato del ministro y dominado por los celos tanto como por el enojo de la insubordinación, el emperador ordenó una inspección que tendría por objetivo «limpiar» de lujuria el palacio, lo que en términos prácticos se tradujo en una nueva emasculación de aquellos eunucos que hicieran gala de «órganos rudimentarios» y, como consecuencia de ello, en una matanza. La segunda operación, realizada a la fuerza, y cuyo fin explícito era extirpar cualquier protuberancia o insinuación en el vientre, era menos una cirugía que un castigo y hasta una ejecución disfrazada, pues pocos fueron los que sobrevivieron al desangramiento.

Desde que llegó al palacio, Kang Zheng escuchó durante las largas noches de invierno anécdotas y pormenores de aquel periodo de horror, todavía fulgurante en los ojos de algunos viejos eunucos que lo presenciaron. Aunque el emperador Qianlong no tuvo más remedio que arrepentirse de tal atrocidad, la sombra de una nueva emasculación pesaba en la conciencia de todos aquellos que se acercaban a las concubinas con segundas intenciones.

El ascenso de Kang Zheng al grado de guardia era una retribución normal por su diligencia y empeño, pero había sido facilitado en buena medida por su apariencia. Ya para entonces había perdido parte de su cabellera y sólo unos pocos mechones le brotaban desperdigados en la zona de la nuca; había engordado y los brazos le colgaban por debajo de las rodillas. Si antes la palabra «esperpento» venía a la mente al cruzárselo por los pasillos, ahora prácticamente se había convertido en un eufemismo. Es de notarse que Kang Zheng se ganara la confianza de sus superiores no sólo por su físico, sino también por el respeto y sobriedad que mostraba frente a las mujeres. En los mismos años en que sirvió de guardia de las concubinas recién llegadas, hay una serie de referencias en su diario a la sensación que dejaba la seda de los vestidos femeninos en su miembro fantasma, como si de algún modo esa extensión invisible de sí mismo pudiera traspasar su propia ropa y sentir el roce de las mujeres al pasar a su lado.

Por lo que puede inferirse a partir de su carrera hacia los altos mandos del palacio, Kang Zheng se benefició de este placer velado sin que nadie sospechara nada. Su cercanía con las mujeres, la manera como se aproximaba a ellas, era quizá demasiado estrecha y obstinada, pero apenas hubo un ligero indicio de que en cierta ocasión había rebasado los límites de un acercamiento inocente. Por lo demás, aprendió a disfrutar del contacto fantasmal con toda suerte de materiales y texturas; en El cuadernodel humo (también conocido como El libro o Los rollos del humo) puede leerse que acercó su miembro a las flores de loto, al musgo recién bañado por el rocío, a un estanque lleno de peces dorados, al vientre de una rana, a la densa neblina, y que todos éstos le proporcionaron un placer distinto. La cabellera lisa y peinada de las concubinas vírgenes, así como cierta gelatina de lichi perfumada con licor, son los fetiches que más veces se mencionan en el diario. Una vez probó suerte con el fuego; «quería copular con las llamas», anotó. Su miembro, fantasmal y subrepticio, pero no insensible, conoció la quemadura; la insensatez de ese experimento lo obligó a guardar reposo durante quince días ante la contrariedad del médico del palacio, que no supo más que diagnosticar una enfermedad imaginaria.

El carácter taimado de Kang Zheng, así como su facilidad para embaucar con las palabras y presentar los actos de los demás como infamantes o sospechosos, muy pronto le abrieron las puertas de un nuevo ascenso. Cuando los inspectores pidieron examinar su tesoro, y una vez que destapó delante de ellos el tarro, Kang Zheng palideció hasta el desvanecimiento, no porque su reliquia hubiera desaparecido, sino porque increíblemente había aumentado de tamaño. Sonriendo, los inspectores asociaron ese crecimiento con un canje o una broma, pues en verdad aquello se confundía con los genitales de un cerdo. El médico mencionó como posible causa de esa anomalía la humedad. Para Kang Zheng, que reconocía las peculiaridades de su miembro extirpado, ese tesoro era sin duda el suyo, «sólo que amplificado por la lascivia». Escuetamente se limitó a asentir. A la mañana siguiente despertó con la sensación de que su miembro, «tan grande como una serpiente o un lagarto», reptaba por la pared, hambriento y enceguecido. Reclinado en su camastro como si se dispusiera a una bocanada de opio, cruzó los brazos detrás de la cabeza y dejó que ese áspid recorriera la habitación. Además de la frialdad de las paredes y del tacto metálico de una espada que colgaba de un clavo, Kang Zheng experimentó la delicada caricia de las telarañas, cuyo encaje a la vez frágil y pegajoso pronto lo llevó al éxtasis, a un grito reprimido de gozo.

El miembro fantasma creció aún más durante las semanas siguientes. Kang Zheng describe esa transformación, esa deformidad, entre atribulado y exultante, como una época de placeres insospechados, «en que se acortaba la distancia entre las cosas y podía explorar las cavidades de un árbol o las guaridas de los ratones». De espaldas al mundo, en su soledad de emasculado, Kang Zheng había encontrado una forma retorcida de reconciliarse con todos los seres que pueblan la superficie del planeta,
de intimar con las cosas y las formas, de fecundarlas, así fuera de un modo intangible e inadvertido para ellas.

En ninguna etapa de esa actividad sexual que valdría calificar de poliédrica pasó por su cabeza el temblor de la desviación o la locura. Con una erección permanente y descomunal, quizá el diagnóstico de su extraña condición sería priapismo imaginario. Pero como la queja de dolor sólo aparece en sus escritos tardíamente, y la erección, en esta etapa feliz, se acompañaba de deseo sexual, habría que transferir a los médicos la pregunta de si es posible un cuadro de priapismo placentero: si en verdad un miembro es capaz de renunciar, para siempre y sin graves sufrimientos, a la flacidez.

 El ya para entonces respetado tercer mandarín comenzó a caminar por el palacio de un modo extraño: cruzaba los umbrales como si cargara un peso entre las manos. Meses después abría las piernas como si arrastrara entre ellas una cadena o como si le estorbara una cola obesa. A su fealdad se añadió el atributo de lo patituerto. Con horror comprobó la formación de llagas en su «tallo de jade», que de tanto arrastrarlo supuraba y escocía sin despedir, claro está, olor alguno. Sus ratos libres transcurrían de manera apartada y meditabunda, montado en una rama a la que había acondicionado la piel de un oso, o bien mirando el atardecer en un estanque sin pestañear siquiera. Procuró la nieve, la seda recién confeccionada, la miel, la harina de arroz… nada parecía aliviarlo. El acupunturista entendió o simuló entender el origen de sus males, pero ¿cómo curar una porción del cuerpo que no existe más? Tras un año de tentativas infructuosas, de probar con remedios disparatados, de untar en la punta del aire yemas de huevo de codorniz y aplicar compresas de tinta de pulpo, la deformidad comenzó su declive, el miembro se fue empequeñeciendo poco a poco y, con la llegada del otoño, se desvaneció en la nada, como una voluta de humo. El día en que finalmente se apagó del todo, Kang Zheng dejó escrito en su diario: «Hoy, a los setenta y siete años, soy por primera vez un eunuco».

Kang Zheng murió sabiendo dominar la aparición de su miembro fantasma siempre que lo deseaba. El ritual para rescatarlo del reino de las cenizas al parecer era breve y extraño, «una danza de aplausos en el vientre», y quienes lo presenciaron seguramente no pudieron más que entenderlo como una manía senil demasiado elaborada.

El día de su funeral, un eunuco del que no se ha conservado el nombre robó el tarro con el tesoro de Kang Zheng y lo sustituyó con otro que alojaba un pedazo de serpiente. Un ardid de esa calaña no podía engañar al Rey del Averno, pero en vista de que el miembro de Kang Zheng había atravesado por más fases que la propia luna, y alguna vez fue de carne y luego de humo, y se había rodeado de escamas y enfrentó y venció a su manera al no-ser, es probable que, al encontrarlo en sus dominios, el Rey del Averno careciera de motivos para la burla.

 

 

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