Las fotografías de Bardem / Nadia Villafuerte

Genaro es un nombre que nunca pronuncio para él. Genaro era digno de un albañil, con un nombre así no habría podido quererlo; en cambio Glenda es otra cosa: tan rara esa mujer, con sus hombros anchos y su cara masculina. Para mí es simplemente ella, que a veces se me queda viendo con su ternura paterna inflamada de rabia, o flota en el living con su mejilla azulada y sin afeitar. Está además el sentimiento de gratitud.

La noche en que Glenda llega por detrás, me asusto. Primero es dolor, después una sordera tenue; me dan ganas de voltear y ver la teatralidad decorativa del cabello largo de la peluca enmarcando su rostro, pero me concentro en los filos de luz que iluminan la pared. Se trata de complacerla. De hacerla feliz. Ella acepta mi amor servil en el calor húmedo de mi cuarto. Luego de cierto tiempo comienza a rechazarme. Se obsesiona con la limpieza y el orden. Le preocupa, sobre todo, el baño. Hace gestos cuando me acerco. Algo quiere decirme. Pero no se atreve.

Al principio, cuando descubro las visitas del joven de la farmacia, siento un punzón en el estómago. Desplazada otra vez. Los escucho lejanamente, mientras intento conciliar un sueño que no llega. Me asquea la idea de que se calienten y se babeen la piel y se rían de mí, que sea el muchacho idiota a quien prefiera, claro, porque quizá otorga cierta resistencia que yo no soy capaz de ofrecer. Quiero recobrar mi lugar pero recuerdo que nunca he tenido uno. Soy incapaz de infligir un mínimo daño, el que sea, con tal de arruinarles la tarde. Lo único que me queda es ensuciar la taza. Hago lodo en
el fregadero y percudo la loseta. Sé que las manchas de lodo no tardarán
en ser eliminadas por mí, pero me gusta que Glenda entre a orinar, una vez que despida al rubiecito estúpido, y descubra en el piso mis huellas, o en la taza restos de mi pésima digestión.

No sé por qué le molesta tanto la mugre. Yo, que crecí entre la porquería, no puedo distinguirla de la pulcritud. Limpiar es maquillar a la inversa. Quitas polvo, lodo, restos de imperfecciones, pelos estancados en los tubos de drenaje, sólo para que los objetos disimulen que serán deshonrados de nuevo: deshonrados, ella y su pudorosa palabra. En cambio sé que hay una naturaleza viva en el sudor, el olor a glándulas excitadas y cansancio impregnado en la ropa, el papel higiénico y sus secreciones, el sarro invadiendo la cocina.

Glenda me humilla cada que puede. No consigo saber por qué razón la he enojado tanto, qué se quebró en algún instante y arruinó los demás días. «¡Ya transpiras! Es decir: ¡Apestas!». No consigue echarme aunque lo insinúa. No abro la boca. La mía es una violenta calma. No tendría por qué quejarme. El trato al fin de cuentas lo hice yo. Aprieto los dientes. No tengo razones para rebelarme.

Me desquito sintiéndome a mis anchas en ese departamento ajeno, prendo la televisión, preparo comida y me siento en la mesa a contemplar filetes que no como, bailo desnuda frente al espejo de su armario, saco la cabeza de la ventana y silbo a los hombres que pasan abajo. A cualquiera de ellos, sin distinción alguna. Me gusta que vuelvan su vista hacia el quinto piso porque saco también el muñón. La mano izquierda es un palo delgado y triste. Hojeo libros y revistas y el tedio se vuelve más llevadero. Imágenes y anécdotas inútiles que me entretienen:

Está el libro que cuenta la historia de una mujer fascinada ante las manos de un jugador. «El arte de entender el movimiento de las manos se llama quiromancia», le explica ella, que abandona esposo e hijos para esperar al desconocido en la estación de trenes. Pero el jugador no aparece como ha prometido, y la detesto cuando duda y regresa, derrotada. Quiero ser el apostador y la mujer al mismo tiempo. Seguir jugando a la ruleta, engañar a la pobre dama de sociedad con apellidos importantes, arrastrar los pies al hogar donde los gritos domésticos esperan, intentar dormir mientras el tren destroza mi cuero cabelludo.

Está el portarretratos del buró. En un lado aparece la fotografía de Glenda, lleva el pelo azul y ojos y labios muy cargados de oscuro, una gargantilla que debe pesar con tanto brillo. «Estábamos de carnaval», replica, sin que yo lo pregunte. En otro retrato hay una niña desnuda, parece más bien un perrito famélico con cara de humano; aprieta contra sí sus rodillas, bajo ella hay un charco, la disposición de la luz delinea un ala en el agua. Me identifico: no hay ahí fragilidad; parece que su boca está endurecida deliberadamente, negándose a abrirla, negándose a ceder.

La venganza viene en el tiempo intermedio. Sucede una noche: atravieso la estancia y nos topamos. Nada de excesivo rubor y rímel, ni gargantillas de duquesa. Es la Glenda que conocí un poco desdibujada aquel mediodía del puerto. Un vestido corto, zapatillas, la peluca de cabello ondulado, la sonrisa de felicidad fugaz. Titubea, duda, no sabe si dar explicaciones, justificarse. Al final sale dando un portazo, infantil y arrogante, pero también hundida.

Pasa un año. Glenda es un reproche viviente contra mí. Lo que me asombraba de ella, su seguridad, su porte, la ausencia de flaquezas, se desvanece. Está sometida por esos motivos que le avergüenzan. Cuando desciende de los tacones, dejo de admirarla. El espejo se ha agrietado. No son sus vestidos, sino ese pudor el que la hace débil. «¿Por qué te abochorna tanto? ¡Te ves tan bien! Las estrellas no conocen la timidez, no tienen derecho», me gustaría decirle. La tensión será la misma hasta el final. Haré lo necesario para servir con decoro, nada dirá mientras tanto, aparentará que no le importa salir, de vez en cuando, vestida y maquillada como si fuera al can-can. Pero sé que sufre. Con ese pudor fustigándola, el muchacho rubio de la farmacia merma las citas hasta que desaparece. También bebe con más frecuencia. Quiere vivir pero no sabe cómo hacerlo. Quiere que me vaya y supongo que se resiste porque está sola.

Pasan dos. «¡Voy a dejar el zoológico…! Ahí me siento peor que pavorreal rozándose con guajolotes». Con su diálogo de comedia antigua, se mira en el espejo que le devuelve su triste máscara, su reflejo cuarentón en el cristal, la resaca aposentada en charcas acuosas bajo los ojos. Es su única forma de expresar la poca voluntad que tiene, de volverme cómplice. ¿Qué debería responder? Hay noches en que va hacia mi rincón de rata sucia y sigue montándome, arañándome la espalda: su torpe orgullo para ejercer dominio. Las últimas tardes juntas, ambas parecemos invisibles. Ya no hay nada por demostrar y ocultar. Nunca la veré como un hombre. Diría que amo de Glenda su voz, y en los meses finales, la satisfacción de tener cierto poder sobre ella, de provocar su espanto si pongo el ojo en la cerradura. Nunca preguntará si hace bien o mal al vestirse de mujer, si se ve mejor de un modo que de otro, si debería dedicarse a otra cosa que le agrade más en vez de cuidar insectos, si debería echarme. Nunca nos decimos este tipo de cosas. Simulamos y las horas no son sino un esfuerzo gigantesco por limpiar y ensuciar. Polvo facial por aquí, detergente allá.

Una tarde tocan a la puerta. Glenda no está. El hombre que pregunta por Genaro se llama Bardem. Ya lo he visto entrar y platicar con ella mientras me deslizo del cuarto a la cocina. No está, digo. Cierro. Vuelve a tocar. Pregunta mi nombre. «Somos amigos, Genaro y yo». Eso dice. «No necesita usted explicarse», le digo y él contesta: «Te expresas como si estuviéramos en la época de la Colonia». Me cuesta trabajo reconocer su acento. «Lo cierto es que eres el pantano más bello de la comarca y todos venimos a verte». Con esa frase continúa su asedio. Después pide que lo acompañe: «Anda. Te traeré de vuelta, estamos a quince minutos», explica. «Llevo tanto en casa del señor Genaro y nunca se había dignado a dirigirme la palabra», le reprocho. «¡Hala! ¡Lo resentida que saliste! Ya ves cómo es uno», termina.

Es un parpadeo, un adormilado abrir y cerrar de ojos. Todo crepita en las afueras de la ciudad porque acepto acompañarlo. Siempre es así. Ilógico y un poco anormal. Primero caminamos y después subimos a un bronquítico Ford azul. Ni siquiera me he dado cuenta de su aspecto, y en cambio pregunto nimiedades: «¿Cómo conociste a Glenda? ¿Desde cuándo? Y tú, ¿de dónde eres?», a lo que él responde con evasivas: «Aquí la gente duerme sin respirar, o sea, está muerta, y se mata porque trabaja de más». «Aquí hablamos con el volumen muy alto, gritando, y luego nos damos cuenta de que nos susurramos las palabras a nosotros mismos».

Recorremos las avenidas de la ciudad, el malecón, su brisa marisca, la costanera. Me gustan los techos cariados; las luces de las tiendas son como boyas delimitando un naufragio. El tráfico bordea los territorios del centro. Se oye muy cerca el ritmo melancólico de las fiestas. Diría que es la voz de un coro de emigrantes en la sentina de ese barco que es la ciudad anclada frente a una playa de aguas verdes. Siento que estoy en el lugar ideal, me pertenece el bullicio de quienes caminan ligeros, sin mayor destino que el concreto. Nada añoro y, por el contrario, tengo nostalgia de lo que está por venir. Pronto estamos en un cerro atestado de casas con techos de lámina. El alumbrado público mal ilumina los laberintos por donde subimos hasta llegar a la casa. Las paredes lucen su deterioro y se distingue un balcón.

Pronto sé cuál es la razón por la que Bardem me lleva a su cubil cuando veo las fotografías en las paredes: niños. Sanguíneos y turbios, posando desnudos en la alberca, en el césped, tocándose la punta de los pies, recostados en un largo sofá. «Mis hijos», dice. «Belina, Aldo, Sera». En la pared hay una réplica de la fotografía que Glenda tiene en su buró. Son criaturas semejantes a mí: quieren aletear pero no pueden, tal vez no lo hagan nunca. Piras: aves que arden atadas a la tierra. Parecen hallarse a gusto como están: atrapados. Por eso me agradan, aquellas primeras fotos.

«Desnúdate», ordena. Como estoy acostumbrada a las órdenes, no hay novedad. Posee un acento que no reconozco y es trigueño en una costa de gente morena. Sus ojos cabrilletean, su larga nariz inquisidora. Ni siquiera entiendo la importancia de su profesión cuando la anuncia. Si es fotógrafo, a mí me resulta igual a que sea carnicero. Lo que me inquieta es su pared. «Sera, se llama Sera y es la menor», dice, cuando le pregunto por la niña que está atrapada entre las piernas de un hombre (el torso desnudo, una mano acariciando el cuello de la pequeña, la otra mano tomando el dedo índice de Sera, Sera entrecerrando los párpados en una mueca vaga, mientras Bardem suelta, con un disparo, la presteza de ave de rapiña).

Quiero preguntar. Callarse también implica preguntar. Para mi sorpresa, me ha subido a la rendija del balcón. Una pierna fuera, una dentro. Como si montara un caballo que en realidad es un filo de hierro en la terraza natural forrada de un musgo suave salpicado de flores. Algo punza. Las imágenes en la pared también punzan. Cada una a su manera. Permanezco así por un momento hasta que siento el inexplicable pudor. Ansia de ser mirada, escarbada así, exhibida. Hay curiosidad pero me hace sentir incómoda.

Ni siquiera ha disparado la cámara, sólo mira, presiento que se burla. «Mi ocupación favorita es comunicar los asuntos más inútiles, como si estuviera confiando tremendos secretos», declara. «Soy un auténtico granuja creyéndose artista de cinematógrafo, buen argumento para comprobar que siempre han existido pelafustanes con aptitudes estéticas», añade. No sé si deba sentirme orgullosa de que un fotógrafo me dé cierta importancia, pienso con ironía. Y, no obstante, me deslumbra.

Se acerca y toca el muñón, su redondez cálida. La piel ahí es lisa y brillante. Increíble que la mano termine en ese lugar. Que no sea. Que algo oculte. Es la primera caricia que un hombre hace a la extremidad más impúdica. Una cicatriz expuesta. Es más obsceno que toque el muñón a que si me lamiera las rodillas, por ejemplo. Acariciando mi pequeño monstruo, quiero decirle: «Este cañón puede matar, puede destruir».

Bardem de pronto me empuja fuera de la buhardilla, al mismo tiempo que me detiene. Un juego. Me da la impresión de que quien se asusta es él. Ni siquiera tengo reflejos que me obliguen a defenderme del posible caer hacia la calle. Cada que lo evoco me perturba: habría estallado mi cráneo, un crop mínimo. No te fíes, sentencia Bardem con la agilidad de los transformistas en las tablas, riéndose, agregando un: «El aprendizaje tiene esa ventaja, darle sangre fría a uno, que es lo necesario porque la práctica del peligro contribuye a formarnos hábitos de prudencia».

Lo que sigue a continuación tiene que ver con la tarea de pescar y dejarse cuando cae el anzuelo. A mí me divierte. Intuyo que lo que él busca de mí es algo que sólo yo poseo. Pensar que la cama es semejante a un mar inmóvil. Ya estamos en su cuarto y hay mucha luz, una luz que casi puede tocarse. Me siento a gusto con Bardem desde aquella primera vez, no por él sino por las fotos: por los niños de mirada déspota, ojos fijos en una ilusoria hecatombe.

 

 

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