La Muralla / Luis Jorge Boone

El aventón ya no se lo pedimos a cualquiera. Al principio no éramos tan exigentes con los que se detenían al vernos, ahí, a un lado de la avenida, junto a la estatua del indio, recién salidos de la facultad, cargando maletas y mochila, sin dinero para el autobús o con espíritu de aventura, atenidos a la generosidad de los que pasan. Pero pronto aprendimos que no cualquiera aguanta dos horas en la caja de una camioneta sin buenos amortiguadores; no cualquiera se mete en un auto del año de la canica, sin clima, cuyo conductor —coetáneo del vehículo— no quiere abrir las ventanillas porque el polvo del desierto se le mete a los ojos.
      A veces se detenía gente que ya nos tenía ubicados. Un par de veces nos pasó, unos traileros que transportaban rollos de acero nos preguntaron: «¿Qué ustedes no son los doctores?». O gente que iba para Monclova nos llevaba y nos hacía prometerle, medio en broma y medio en serio, que cuando pusiéramos consultorio los atenderíamos gratis.
      Samuel viajó con nosotros una sola vez. Se nos acercó, evitando maletas y grupos de estudiantes, como si nada, como si cada semana hiciera lo mismo: estrecharnos las manos, dejar una mochila casi vacía sobre el polvo que se acumula a la orilla del asfalto y preguntar cómo nos iba. Otro que no quiere irse solo, pensamos.
      Samuel había saludado a Toni por su nombre. Pero creo que hasta los conductores que desafiaban el bordo y no frenaban notaron su expresión de perplejidad. Le pregunté a mi amigo de dónde lo conocía. No estaba seguro. Había salido hacía poco con una estudiante de psicología que iba de fiesta en bar. La verdad es que nunca había prestado atención más allá de asegurarse de saludar a todos con la mano correcta.
      «Claro, todos los psicólogos están locos», más en broma que como respuesta dijo Samuel cuando le pregunté si estudiaba psicología, y puso un pie en el asfalto, dejando su integridad física en manos de la probable exactitud de direcciones hidráulicas y mecánicas. Una camioneta se detuvo. «Voy yo», dijo. Cuando la dejó ir pensamos que algo había pasado, pero luego, cuando hizo lo mismo con otros dos vehículos, de plano nos sentimos molestos.
      —Nada más cabían dos.
      —Ni lo dejaste hablar.
      —¿No lo viste? La barba hecha nudos, los ojos rojos, la gorra de Bardahl y el peto con lamparones de aceite.
      —¿Te dio asco? ¿O te da vergüenza que te vean viajando con él?
      —No. Pero —la voz se le nubló—, por alguna razón, me da la impresión de
que ese hombre últimamente sueña que mata personas a mano limpia,
de formas horribles.
      Los tres decidíamos que íbamos a dejarlo en la cuneta, tragándose el polvo del siguiente vehículo que parase, cuando Samuel nos jaloneó, diciendo que estaba arreglado, que una pareja joven nos llevaría en el camper de su camioneta, sólo debíamos tener cuidado con las cajas donde llevaban vajillas y manteles.
      —Han de ser satanistas. Son cosas para misas negras —dijo Toni.
      Samuel se le quedó viendo seriamente, pero la razón de su desconcierto quedaba más allá del tono de mi amigo.
      —Nomás a ti se te ocurre —dijo, con una de esas sonrisas extraviadas que responden a una broma que nadie ha hecho.
      El camper ocupaba sólo la mitad de la caja, un pequeño sombrero embutido en una cabeza monumental, y no tenía puerta trasera, así que pudimos ver cómo nos alejábamos de la zona industrial de Saltillo y enfilábamos rumbo a la carretera vieja.
      —Me hubieran dejado conducir —dijo Omar, que sólo hablaba para quejarse—. ¿A poco no conocen la salida nueva? Ya inventaron la línea recta.
      Empezaron las curvas, los desniveles pronunciados que terminaban en la epifanía de una pequeña zona de derrumbes llamada Las Imágenes. Una extensión de desierto ocupada por promontorios de tierra, algunos breves y otros grandísimos, esculpidos por el antojo de la intemperie, amontonamientos que semejan inmensos nidos vacíos de termitas o ruinas de rascacielos en miniatura que se han colapsado hacia el sótano, cañones cuyos bordes parecen de cera derretida.
      Empezamos a platicar. Mencionamos de pasada a la psicóloga de Toni y sus reuniones obligatorias de los viernes.
      —Yo nunca voy a fiestas —dijo Samuel—. Ni a clases.
      —Ya. ¿Y vas a decir por qué te da miedo la gente? —embistió Toni.
      —¿A ti no? —la voz de Samuel apenas vencía la fuerza del viento que se colaba por el hueco de la puerta trasera—. A veces uno no sabe exactamente con quién viaja.
      —Lo único que conseguiste fue que saliéramos tarde.
      —Pero vamos a llegar. ¿Cuánta gente va por la carretera —abrió su chamarra y la hoja dentada y larga de un cuchillo asomó apenas—, sin saber si va a llegar o no a su destino?—. Nosotros lo escuchábamos, muy quietos, vueltos piedra. —Vas en el asiento del copiloto, haciendo plática a un desconocido, viendo por las ventanillas el atardecer, feliz porque viajas sin pagar, sin saber que quizá sea la última vez. ¿De veras creen que las cosas se obtienen gratis?
Los muchachos y yo debimos de inventarnos cien películas diferentes cada uno, pero seguro todas incluían a un loco pidiendo aventón en solitarias carreteras del norte para destazar a sus víctimas con un cuchillo de campamento.
      —Es para defenderme.
      —Claro —dije.
      —¿Dirían que vamos como a cien kilómetros por hora? —Omar respondió que más o menos.
      —Entonces falta como media hora —y empezó a contarnos—. Hace dos meses pedí aventón en el mismo lugar donde nos levantaron. Un jueves. Nomás yo estaba al pie de la estatua del indio. Casi nadie pasaba, y absolutamente nadie se detenía.       Regresaba con mi mochila a rastras cuando, al pasar frente a una gasolinera, escuché a un hombre de sombrero vaquero decirle al despachador que le llenara el tanque y le calibrara las llantas, porque salía rumbo a Piedras Negras.
      »El hombre entró al autoservicio, lo esperé hasta que salió, y le pregunté si podía dejarme en Sabinas. Me miró por un rato demasiado largo; luego, como si me notara por primera vez, sonrió torciendo los labios y dijo que claro, que podía viajar en la caja.       El motor arrancó y sonó como si fuera a quebrarse. Me sorprendió la velocidad a la que podía ir esa camioneta tan vieja, el roce del aire debía contribuir a arrancarle costras de la pintura roja. El aire frío del desierto me cortaba la cara, y me refundí en una esquina de la caja. El hombre me vio por el retrovisor mientras me acomodaba, y subió el pulgar, como diciéndome que todo marchaba bien, o tal vez que yo me lo había buscado.
      »El aire estaba húmedo, olía a tierra mojada. Hacía frío. Pensé en decirle que no fuera mala onda, que me dejara ir adelante, pero cuando volteé hacia la cabina, me pareció ver como si el hombre platicara con alguien. No vi si llevaba perro, o algo. Manoteaba, movía la cabeza, hasta se reía. Pensé que quizá era de esas personas que tratan a los animales como personas, y viceversa.
      »Como a la hora de camino, llegamos a La Muralla. Las montañas interrumpieron la oscuridad plana del desierto, el brazo de la Sierra Madre Oriental que atraviesa la carretera 57, en medio de cerros que parecen paredes. El hombre redujo la velocidad a un nivel peligroso, como si quisiera ver bien las piedras enormes que se levantaban justo en los límites de la cinta asfáltica, como torres jorobadas. Vi hacia arriba: las siluetas puntiagudas se recortaban contra las nubes. En el otro extremo de la carretera, un barranco se abría junto con el recuerdo de cientos de accidentes.
      »El vehículo se detuvo. Las luces se apagaron y una luz muerta iluminó el paisaje. Truenos en la distancia. Estábamos en el descanso que hay a la mitad de los diez kilómetros y medio que dura La Muralla. Iba a llover.
      »—Bájate a echar una firma. ¿O qué? ¿Con tanto frío no te han dado ganas de mear?
      »El lugar era una especie de balcón donde cabían dos o tres autobuses. Una barda baja de piedra marcaba el inicio del barranco. Recientemente habían remodelado la carretera, ampliado los carriles y acondicionado el paradero. Busqué la estatua de un oso erguido sobre las patas traseras que las autoridades habían puesto ahí sin que viniera mucho al caso. Fui hasta ella y oriné.       El aire arreciaba por momentos.
      »—¿Sabías que se han robado ese pinche oso como tres veces? —gritó el hombre desde su puesto—. El que se lo roba lo tira por ahí, alguien reporta que lo vio allá por La Hacienda de Guadalupe y lo traen de regreso. El que se lo lleva es un bromista. Pero, si a bromas vamos, ¿a santo de qué un oso de bronce en pleno desierto? ¿Para ver qué cara ponemos? —no volteé a verlo, pues no quería salpicarme los zapatos, pero la voz del hombre se extinguía poco a poco, como alejándose—. Y se lo van a llevar de nuevo, te lo aseguro, y lo van a encontrar y lo van a traer otra vez —y se carcajeó con sonidos toscos.
      »Me subí la bragueta y empezaron los relámpagos. La sucesión azarosa de extrema oscuridad y luz intensa era desconcertante.       El viento me golpeaba.
      »Tuve miedo de que el viejo cabrón se largara de ahí y me dejara en medio de la nada. Un relámpago me mostró la camioneta. Me acerqué a ella tratando de adivinar dónde estaría el hombre; la grava crujía con mis pasos, haciéndome resbalar de pronto, delatando que corría más rápido a medida que me entraba la ansiedad.
      »Escuché un ruido. Ramas quebrándose, o tierra que se desliza cuesta abajo. Otra vez. El barranco. Un relámpago duró más de lo habitual, vi la barda de piedra y me acerqué sin pensarlo. Me asomé y el siguiente relámpago me permitió reconocer la forma serpenteante de una especie de sendero que se adentraba al fondo del barranco. La dirección del viento cambiaba, jalándome hacia el despeñadero. Me aferré al borde. Otro relámpago me mostró el fondo. Otra ráfaga llegó desde atrás y sentí como si alguien pasara junto a mí durante un segundo y se riera muy despacio, junto a mi oreja, para alejarse después, como si estuviera montado en el viento. La contemplación súbita del fondo del barranco me mareó. El frío. Busqué la camioneta, decidido a meterme en la cabina. Al momento de dar el primer paso en el piso inestable, sentí que una ráfaga disparada desde algún lugar de la oscuridad me golpeó el pecho, impulsándome como si tuviera manos, como si pudiera jalarme y luego soltarme, y dejarme colgando en el vacío, aferrado a la barda, buscando desesperadamente la manera de apoyar los pies en la nada.
      »Estuve menos de un minuto colgando en el barranco. El vértigo me desubicó: creí que el cielo me atraía a caer, que sobre mi cabeza se alzaba el abismo. Les puedo jurar que, con la luz defectuosa de uno de los relámpagos, pude ver, en lo alto de la montaña, tan lejos que ahora me parece imposible haber distinguido algo, una figura que se asomaba, como esperando observar mi caída. La figura de un hombre. Un hombre que llevaba sombrero.
      »Logré subir y las primeras gotas cayeron sobre la grava. La voz me sobresaltó al escucharla tan cerca.
      »—Ya estuvo. Hay que llegarle —quise preguntarle a dónde había ido, cómo había bajado, para qué; pero no, mejor no—. Vente adelante si quieres.
      »Salté a la caja y el hombre se carcajeó. Murmuró, subió a la cabina y puso reversa hasta quedar frente al oso. Sacó una mano por la ventanilla y señaló la estatua con el índice. Agradecí cuando emprendimos de nuevo el camino, como almas que lleva el diablo. Lo último que importaba era que pudiéramos voltearnos.
      »Me bajé en el semáforo de Castaños, aprovechando que nos tocó el rojo. Estaba empapado. Apuré un gracias y me dirigí a la central de autobuses. El viejo cabrón ni siquiera volteó a verme».
      Ya no volvería a hablar. Samuel se cubrió la cabeza con la chamarra, se recostó en la caja y se puso las manos en los oídos.
      Estábamos cruzando La Muralla.
      Pasamos el paradero.
      Nadie dijo nada.
      En lo alto, las crestas irregulares de las montañas dibujaban contra el cielo un mapa de tinieblas.
      Omar, Toni y yo nos bajamos en el cruce de Madero y Juárez. Samuel no se movió, siguió enroscado y cubierto. Ninguno de nosotros se le acercó; no habíamos olvidado el cuchillo. Agradecimos a la pareja y nos alejamos. Tampoco les advertimos nada.
      El aventón ya no se lo queremos pedir a cualquiera, y es más difícil que alguien nos lleve. Y es que la carrera de medicina es pesada, hay que leer mucho, estudiar los fines de semana. Ayer, Omar dijo que la próxima vez tomaría el autobús. Toni, que iba a dejar de ir por un rato, que ya tiene novia acá. Y a mí, la verdad, nada más de imaginarme pidiendo aventón, de suponer que una camioneta roja, muy vieja, se detiene, y un hombre de sombrero se asoma desde la cabina y dice «Súbete», de pensar que tendría que hacerme el sordo y alejarme, la verdad, a esas alturas, la idea de viajar de aventón me parece demasiado complicada, una mala costumbre que debo dejar.

 

 

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