El contorno de la historia / David Ulin

Decidí ayudar a mi hijo Noah con la lectura de El gran Gatsby. No me lo pidió exactamente, pero tampoco dijo que no. En principio, le mostré algunas de mis anotaciones: las galeras de una novela que estaba revisando, la copia subrayada de un texto en preparación para mi trabajo docente. Se paró justo en la puerta de mi oficina en casa, hojeando las páginas y sonriendo para sí mismo. «Reprobarías si estuvieras en mi clase», dijo.
      Noah tenía razón, por supuesto, ya que soy un minimalista cuando se trata de anotaciones al margen… o tal vez es sólo que, en este momento, ya sé lo que funciona para mí. De cualquier manera, he desarrollado mi propia taquigrafía para tomar notas, un sistema de guiones y asteriscos y subrayados que ocupan el lugar del lenguaje, que sirven más como memoria activa —«citar esto»— que como las partes componentes de cualquier marco intelectual o crítico. No es que me importe resaltar los pasajes que me conmueven; de hecho, he crecido tan acostumbrado a leer con una pluma en la mano que lo echo de menos, es como un dolor casi físico cuando leo por placer, como si en el acto de anotar no pudiera evitar una zambullida más profunda. Y, sin embargo, como Noah, no quiero distraerme, no quiero que se me retire de la circulación. Los ejemplos de anotaciones que él me mostró, una serie de pliegos de página cubiertos con pequeños círculos dibujados, hicieron que me doliera la cabeza, no tanto debido a la espesura de los comentarios como por la forma en que la página estaba completamente abarrotada. Demasiadas anotaciones pueden ser abrumadoras, interrumpiendo la sensibilidad del lector por encima de la del escritor hasta que ésta se oscurece. Para mí, esto es la antítesis de la naturaleza del proceso, que es (o debería ser) porosa, un tejido en lugar de una diseminación, una mezcla, no una imposición, de sensibilidades.
      Yo no le dije todo esto a Noah. En cambio, sugerí una manera de manipular el sistema, utilizando una versión abreviada de mi taquigrafía mientras él leía para después volver a llenar con sus comentarios. También me ofrecí a releer la novela con él, así que podríamos hablar de ello mientras trabajaba. Él me lanzó una mirada, los ojos entornados, escéptico, pero una vez más, no me rechazó.       «¿Hasta dónde vas en la lectura?», pregunté, y cuando dijo que su clase ya había terminado los seis primeros capítulos, me fui al librero y bajé mi viejo libro de bolsillo Scribner: la misma copia que había leído en la escuela secundaria, con la cara de una mujer de los años veinte en la portada, recortada en la noche bajo el resplandeciente caos de las luces eléctricas, sus ojos tristes recordando el anuncio monumental del doctor T. J. Eckleburg, que vela por el tumulto de la novela con una mirada tan desconectada e impasible como la de Dios. Hojeé el libro para ver lo que me esperaba. Ciento dieciocho páginas, no hay problema. Podría hacerlo en un par de horas. Era una tarde de domingo de marzo, y el resto de la jornada se extendía ante mí como un signo de interrogación. Hablé con Noah uno o dos minutos más antes de que se fuera a su cuarto. Detrás de la puerta cerrada, podía escuchar música —Green Day, la música de la película Rent— y el sonido de risas mientras charlaba con un amigo. Me llevé El gran Gatsby a la sala y me tiré en el sofá. «En mis días más jóvenes y más vulnerables», la novela empieza, «mi padre me dio un consejo al que he dado vueltas desde entonces: “Cuando te sientas inclinado a criticar a alguien”, me dijo, “sólo recuerda que todas las personas de este mundo no han tenido las ventajas que tú has tenido”». Allí estaba, justo desde el principio, la clásica preocupación de Fitzgerald por el privilegio y la clase. Y luego esto: «No dijo más, pero siempre hemos sido excepcionalmente comunicativos de una manera reservada, y entendí que quería decir mucho más que eso».
      Excepcionalmente comunicativos de una manera reservada. Aquí tenemos la esencia de la dinámica entre padre e hijo, evocada en menos de una oración, en seis palabras muy bien escogidas. Sentí un destello de reconocimiento, de conexión, sentí que me deslizaba bajo la superficie del lenguaje, sentí al libro levantarse como si fuera a tragarme. Esto es lo que me había hecho falta, esa inmersión total, el sentido que tiene dar el salto vertical. Esto es lo que la lectura tenía que ofrecer, ese balance de la primera y la segunda visión, de saber y no saber, de encontrarte a ti mismo en otra persona. Mi primera reacción fue de alivio, y no sólo porque me metí en el libro con tanta facilidad. Habían pasado décadas desde que había leído El gran Gatsby, y no sabía a ciencia cierta cómo sería. Volver a leer puede ser un proceso complicado, en el que, para bien o para mal, te enfrentas cara a cara con el presente y el pasado. Es diferente que leer, hay más estratos, más matices, con implicaciones acerca de cómo hemos cambiado. En su libro de 2005, Relecturas, Anne Fadiman busca la diferencia entre lectura y relectura: «La primera tenía más velocidad, esta última tenía más fondo. La primera dejó fuera el mundo con el fin de enfocarse en la historia, la segunda atrajo al mundo con el fin de evaluar la historia. La primera era más divertida, esta última era más cínica. Pero lo más notable acerca de esta última fue que contenía a la primera: aun cuando, como en la mitad superior de un conjunto de lentes bifocales, veía el libro a través de los complicados lentes de la edad adulta, también lo veía a través de la memoria de la primera vez que lo leí». Eso era cierto, aunque aquellos recuerdos a veces resulten ser engañosos; perdí libros cuando intentaba releerlos, por ejemplo Sangre sabia, de Flannery O’Connor, que yo había amado en la universidad, pero que tarde o temprano empecé a ver como el pastiche de un joven escritor, que era menos sobre la vida como realmente es, que la proyección naif de cómo esa vida podría ser. Ésta era mi preocupación con El gran Gatsby, que Fitzgerald escribió a finales de sus veinte (el libro fue publicado cuando tenía 29). ¿Cuánto podría haber conocido, sobre todo acerca de su propia vulnerabilidad y deficiencias, sobre la forma en que el mundo puede tomar todo de nosotros, nuestro orgullo, nuestras aspiraciones, el propio corazón? Por este motivo yo admiraba su obra posterior —El Crack-Up, Las historias de Pat Hobby, El amor del último magnate—: porque, defectuosa como era, revelaba a un Fitzgerald más allá del estereotipo, un hombre dañado, más viejo y con un peso mayor. «Recuerdo que viajaba en un taxi, una tarde, entre edificios de gran altura, bajo un cielo malva y rosa», escribió en 1932, mirando hacia atrás, a los años veinte, cuando A este lado del paraíso habría de convertirlo en el brindis de Manhattan. «Empecé a gritar porque tenía todo lo que quería y sabía que nunca sería tan feliz de nuevo».
      Aquí vemos la mezcla de lo personal y lo universal, la forma específica en que la experiencia en Fitzgerald (viajar en un taxi, una tarde, entre los edificios de gran altura, bajo un cielo malva y rosa) sangra en una comprensión más amplia de la pérdida humana. El anhelo es casi palpable, el sentimiento de que la alegría es pasajera, que incluso las satisfacciones más profundas (tenía todo lo que quería) deben desaparecer bajo la presión del tiempo. ¿Podría el joven Fitzgerald haber reconocido esto? El gran Gatsby muestra que sí lo hizo. Cuando Nick abandona la casa de Gatsby por primera vez, después de una enloquecida fiesta de fin de semana, él vislumbra un tipo similar de disipación, la soledad cifrada en las más frenéticas celebraciones, el silencio en el centro del mundo. «Miré hacia atrás una vez», nos dice.       «La oblea de la luna brillaba sobre la casa de Gatsby, haciendo a la noche magnífica como antes y sobreviviendo a la risa y al sonido de su quieto y brillante jardín. Un vacío repentino parecía fluir ahora de las ventanas y las grandes puertas, dotando de un aislamiento completo a la figura del anfitrión que estaba en el porche con la mano en un gesto formal de despedida». Es imposible leer estas líneas sin pensar de alguna manera en el mismo Fitzgerald. «Sobre todo, nosotros los autores debemos repetirnos: ésa es la verdad», reconoció en un ensayo de 1933 llamado «Cien inicios en falso», publicado en The Saturday Evening Post. «Tenemos dos o tres grandes experiencias
en movimiento en nuestras vidas, experiencias tan grandes y conmovedoras que nos parece en ese preciso momento que nadie ha sido tomado y aporreado y deslumbrado y sorprendido y golpeado y quebrado y rescatado e iluminado y recompensado y humillado de esa manera nunca antes». Ésta es una gran línea, verdadera en casi todos los escritores más emblemáticos para mí. Joan Didion y Jack Kerouac, Frank Conroy y Alexander Trocchi, y, por supuesto, el pobre de Malcolm Lowry, sentado en su playa de la Columbia Británica, tratando de escribir su escape del alcoholismo y la derrota. Pero puede ser más cierto en Fitzgerald, que ha sido malinterpretado por largo tiempo como un cronista social, etiquetado —al igual que Kerouac— con la tremenda carga de ser considerado la voz de su generación, hasta que las particularidades de su fascinación, esas dos o tres grandes experiencias conmovedoras, son incluidas en otro tipo de mito. Me quedé pensando en esto mientras leía los primeros seis capítulos de El gran Gatsby, pensaba en las arquitecturas que erigimos sobre ciertos libros y autores, hasta que su esencia se oscurece. Esto también, me permito sugerir, es parte del problema: la forma
en que hablamos alrededor más que sobre los libros que leemos, la forma en que solemos centrarnos en todo menos en la cosa misma.
      Y sin embargo… mientras pasaba la larga tarde del domingo como miel líquida, yo empecé a divagar. En parte era el silencio, tan amorfo como el paso del tiempo. En parte era la luz, lenta y difusa; en parte el agotamiento, que siguió aumentando hasta filtrarse en las adormecedoras pulsaciones de las palabras. Pero, más que nada, debo admitir que fue la distracción, la incapacidad para mantener a raya la insistencia del mundo. Leí un poco, luego prendí la televisión, miré las noticias sobre los entrenamientos de primavera, vi una película olvidada. Llamé a mi esposa, Rae, que había salido con nuestra hija Sophie, llevé a pasear al perro. Pasé las hojas para ver cuántas páginas había en cada capítulo, como para calibrar mi experiencia. Esto es algo que siempre he hecho, una forma de situarme frente a un libro. Pero este conocimiento puede ser una vía de doble sentido, y en este domingo comenzó a trabajar en mi contra, ocasionando no anticipación, sino una especie de terror.
      Al final, me obligué a seguir con la lectura, no por otra razón sino porque se lo debía a mi hijo. Quería dar el ejemplo, ser un modelo a seguir —pero también quería rescatarlo, salir a nado de las corrientes cambiantes de la novela y llevarlo a casa. Yo seguía pensando en un viaje que habíamos hecho a Hawaii unos años antes, unas vacaciones en familia para celebrar el septuagésimo cumpleaños de mi suegra. En algún momento de nuestra visita, Rae y Noah y yo decidimos ir a bucear, desde un barco que navegaba entre los arrecifes, no lejos de la costa. Llegamos en shorts y con protector solar, nos reunimos con los otros turistas (una pareja del Medio Oeste, un pequeño grupo de amigos de California), conversamos brevemente sobre lo poco que sabíamos. Yo había ido un par de veces a bucear, cuando era adolescente, en las tranquilas aguas del Caribe; me había encantado, y todavía recordaba vívidamente la experiencia de volar sobre la superficie del océano, clavándome y elevándome con un ligero pataleo de mis aletas, sumergiéndome, girando, libre de la gravedad, pasando por encima de cardúmenes de peces de colores como si fueran uno solo. El agua estaba tan caliente que me había puesto un traje de baño y una camiseta; era, según recuerdo, como meterse en una tina gigante. El primer indicio de que esto iba a ser diferente se produjo cuando el instructor de buceo colocó varios trajes de buzo en la cubierta de la popa y nos pidieron a cada quien encontrar uno que nos quedara; el segundo llegó tan pronto como salimos del canal del puerto y nos dirigimos a mar abierto, en el Pacífico: inmediatamente nos vimos sacudidos por las olas, inclinados por amplios rollos de agua, aun cuando estábamos a no más de un centenar de metros de la costa. Rae fue la primera en sucumbir, incluso antes de que pudiera ponerse el traje de buzo; su rostro se puso pálido, su piel lustrosa, y entonces ya estaba vomitando por la borda. Pasó el resto de la mañana tirada en una de las bancas que se alineaban en la mitad de la cubierta, la cara escondida en el pliegue del codo, los ojos cerrados firmemente contra el balanceo de la embarcación.
      A Noah y a mí nos fue mejor —al menos al principio. («Mareo-racional», escribe David Foster Wallace en su ensayo «Una cosa supuestamente divertida que nunca haré otra vez»: «resulta que los bravos océanos son una suerte de batalla: no hay manera de saber de antemano cómo vas a reaccionar»). Teníamos puestos nuestros trajes de buzo, a pesar de que el movimiento hacía difícil el equilibrio, y yo podía sentir mi estómago sacudirse. Fuera de la popa, el océano se veía tentador, no sólo porque era fresco y verde, sino también porque el instructor de buceo no dejaba de repetirnos que, una vez en él, seríamos menos susceptibles a su movimiento y más una parte de su flujo y reflujo. Nos metimos en grupo, y en un segundo supe que estaba en problemas. El agua estaba picada, arriba y abajo, arriba y abajo, un chapoteo constante. Puse el reciclador en mi boca y me dejé deslizar debajo de la superficie, pero no estaba mucho mejor allí abajo. Podía sentir las corrientes, su implacable tirar, podía sentir el tirón de la máscara en la cara. Empecé a respirar rápidamente, como al borde del pánico; instintivamente irrumpí en la superficie para alcanzar la seguridad del aire real. La satisfacción fue breve, ya que tan pronto como salí, empecé a rebotar. El agua se metió en mi boca y mi nariz. El barco estaba a unos metros de distancia, era fácil nadar, pero no había ningún consuelo en esa acción. Además, mi hijo estaba en el agua, una decena de metros más abajo con el resto de los buzos, y yo tenía que cuidar de él.
      Así que me regresé al agua, de regreso bajo la superficie otra vez. Me dirigí hacia los demás, que se encontraban apiñados cerca del alambre del guía; algunos de los más aventureros ya se desprendían de la arquitectura irregular de los arrecifes. Noah era fácil de encontrar: estaba con el instructor, practicando la navegación, ambos nadando juntos casi como una imagen de espejo, como un pas de deux bajo el agua. Me di la vuelta y me sumergí levemente, nadando un poco por mi cuenta. Todavía estaba respirando rápido, pero el pánico había desaparecido, dejando en su lugar una ansiedad más general. Esto no era el buceo como lo recordaba. No fue fácil, se trataba de una pelea. Las corrientes me seguían empujando, en primer lugar hacia la orilla, y luego me alejaban; esto requirió toda mi energía para permanecer en el área general de la embarcación. De repente me di cuenta de que yo estaba, en el sentido más literal que se pueda imaginar, adentro y por encima de mi cabeza. Cuarenta y seis años de edad, sin ninguna condición, no el más fuerte nadador, en aguas más enérgicas de lo que yo había conocido jamás. Así es como la gente muere, recuerdo haber pensado… y entonces miré hacia donde estaba Noah, que estaba a la deriva, y vi que algo había salido mal. Lo vi señalar hacia la superficie, vi al instructor menear la cabeza diciendo que no, luego vi una nube de algo (parecía comida para peces, aunque más tarde comprendí que era vómito) que explotó por la boquilla de Noah cuando su cuerpo se aflojó. Me di vuelta y nadé hacia ellos, moviéndome tan rápido como las corrientes me lo permitían. Pude sentir mi cuerpo comenzar a llenarse de adrenalina: no una inundación, sino una especie de creciente y constante tensión, no llena de pánico, pero sí con miedo. Mientras empujaba a través de la marea, el instructor tomó del brazo a mi hijo y lo llevó a la superficie. Me encontré con ellos, justo a tiempo para ver a Noah experimentar un pequeño estremecimiento, como si acabara de despertar. Detrás de su visor, sus ojos se agitaban, yo podía ver el movimiento de su pecho mientras el instructor sostenía la boquilla en sus labios. Súbelo, súbelo, pensé, tomando el otro brazo de Noah y elevándome con ellos. Y entonces salimos. El aire fue una revelación, el cielo azul e imperturbable, el océano moviéndose debajo de nosotros, nuestros cuerpos saltando arriba y abajo como corchos. Escupí mi reciclador, di un largo suspiro mientras maniobraba detrás de Noah, lo dejé descansar en mi pecho. Pasé su brazo alrededor de la parte superior de mi cuerpo para mantener su cabeza por encima de las olas. El instructor señaló hacia el barco, que aún estaba cerca, a pesar de que se había desplazado un poco: quizá diez, quizá quince metros. Entonces me preguntó si iba a estar bien sin su ayuda, y cuando asentí con la cabeza, se deslizó de nuevo por debajo del agua y se había ido.
      Supe que había otros instructores observando. Y sabía que la tripulación del barco estaba allí para ayudar. Cuando llevé a Noah a la popa, un minuto o dos después de haber salido a la superficie, me encontré con tres hombres, todos tratando de alcanzar sus brazos y piernas, para ayudarme a subirlo a cubierta. Veinte minutos más tarde, sentado en el mismo puente, bebiendo de una botella de agua y mirando a mi esposa e hijo, ahora boca arriba sobre las bancas, durmiendo y recuperándose de la experiencia como si fuera un borracho particularmente desagradable, yo ya podía ver los contornos de la historia, ya podía sentir el relato en que se convertiría. Pero antes de convertirse en una historia, durante uno o dos minutos en el agua, lo que yo recuerdo con más fuerza es la sensación de que las cosas podrían haber sucedido en cualquier dirección. Diez o quince metros es una batalla cuando estás nadando contra la corriente con otro cuerpo en tus brazos, y fue en los últimos metros, mientras subíamos a lo largo del costado de babor de la embarcación y tuvimos que llegar a la plataforma de buceo, que me sentí verdaderamente aterrorizado. En la película Tiburón —que vi tantas veces cuando era un adolescente de 13 años que todavía puedo citar grandes fragmentos de los diálogos—, Robert Shaw, como Quint, narra la saga del porta-aviones uss Indianápolis, torpedeado en el Pacífico el 30 de julio de 1945, poco después de haber entregado los componentes para la bomba de Hiroshima. «Mediodía del quinto día, Mr. Hooper», le dice a Richard Dreyfuss, «un Lockheed Ventura nos vio, voló bajo y nos vio. Era un joven piloto, mucho más joven que el señor Hooper, de todos modos nos vio y bajó. Y tres horas más tarde, un enorme pby bajó y empezó a recogernos. ¿Sabe usted que fue ése el momento en que tuve más miedo? Esperando mi turno. Jamás me pondré un chaleco salvavidas otra vez».
      En el monólogo de Shaw se entiende exactamente lo que yo también sentí en el agua, la sensación de que si ocurría una tragedia sería en estos últimos segundos, cuando la eternidad pondría al descubierto sus dientes. A pesar de que no fue así, de alguna manera extraña la sensación se prolongó, incluso después de haber regresado a tierra firme. Dos años más tarde, escuchando cómo Noah se quejaba de El gran Gatsby, yo tenía una imagen mental de él debatiéndose en el océano lingüístico de la novela, tanto como se había debatido en el Pacífico en ese día de buceo. Tuve la inspiración de que podría rescatarlo, de que juntos podríamos lograrlo y regresar al barco.
      Noah, por supuesto, tenía otras ideas. En la mañana del lunes, mientras lo llevaba a tomar el autobús escolar, traté de hablar de Fitzgerald, pero él me rechazó de manera rotunda. «Ya lo tengo resuelto», dijo, cuando le pregunté acerca de sus anotaciones, y cuando lo presioné un poco, surgió en él la mirada del doctor T. J. Eckleburg: entornó hacia mí sus propios ojos y volteó la cara hacia la ventana. «Tú sabes», le dije, «que pasé toda la tarde de ayer leyendo para ayudarte». Incluso mientras yo hablaba, ambos reconocíamos la ausencia de culpa. Noah se volvió hacia mí lentamente, su mirada oscura y confusa. No te preocupes por eso, casi le dije, olvídalo —pero ya era demasiado tarde. Si el arte de la crianza de los hijos es, como pienso a menudo, el arte de mantener la boca cerrada, aquí en el coche, me había equivocado. Yo había dicho demasiado.
      Y así que esperé que Noah me diera mi merecido, en la forma en que sólo un joven de 15 años puede hacerlo. Cuando llegó fue sorprendentemente suave: «Yo no te pedí que me ayudaras», dijo Noah.

Traducción de Laura Solórzano

 

 

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