Cabeza de plancha / Aimee Bender

La pareja con cabezas de calabaza contrajo nupcias. Habían salido durante varios años hasta que ella se impacientó. «Me estoy cociendo», le dijo, y llevó la mano de él hasta su propio cuello para que sintiera en el interior de su cabeza lo caliente que estaba la pulpa, cómo se había vuelto aguada y carnosa con el tiempo. El agobio y la excitación lo hicieron tambalearse. La tomó de la mano para dirigirse hacia la enorme y cómoda cama y, mientras le desabrochaba el vestido, pensó acerca de lo que ella le pedía y supuso que se trataba de algo que podía concederle. Deslizó el cinturón a través de las presillas, la cintura de sus pantalones suspiró aliviada y resbaló. A la hora de tener relaciones sexuales lo hicieron con las calabazas en un cierto ángulo, para evitar darse de cabezazos.

Tuvieron una gran boda con música de jazz en vivo, luego ella dio a luz dos niñas en un lapso de cuatro años, cada una con su pequeña y luminosa cabeza de calabaza, una más amarillenta, la otra de color naranja oscuro. La madre cabeza de calabaza quedó embarazada de su tercer hijo en el séptimo año; caminaba alrededor de la casa sobándose el vientre, sobre todo la parte más abultada. En el hospital, el día del nacimiento, las enfermeras envolvieron al bebé con una frazada y se lo mostraron orgullosamente; ella contuvo su aliento de forma tan abrupta que el padre cabeza de calabaza, quien veía un juego de baloncesto en la sala de espera, pudo oírla a través de la puerta. «¿Qué sucede?», le preguntó, asomándose.
     Ella levantó el codo con el que resguardaba la frazada. La cabeza del tercer niño era una plancha.
     Se trataba de un modelo plateado con agarradera de plástico, y cuando lloraba, como lo hacía en ese momento, le salía vapor de los hombros en soplos moderados. Su cabeza era más grande y puntiaguda que la de una plancha común.
     El padre permaneció de pie junto a su esposa mientras ella ajustaba la punta para que no se le clavara en el seno.
     «Hola, cabecita de plancha», le dijo.
     Las hermanas entraron corriendo desde la sala de espera después del padre; una estalló en carcajadas, la otra tuvo pesadillas el resto de su infancia.
     El niño cabeza de plancha resultó ser muy dócil. Durante el día jugaba a solas y en silencio con barro y tierra y, contra toda expectativa, prefería vestirse con ropas harapientas y arrugadas. Su madre trató una vez de alisarle las prendas con su propia plancha, pero cuando el niño vio para lo que servía su cabeza —así, separada, exhalando vapor a través de la base plana en color plateado, igual a su aliento—, emitió un grito metálico, y el mismo tipo de vapor emanó de su barbilla tal y como sucedía cuando se encontraba particularmente irritado. La madre cabeza de calabaza guardó la plancha de inmediato; ella comprendía: supuso que debió haber sido parecido a lo que sintió cuando una de sus amistades con cabeza humana le ofreció una tarta de temporada en el día de Acción de Gracias.
     «El próximo año», le informó a su esposo ese noviembre, «organizaré la fiesta de Acción de Gracias y en lugar de darles pavo les voy a servir un enorme trasero humano».
     Él, sentado en el borde de la cama, se quitaba uno por uno los calcetines para luego hacerlos bola.
     «Y de postre», continuó su esposa, extendiendo el edredón, «les vamos a dar un pastel hecho de sesos y, por supuesto, dedos de señora, y…». Comenzó a reírse consigo misma, desaforadamente; se la pasó muy bien carcajeándose.
     Una vez desnudo, su esposo acomodó la cabeza sobre su vientre, ella sostuvo entre sus manos la amplitud de su cráneo y le acarició cada uno de los gajos anaranjados.
     «Creo que nuestro hijo se siente solo», le dijo ella.
     Hicieron el amor en la cama, tranquilamente entrelazados; luego se vistieron con batas para ir a ver a sus hijos. Las dos niñas cabeza de calabaza estaban dormidas, una emitiendo sonidos burbujeantes, la otra retorciéndose. Sacudieron a la segunda suavemente hasta que su pesadilla cesó y pudo calmarse. Cerraron la puerta silenciosamente al salir, se tomaron de las manos en la tranquilidad del pasillo, pero al entrar en la habitación del niño cabeza de plancha lo encontraron despierto, alisando la funda de su almohada con la mandíbula.
     «¿No puedes dormir, cariño?», preguntó su madre. Él negó con la cabeza. No contaba con ojos a los que mirar, pero el acomodo de su cuello y la posición en la que estaba echado su pequeño cuerpo les indicó que se encontraba afligido. Se sentaron junto a él y le contaron una historia sobre cebras y golosinas. Colocó su cabeza sobre la almohada y de buena gana los escuchó todo el tiempo, pero sus padres se cansaron antes que él y salieron de puntillas de la habitación, creyéndolo dormido. No. Nunca dormía, no porque no quisiera, sino porque no podía, no sabía cómo. Pasó unas horas más contemplando la pared, sintiendo el afilado metal de su nariz, exhalando nubes en el cielo saturado de la habitación. Alrededor de las tres de la mañana leyó un libro con ilustraciones. A las cinco se coló a la cocina para comer galletas con leche. A sus cuatro años de vida se sentía muy, muy cansado.

El niño cabeza de plancha no pudo hacer amigos en la escuela, ya que lo creían peligroso debido a su afilada punta de metal, mas no era así, no era un tipo duro, prefería la caja de arena al campo de juego. Llenaba cubetas con arena y luego las enterraba. Una tarde, harto de ser molestado por la ola de niños con cabezas humanas, y por sus hermanas —que se salvaban del ridículo pues jugaban deportes mucho mejor que él—, abandonó el campo de juego y se fue a dar una vuelta a solas. Caminó por el área residencial de una ciudad con simpáticas casas desvencijadas, jardines verdiamarillentos y el ocasional buzón con forma de vaca o caballo. Pasó junto al lechero, que llevaba los brazos llenos de botellas de cristal de un blanco espumeante, listas para entregarlas, y que, al burlarse de su cabeza de plancha, provocó que el niño exhalara vapor desde su cuello. Caminó hasta llegar a un campo enorme que nunca había visto antes. Más allá se encontraba un edificio. El niño cabeza de plancha cruzó el campo mirando a su alrededor, levantando sus pequeñas piernas para librar las áreas con maleza alta; el aroma del aire había cambiado, era más intenso que el de la ciudad, un olor a polen y plántulas migrantes viajando en la amplitud del espacio.
     Cuando llegó al edificio se dio cuenta de que se trataba de una tienda de electrodomésticos. «¡Adelante!», rezaba un letrero en la vidriera, así que se estiró para alcanzar la puerta de cristal y entró. No era una tienda grande, pero era la más grande que hasta entonces había visto, de un blanco brillante debido a la iluminación fluorescente, como el interior de una muela. Deambuló lentamente por los cuatro pasillos con las manos en las bolsas, pasando frente a licuadoras y máquinas de coser y aspiradoras y tostadores. Por último, se encontró con un surtido de planchas a mitad del pasillo 3 y ahí se detuvo. Había cuatro o cinco modelos distintos, algunos en cajas ilustradas, otros de pie, con las barbillas en alto. Se acomodó frente a las planchas para mirarlas. Imaginó que se trataba de una reunión familiar. Hola a todos. Encantado de verlos. Saludó a su tía, su tío, sus primos. Extendió los brazos para alcanzar las cajas de los estantes y una por una las fue acomodando en forma de semicírculo a su alrededor. Permanecieron en silencio, etiquetadas y frías en el trato. El niño cabeza de plancha se quedó sentado ahí todo el día, desde las diez de la mañana hasta las cuatro de la tarde, respirando su vapor lento y silencioso, sin que ningún empleado lo molestara. Finalmente el jefe del cajero llegó y, al enterarse de cuánto tiempo había estado ahí el niño cabeza de plancha, llamó a la policía. «Éste no es un parque público», le dijo. «Después de todo, aquí estamos tratando de ganarnos algo de dinero». La patrulla arribó en diez minutos y dos policías se acercaron al niño cabeza de plancha, que seguía sentado tranquilamente en el pasillo 3, simulando una siesta. Uno de los policías se rió a carcajadas y el otro pretendió sacar su arma de fuego, fingiendo terror. «Nunca sabes lo que vas a ver en este pueblecillo», dijo el que había reído. «¿Tienes la camisa arrugada, colega?». Su compañero sonrió. El niño cabeza de plancha se agachó y puso la cabeza sobre el piso de azulejo blanco, de tal forma que las cajas de planchas a su alrededor se elevaron por encima de él, como edificios.
     El cajero, un tipo nada cruel, telefoneó a los preocupados padres del niño cabeza de plancha; condujeron apenas les fue posible, entraron apresurados, estrecharon a su hijo. Uno de los policías contó un chiste de Día de Brujas que enfureció a la madre, pero ésta se inquietó aún más al ver las cajas de planchas dispuestas en forma de luna creciente alrededor de la cabeza de su hijo; camino a casa le preguntó qué había significado eso, pero él negó con la cabeza y se acurrucó contra su cadera cálida. Esa noche se acostó en su cama sin poder dormir por milésima vez debido al insomnio, escuchando los sonidos que sus hermanas y padres hacían al dormir en las habitaciones contiguas y que le parecieron los más solitarios del mundo; amaneció exhausto hasta la médula, pidió quedarse en casa en lugar de ir a la escuela. Y como ella lo quería tanto, incluso más por haber sido una total y absoluta sorpresa, le preparó un almuerzo de hot-dogs, papas fritas, carne con chile y leche, lo sentó frente al televisor y lo arropó con una manta antes de irse a trabajar.

Al regresar a casa
a las cinco, su niño cabeza de plancha estaba muerto. Se encontraba frente al televisor con la cabeza volteada hacia el sofá, en dirección opuesta a la pantalla; cuando no respondió a sus preguntas lo revisó, tratando de escuchar su aliento de pequeños jadeos de vapor, pero no logró escuchar nada provenir de él. Estaba tan acostumbrada al lento, constante y sosegado sonido de su respiración, que sólo su abrupto silencio la convenció de que él ya no estaba ahí. Se desplomó a su lado y lo abrazó y lloró y lloró, y cuando las niñas llegaron a casa después del entrenamiento de futbol, no supieron qué hacer, y no podían soportar ver a su madre llorando de esa manera, así que se enfadaron la una con la otra y salieron a gritar y a patear en el jardín delantero. La madre sostuvo la pequeña cabeza de plancha y sintó su cuerpo frío y distante. Le acarició la agarradera de plástico y casi se derrumbó contra su esposo cuando él llegó a casa.

El médico que fue esa noche
a determinar la causa de muerte expresó que el niño cabeza de plancha había fallecido de agotamiento total; no tenía nada que ver con la carne con chile o el trayecto a través del campo o las planchas empaquetadas o el policía burlón. Estableció cuánto pesaba la plancha y dijo que su carga estaba completamente desproporcionada en relación con el resto del cuerpo, y que francamente había sido increíble que el niño pudiera vivir del todo cargando una cabeza de ese tipo a lo largo del día. «Es de hierro tan sólido como roca; ustedes podrán imaginarse», declaró. La madre permaneció inmóvil como una piedra; el padre asintió lentamente. El médico no terminó la frase, e inclinó la cabeza ante el dolor de ambos. La familia cabeza de calabaza sepultó al niño cabeza de plancha en el cementerio que quedaba tan sólo a unas cuadras y, durante el funeral, compañeros de la escuela llenaron cubetas con tierra y luego las enterraron. Algunos individuos desconsiderados, aunque con buenas intenciones, llevaron planchas a la tumba, pero la madre, con el cuerpo tensándosele y aflojándosele al mismo tiempo, las arrojó tan lejos como pudo y volaron hasta estrellarse contra unos árboles, dejando huellas ensombrecidas en forma de barcos sobre la tierra. Una ahorrativa doliente las recogió con disimulo para vendérselas de vuelta y a mitad de precio a la tienda de electrodomésticos en donde habían abarrotado los pasillos con las barbillas en alto. La familia cabeza de calabaza se sentó en el cementerio y la madre continuó destapando platillos de comida caliente para que liberaran su vapor sobre la tumba, pues ella deseaba concederle voz, otorgarle aliento una vez más.

Lo único que comieron durante varias semanas fueron los guisos que los vecinos les llevaron. Al terminárselos, la madre fue a la cocina, reunió algunos ingredientes y preparó espagueti. Se sentía lenta y aletargada, pero aun así lo hizo, y esa noche la familia comió reunida: los cuatro. Lloró aún más que en la tumba mientras rebanaba los champiñones. Nunca había llorado tanto, y ahora lo hacía porque había descubierto que lo más triste de todo era darse cuenta de que contaba con la capacidad para seguir adelante.

Treinta años después,
cuando las niñas comenzaron a tener sus propios hijos, dieron a luz a cabezas de calabaza en su mayoría, pero el gen recesivo se asomó una vez más y la tercera niña de la segunda hija vino al mundo con cabeza de tetera. Esto parecía ser mucho más sencillo que vivir con una pesada y puntiaguda plancha, así que a la niña cabeza de tetera le fue muy bien, hizo muchos amigos y dormía sin problema alguno. Respiraba vapor tal y como lo había hecho su tío; de vez en cuando le decían «Cabeza de Plancha», a pesar de que ese apodo no le iba. Era bastante buena para el futbol. La madre y el padre cabeza de calabaza continuaron visitando el cementerio con frecuencia, se sentaban de espaldas a las fechas de nacimiento y muerte de su hijo y la madre decía: «Siento que la cabeza se me está aguadando», y el padre decía: «Se me están encogiendo los hombros y los nudillos me crecen», y permanecían sentados con sus anaranjadas cabezas globulares recargadas contra la grisácea lápida y el césped verde y, después de unas horas, caminaban de regreso a casa.

Traducción de Luis Panini

 

 

 

Traducción de Luis Panini
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