Los dulces estragos / Luis Medina Gutiérrez

Pero tú ignoras cuánto
la cercanía de tu cuerpo
me hace vivir o cuánto
su distancia me aleja de mí mismo,
me reduce a la sombra.
José Ángel Valente

 

Cómo puedo detener a esa otra parte de mí
que se desprende y desdobla
como una hoja de tu libro
de tu cuaderno.
Esa pluma con su columna vertebral azul
esas líneas movidas por un puño
que es tu mano
y que es otro corazón
esos dedos cruzados
como dos piernas desnudas flexionadas
escribiendo las notas de la clase
y vaciando con tinta
los versos de Nerval
que quizás te haya dictado un profesor:
«Tal vez únicamente ella tuviese
un corazón capaz de oír al mío;
tal vez entrando en mi profunda noche
pudiese iluminarla con sus ojos».

Y cómo puedo dejar pasar
—como dice Gérard de Nerval—
esa «dicha» ese «perfume»
ese «dulce fulgor que deslumbra»
y que huye de uno
cuando nuestra caída es imparable
y al son de las edades inevitable
cuando tus ojos
que también son los míos
miran la pantalla y el acetato
y la tarea en la pizarra
cuando guardas tus útiles en la mochila
y partes por los pasillos de la escuela
dejándome sólo los ardientes vientos
que pulsan las cuerdas de tu secreta piel húmeda
en la tarde de las heridas más oscuras.

Cómo puedo detener a esa otra parte de mí,
infatigable y tenaz
yendo hacia ti
por esa anémona de tu pequeño mar iracundo
desde este lugar
por esas calles
por esos edificios
y cruces de semáforos y cables
en estas vértebras en movimiento
con un tiempo anhelante de más tiempo.

Esa otra parte
dueña de mi voluntad
fuera de sí me arrincona
y me golpea
con su musculoso tatuaje rojo
y me echa a andar sin más rumbo
que lo que tu cuerpo ordena.

Cómo esa parte de mí se ha ido contigo 
cuando todo tuyo es ausencia.

Qué te has llevado conmigo muchacha
de cabellera de Arboleda perdida
de sauce bajo la lluvia
que también mis ojos miran sólo como los tuyos.

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