El principio de un final feliz / Daniel Herrera

Los Santoyo se mudaron porque a él le habían ofrecido un empleo que pagaba mucho mejor. En su ciudad anterior no la pasaron nada bien. Un trabajo venía y se iba con demasiada facilidad. La ciudad completa, perdida, casi abandonada, llevaba más de tres años hundida en la miseria. El desierto que la rodeaba también se había apoderado de los bolsillos, poco o nada se podía hacer. Los Santoyo decidieron probar la huida. Cuando él consiguió otro trabajo en aquella ciudad más grande e intimidante, vendieron la mayor parte de sus muebles. Se mudaron con lo indispensable para comenzar otra vez. Fue gracioso, porque lo que iban a hacer era exactamente lo mismo que hacían en la ciudad anterior: vivir y ganar dinero para mantener a su pequeña hija de seis años.

La primera casa donde vivieron era bastante pequeña aunque pagaran una renta más cara, no querían ubicarse en una colonia demasiado peligrosa. Afuera pasaba poca gente y el frente era discreto, nada más la puerta de la cochera y una pequeña barda. Apenas dos recámaras y un baño raquítico junto a un cuarto más grande que funcionaba como sala, comedor y cocina, era el espacio que poseían para vivir. Los pisos tenían unas manchas negras que nunca pudieron quitar. Primero ella, asumiendo el papel de ama de casa, quiso limpiarlas con un poco de detergente y un trapeador; no sirvió para nada. Después utilizó una fibra arrancadora de grasa especial para estufas embadurnadas de porquería. Como tampoco funcionó, al final tomó un cuchillo y raspó un pedazo de aquellas manchas negras sobre el piso blanco. Ahí, de rodillas, con el cuchillo en las manos y las rodillas adoloridas, se dio cuenta de que su vida ya no regresaría a lo que era, a la seguridad de las amistades y la familia cercana. Que de ahora en adelante todo iba a ser más difícil. Pero no era nada más eso, era una sensación repugnante de dolor. Lo atribuyó a la depresión intermitente que la había atacado desde su llegada a aquella ciudad más grande e intimidante. En el suelo muchas pequeñas virutas negras se habían desprendido de la mancha, pero nada parecía lastimar esa pintura negra. Decidió dejárselo a su marido.

Él no le dio importancia por un par de semanas. Hasta que un día se hincó frente a la misma mancha y comenzó a arrancar lo que se podía con una espátula. Pronto se dio cuenta de que aquello merecía demasiado trabajo y para apenas quitar un poco. Decidió darse por vencido y mejor comprar una alfombra que tapara la mayor parte de la sala.

Para el Señor Santoyo la vida comenzaba a solucionarse aunque no fácilmente. El trabajo, aunque no era complicado, incluía tratar con muchas personas que realizaban negocios con su Dueño y Jefe de la empresa. Entonces tenía que resolver tanto los problemas de los clientes como los problemas del Dueño y Jefe. Todo el día entraba y salía de la oficina recibiendo órdenes. Tenía que solucionar y hacer funcionar la empresa completa, incluso a veces le parecía que al Dueño y Jefe no le interesaba mantener a flote nada, que poco le importaba si aquello salía bien librado o no. El Señor Santoyo se esforzaba por hacer que todo avanzara sin tropezones. Sabía que tenía que conservar este trabajo, sin él no podría mantener a su mujer y a su hija. Así que, optimista, buscaba frases en internet que lo ayudaran a sobrevivir. Pequeñas ideas que lo llenaban de alegría forzada frente a un trabajo que no lo alegraba. Así, cuando leía aquella frase que hablaba de un futuro promisorio siempre y cuando la persona estuviera dispuesta a tomarlo, se ponía a pensar que todo lo que hacía lo ligaba irremediablemente al principio de un final feliz. Algunos días atisbaba, detrás de toda esa pared optimista, que al final del camino no existía ningún paraíso. Entonces lo atribuía todo al cansancio, a cierto hartazgo que desaparecería cuando cumpliera un año en el trabajo y tomara sus primeras vacaciones.

Tenía un pequeño calendario pegado con cinta adhesiva en una orilla de su escritorio; ahí había marcado con plumón amarillo la semana que tomaría de vacaciones, y logró que coincidiera con las vacaciones de la niña para que todos juntos salieran a la playa más cercana. Aunque el sueldo de cada quincena parecía ser un informante pesimista de que nunca le alcanzaría para hacer ese viaje, de todas formas el Señor Santoyo regresaba a sus páginas de internet rebosantes de frases alegres y esplendorosas, «casi como si Dios las hubiera escrito», pensaba.

Si estamos esperando que el Señor Santoyo regrese a casa a dar todas las órdenes que pudiera a su esposa y su pequeña hija, nos equivocamos. Para nada: aquí estamos en otro lugar, los estereotipos no tienen por qué aparecer, en realidad el matrimonio de los Santoyo no parecía tener graves problemas. La mayoría se limitaban a sufrir por la falta de dinero. Él salía del trabajo por la tarde y le gustaba llegar a su casa a quitarse los zapatos y sentarse por unos minutos a observar cómo su hija jugaba un poco antes de volver a salir a hacer todo lo que los matrimonios regulares hacen. Nada fuera de lo común, tampoco estamos ante un tipo que sentía la necesidad de violar niños, incluso el Señor Santoyo consideraba seriamente tener otro hijo, en especial ahora que veía todo de forma tan luminosa.

Si alguien pecaba un poco de querer romper esta monotonía en la que se hundía nuestra familia era ella. La Señora Santoyo lloraba un poco por las mañanas; no que se tirara a la cama a hacerlo, continuaba con su vida normal, pero sí derramando lágrimas por donde iba. A veces sentía que el llanto surgía desde la boca del estómago, escalaba por su garganta y salía con un murmullo gutural que pronto la sostenía del cuello por unos segundos, después el llanto bajaba de intensidad y se convertía en un pequeño sollozo: nada que no pudiera controlarse.

La vida en casa era sencilla, era una casa vieja que necesitaba mucha reparación. El baño tenía un piso viejo que constantemente abrigaba hongos entre sus hendiduras, las paredes de todos los cuartos estaban mal pintadas, unas ventanas estaban cuarteadas, varias losas del piso estaban sueltas, y algunas conexiones de luz se las habían robado. La cochera apenas tenía espacio para un auto y su cerradura siempre fallaba, a veces abría fácilmente y a veces parecía que ya no se podría entrar nunca. El Señor Santoyo siempre le recomendaba a su esposa que cuando la
cerradura fallara, tuviera cuidado de no aplicar demasiada fuerza porque la llave podría romperse.

Una casa con tantos defectos se había convertido en la diversión del Señor Santoyo; arreglaba todo lo que podía, pintó las paredes que no tenían demasiados muebles cercanos y dejó las demás para después: así toda la casa era bicolor. Talló el piso del baño y luego lo roció con un producto jabonoso especial para hongos; cambió las ventanas él solo; puso las conexiones de luz, aunque quemó dos fusibles. Quiso arreglar el piso, pero como no sabía hacerlo solamente destruyó las losas sueltas y quedó una pasta gris de cemento con pedazos de losa encima. Este fracaso lo obligó a pensar bien si podría componer la cerradura; estuvo postergando ese arreglo, mientras solucionaba todo lo que podía solucionar. La casa rentada y con muchos defectos se volvió una terapia para soportar su propio trabajo.

La hija de los Santoyo adoraba a su padre, satisfacía todos sus supuestos instintos de padre. Como telenovela, como programa televisivo lleno de mensajes familiares, cada vez que él llegaba la pequeña salía corriendo para abrazarlo y decirle cuánto lo amaba. El Señor Santoyo se inflaba de orgullo paterno y la levantaba para darle un abrazo y un beso.

Este amor por su padre no era tan intenso por su madre. No me refiero a un odio marcado, sino que simplemente la niña parecía demostrar un ligero desprecio por su madre. Tal vez era el lloriqueo constante que derramaba por la casa todas las tardes. Con sus seis años había aprendido que el llanto solamente atraía menosprecio. Lo veía cuando su madre soltaba su retahíla lacrimosa al de la tienda, lo veía cuando su madre comenzaba a temblar antes de volcar las primeras lágrimas frente a los vecinos que las saludaban, lo veía y además sentía la vergüenza inundando sus mejillas y recorriendo su espalda cuando su madre iba a recogerla a la escuela y se le humedecían los ojos frente a la maestra. Al principio su madre no lo hacía todos los días, pero conforme pasaban los días, los llantos, aunque casi silenciosos, se volvían más frecuentes. El Señor Santoyo no notaba los cambios porque el trabajo y la intensidad con que buscaba adaptarse a la nueva ciudad lo absorbían.

Los días transcurrían tranquilos para la familia, hasta que el llanto materno explotó en la cara del Señor Santoyo como tomate podrido.

Aquel día él decidió ir con su esposa a recoger de la escuela a su hija. Lleno de alegría porque no era algo que hacía seguido, no notaba que su mujer se acercaba al límite de su soledad y de su asco por vivir.

La maestra decidió tener una pequeña charla con los padres porque notaba, con los limitados conocimientos que una chica de 21 años
de una escuela privada barata podría tener, que la niña tenía cambios de
comportamiento. No fue como en las películas o en las telenovelas, no se sentaron al escritorio y platicaron civilizadamente. Ella sólo les dijo que la pequeña se había portado mal, así, parados afuera del salón, mientras los niños pululaban entre las piernas de los padres que recogían a sus hijos. El Señor Santoyo intentó responder algo optimista, algo que mostrara lo buenos padres que eran y cómo se harían cargo del asunto sin gritar o golpear o castigar a la niña. Apenas alcanzó a decir: «No se preocupe, vamos a platicar con ella y llegaremos a una conclusión…», cuando su mujer lanzó un grito agudo, tan agudo que su hija se tapó los oídos y la maestra dio un pequeño respingo. El grito se encajó como clavo hirviendo en el cerebro de su esposo. Parecía que estaba sacando toda la ira y la decepción por su fracaso al quitar la mancha del piso de su sala, pero decía algo más, algo que el Señor Santoyo no pudo descifrar. Después, la mujer tomó aire y continuó con su grito, aunque aquí todo se tornó por un instante en algo gracioso, pero el grito se alargó hasta que ella lo convirtió en una pregunta. Lo que ella preguntó era algo que la molestaba desde que llegaron a la nueva ciudad. Era una molestia que parecía atravesarla desde el pecho hasta las tripas. Ella preguntó: «¿Cómo puedes pensar que todo está bien?». Eso preguntó y tomó aire, después le dijo, con lágrimas en los ojos y alzando la voz para que todos escucharan: «Nada está bien, todo se ha echado a perder. No quieras creer que el mundo es bello; el mundo no es hermoso, es un gran pedazo de mierda, es como una vomitada en la que nadamos todos. No me interesan tus frases estúpidas que bajas de internet, no las digas, me revuelve el estómago cada vez que las mencionas. Tienes que ver que nada está bien, ¿no lo ves?, ¿no lo ves ni por un momento?».

Pero lo que el Señor Santoyo veía era a todos los demás padres mirándolos en silencio. Incluso los niños se habían callado, y todos sabemos que los niños sólo se callan cuando duermen o cuando se enferman. Por un momento el Señor Santoyo creyó que nunca podría salir de ahí, y que por el resto de su vida lo observarían justo como lo hacían en ese momento. Luego pensó que estaba en una telenovela, una de ésas muy malas y con actrices que apenas podían hablar, aunque con cuerpos deliciosos. Pero pronto regresó a la realidad, musitó un «Disculpe», cargó a su hija y salió disparado al auto. Sentía que el camino de regreso era largo largo largo y todas las madres lo veían. «Estoy en una telenovela, no hay duda. Estoy en una y me gustaría que pusieran los comerciales». Cuando llegó a su auto, entendió que su mujer se había quedado atrás, muy atrás, con pequeños pasos apenas se había alejado un par de metros de la maestra. El Señor Santoyo tuvo que meter a su hija al carro y regresar por su mujer. Los comerciales todavía no aparecían y las miradas, un poco más disimuladas, volvieron a aparecer. Llegó a un lado de su esposa, la tomó de los hombros, la sacudió un poco, no demasiado, casi imperceptiblemente y la llevó de la mano al auto. Ella se dejaba arrastrar viendo el suelo, era un piso de cemento con muchas grietas y basura por todos lados.

Subieron al auto, la niña lloraba quedamente, la mujer no parecía saber qué sucedía. Y el Señor Santoyo recordó sus frases de internet que había leído obsesivamente, comenzó a repetirlas como una oración para tranquilizarse. Lo malo es que apenas había memorizado media docena, cuando se cansó de repetirlas más de ocho veces comenzó a inventar algunas. Unas le salían muy bien y se sentía orgulloso de ellas, otras no parecían tan buenas. Aunque eso no importaba, el mantra surtía efecto y el Señor Santoyo salía de su ofuscamiento. Volteaba a ver a su mujer, pero ella parecía catatónica. Su hija había parado el llanto y entonaba una melodía infantil varias veces para olvidar el último episodio.

Cuando llegaron a casa, parecía que nada había sucedido, aunque todos sabemos que debajo pululaban los gritos de la madre.

El Señor Santoyo descendió del auto para abrir la puerta de la cochera, la cerradura no tenía ganas de funcionar ese día. El Señor Santoyo forcejó con ella y, contraviniendo sus propias recomendaciones, lo hizo tan violentamente que rompió la llave. «Tendría que explotar», pensó, «tendría que golpear la puerta y patear el piso y tal vez ir a gritarle a mi mujer por hacer lo que hizo y a lo mejor escupir y maldecir a Dios. Tendría que hacer todo eso, digo, si ella gritó frente a todos, por qué no puedo gritar frente a la puerta y su cerradura defectuosa».

Pero decidió no hacerlo, decidió pensar en sus frases optimistas y se subió al auto otra vez. Después no supo por qué lo hizo, tal vez fueron sus ganas de probarse a sí mismo que todo lo podía solucionar, o a lo mejor supuso que hablarle a un cerrajero sería mucho dinero, o incluso pensó que podría impresionar a su mujer, o solamente lo hizo sin pensar, pero lo hizo. Se bajó del auto y observó la pared a un lado de la puerta: no parecía tan alta. Se afianzó a la puerta y saltó, lo hizo bien y alcanzó el borde de la pared, se levantó con los brazos y subió a la pared; en lugar de quedarse sentado decidió pararse, pero el muro era estrecho y trastabilló.

Todos sabemos que una caída en la regadera puede matar a cualquiera: la cabeza choca contra los azulejos y un poco de sangre avisa de una muerte estúpida. Por eso no sorprende que el Señor Santoyo haya caído hacia atrás y se rompiera el cuello. Su hija pudo verlo con claridad, incluso escuchar el tronido sordo de las vértebras haciéndose pedacitos. Pero su madre no se movió, no lo hizo sino hasta que varios minutos después pasó alguien a un lado del cuerpo inerte del Señor Santoyo y fue a golpear, asustado, la ventana del copiloto que la Señora Santoyo había bajado un poco para poder respirar mejor.

 

 

Comparte este texto: