Michael Nyman: renacentista minimalista / Hugo Hernández Valdivia

En el que acaso ha sido su período más próspero, el que va de The Falls (1980) a El bebé de Mâcon (The Baby of Mâcon, 1993), Peter Greenaway, también autor de Los libros de Próspero (Prospero’s Books, 1991) y de El libro de cabecera (The Pilow Book, 1996), contó con un par de extraordinarios colaboradores de cabecera: el cinefotógrafo francés Sacha Vierny y el músico británico Michael Nyman. El primero murió en 2001, y su última cinta con él fue en 8½ mujeres (8½ Women, 1999); el segundo dejó de ser convocado en 1993. Ambos participaron de manera fundamental en la conformación del estilo del cineasta, aportando densidad a la imagen y a la banda sonora. Nyman ha recibido mayor atención y reconocimiento después de su trabajo con Greenaway; de hecho, es más conocido por su contribución en El piano (The Piano, 1993) de Jane Campion, cuyo soundtrack se convirtió en un éxito de ventas. Y si bien es cierto que una buena parte de su actividad pasa por el cine (su nombre aparece en los créditos de películas como Gattaca, El ocaso de un amor y Man on Wire: La hazaña del siglo, entre muchas otras), merecen similar atención sus incursiones en la ópera (en la que Nyman confiesa sentirse mejor; es particularmente célebre su labor en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, inspirada en el no menos célebre libro de Oliver Sacks), en la composición de conciertos para orquesta y cuartetos para cuerdas. Un sitio especial ocupan los prodigios que, con piano, metales y cuerdas, concibe con la Michael Nyman Band. Y sus realizaciones cinematográficas…
     Michael Laurence Nyman nació el 23 de marzo de 1944 en Londres. En 1961 fue aceptado en la Royal Academy of Music y concentró su atención en el piano y en la música barroca del siglo xvii. De 1969 es su primer ejercicio en la ópera, y en ese mismo año dirige su primer cortometraje, Love Love Love, que se inspira en «All You Need is Love» de los Beatles. El corto dura lo mismo que la canción, en él aparece Allen Ginsberg y la edición fue cortesía de Peter Greenaway. Posteriormente Nyman alternó la composición con la crítica musical. En este rol contribuyó a importar desde las artes plásticas el término minimalista, que alude a la concepción de una obra a partir de elementos básicos (de color y forma, en la pintura; de sonidos, en la música). Nyman se refirió de esta forma a la música del compositor Cornelius Cardew, y en adelante los críticos no dudan en calificar así a sus creaciones.
     En 1976 Nyman se involucra en un cortometraje de Greenaway, y ese mismo año se hace cargo de las partituras del largometraje Keep It Up Downstairs de Robert Young, comedia protagonizada por la «Marilyn Monroe británica», Diana Dors. (En el 2000, Nyman codirigió un documental para la televisión que vuelve sobre el glamour de las épocas de gloria de la actriz: Vendí mi Cadillac a Diana Dors: la historia de Edmundo Ros). En los años siguientes el músico aparece en los créditos de una buena parte de los cortos y mediometrajes que Greenaway emprendió antes de su primer largo, The Falls, cuya música es también cortesía de Nyman. De los títulos en los que comparten créditos músico y realizador, acaso el que más ha llamado la atención es El cocinero, el ladrón, su esposa y su amante (The Cook, the Thief, His Wife & Her Lover, 1989). En ésta, como en la mayor parte de las músicas de Nyman, es perceptible un brío que no cesa, un pulso fuerte sobre el que crecen melodías que aportan ironía y hasta sarcasmo a lo expuesto por la imagen. Y como ésta, lejos de dejar que el espectador se abandone a la ensoñación tranquilizadora, llega incluso a ser de una incomodidad provechosa para iniciar desde la butaca del cine (y también de la sala de concierto) una labor emotiva y reflexiva que sigue rutas que bien podrían calificarse de barrocas. En los sonidos de Nyman no hay guiños al romanticismo que invita al suspiro casi automático, aun cuando algunas de sus melodías pueden calificarse de románticas. Piano, cuerdas (violines y violonchelos) y metales (saxofones, trombones y cornos) vibran con un tempo que a menudo se acerca al vértigo. Y la experiencia es de una extrañeza gozosa, y es vibrante lo mismo en películas que en conciertos de la Michael Nyman Band. De ella uno emerge intranquilo pero dichoso.
Nyman ha contribuido a la musicalización de obras maestras de los años veinte. En particular es memorable su «intrusión» en El ballet mecánico (Ballet mécanique, 1924), cortometraje experimental de Fernand Léger y Dudley Murphy, en cuya cinefotografía participó Man Ray. También virtuosa es su contribución de 1993 a la banda sonora de El hombre de la cámara (Chelovek s kino-apparatom, 1929), el documental silente de Dziga Vertov que materializa los principios del cine-ojo. Éstos invitan a una percepción casi fenomenológica, libre de prejuicios: se busca la verdad mediante el registro de fragmentos de realidad. La objetividad es asequible con la intervención de la cámara, que capta, desprejuiciada, «rebanadas de vida»; por eso se evita el uso del guión, se filma fuera de sets cinematográficos y no intervienen actores. Vertov es fulminante: «Este trabajo experimental aspira a crear un lenguaje absoluto verdaderamente universal de cine basado en la total separación del lenguaje del teatro y la literatura». Nyman se apropia de estas ambiciones en su tercera y más reciente realización, en la que él se adjudica el rol de «el hombre de la cámara»: Nyman with a Movie Camera (2010). Aquí reúne material que él mismo registró en giras y viajes, y da cuenta de la cotidianidad en diversos y contrastantes parajes, lo mismo de Japón que de México. Las imágenes sostienen, montaje mediante, un diálogo provechoso con la música, que por supuesto es compuesta por Nyman.
     La música en el cine acompaña y ayuda a caracterizar a los personajes, genera o hace más intensa la emoción, aporta homogeneidad a lo expuesto e incluso ayuda a estructurar el relato. Las músicas de Nyman, que tienden un puente con las de Philip Glass y Wim Mertens, contribuyen a la creación de atmósferas inquietantes, empujan un ritmo que a menudo es vertiginoso y no es raro que ofrezcan un contraste al que proponen las imágenes. Tienen la virtud, además, de servir a la cinta sin «robar» la atención, pero también de ser obras sólidas fuera de la sala de cine: los sonidos son evocativos en y por sí mismos. En su sitio de internet (www.michaelnyman.com) puede leerse que «aunque» Nyman «es demasiado modesto como para permitirse la descripción de “hombre renacentista”, su incesante creatividad y su arte multifacético lo han convertido en uno de los iconos culturales más fascinantes e influyentes de nuestros tiempos». Sea.

 

 

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