Antonio Gamoneda / Cuestión de tiempo

Hubo un tiempo en que tus párpados se cerraban sobre mis ojos.

Vi a tu pobreza ocultarse en el hígado,

la multitud de los viernes alcohólicos

y  las tinieblas maternales.

 

     Tú,

¿ardes aún?

     Yo no soy más que ceniza insomne.

 

Pronto vamos a reunirnos y a ignorarnos. Tú

(son las ventajas de la eternidad vacía)

no vas a pesar en mi corazón.

 

 

Ángeles

 

Sacudí la ceniza de mis párpados.

Busqué el día en el interior de la noche y, sí, se abrió en mí. Era como

     [ser y no ser.

Descansé de mí mismo

hasta que mis venas se vaciaron en la luz.

 

Me acerqué a las materias visitadas por cuchillos, a las que gritan hasta

[despertar el corazón

 

y aún sentí la pulsación del hierro y la pasión de las máquinas enloquecidas

[en la inmovilidad.

 

Sucedió una pausa mortal. Inesperadas,

pasaron suavemente sobre mí tus manos.

 

 

 

 

Mujer desnuda

 

Tus cabellos descienden en un ala de sombra pero tu cuerpo fulge como

     [la luz en el interior de la nieve.

 

Giras en ti misma como un planeta doloroso.

 

Mujer desnuda: arde

en ti la belleza y

su negación. Pronuncias

como un arpa discante

el último gemido.

 

Eres hirviente y fría como el fruto del sándalo, eres indescifrable como

[los alabastros asirios.

Una rosa de fuego surge de tu vientre y

clamorosa se abre

en la sombra inguinal. Después, se adentra

en mis ojos. Allí

se calcinan sus pétalos.

Jardines

 

Habrá cesado en el interior del lauro la melodía ronca de las tórtolas.

También habrán cesado en su avidez los córvidos amedrentados por

[el estertor del más breve, el que libó el ácido prúsico.

Quizá el lagarto agoniza bajo las violetas y,

abandonado por la lluvia, el jardín arde en un ascua amarilla

y el cemento enloquece bajo la corrupción de las cerezas

negras y ensangrentadas en el espesor del verano.

 

Aún existen otras posibilidades.

 

Quizá soy yo quien ha salido de sí mismo y estoy agonizando pero

[desconozco mi agonía

y, aquí, bajo los mantos de la furia volcánica,

sobre el cristal del sílice,

un resto frío de mi pensamiento entra

en el jardín de los desaparecidos.

 

 

Le deuil des Névons

 

Luis Fernández construyó un símbolo mortal para presidir, rodeado

[de saltamontes dormidos,

la melancolía y el otoño del parque de Névons, dorado y húmedo

bajo las miradas que,

en otro tiempo, a través de cristales construidos en la sabiduría de

[la luz,

vertían su belleza y sosegaban la vibración de los árboles.

 

René

Char escondía sus lágrimas en palabras que fraternizaban con las

[abejas y los pájaros.

Ah, cuánta tristeza y cuánta música prendidas en los rosales tardíos.

 

Es extraño:

Luis Fernández construyó el cráneo que sonríe con polígonos

[transparentes,

precisamente para que no floreciese demasiado la tristeza

en el espacio vacío del antiguo parque dorado

que decían el parque de Névons.

 

 

 

 

Un equívoco

 

Amo mi cuerpo; sus vértebras hendidas

por aceros vivientes, sus cartílagos

abrasados, mi corazón ligeramente húmedo

y  mis cabellos enloquecidos

en tus manos. Amo también

mi sangre atravesada por gemidos.

 

Amo la calcificación y la melancolía

arterial, y la pasión del hígado

hirviendo en el pasado, y las escamas

de mis párpados fríos.

Amo el estambre celular, las heces

blancas al fin, el orificio

de la infelicidad, las médulas

de la tristeza, los anillos

de la vejez y las sustancias

de la tiniebla intestinal. Amo los círculos

grasientos del dolor y las raíces

de los tumores lívidos.

 

Amo este cuerpo incomprensible

y su miseria clínica.

     El olvido

disuelve la materia pensativa

ante los grandes vidrios

de la mentira. Aquí

no van a quedar residuos.

 

No hay causa en mí. En mí no hay

más que imposibilidad y

un extraño extravío:

ir de la inexistencia

a la inexistencia.

     Es

un sueño; un sueño vacío.

 

Pero sucede. Yo amo

todo cuanto he creído

viviente en mí. Amé las manos

grandes de mi madre y

aquel vértigo antiguo

de sus ojos y aquel

cansancio lleno de luz

y de frío.

 

     Desprecio

la eternidad. He vivido

y no sé por qué. Ahora

he de amar mi propia muerte

y no sé morir. Qué equívoco.

 

Sucesos

 

Cuando del corazón surge el grito amarillo

grandes sargas se extienden sobre rostros amados.

Me dicen que ya es tarde y que el pastor de sombras

es ahora obediente a manos invisibles.

 

En nosotros ha entrado una serpiente ciega.

Ya nadie ama ni sonríe.

 

Un huracán de signos avanza inútilmente.

Las últimas mentiras se disfrazan de invierno.

 

Alguien baja a la fosa de los números,

alguien está anudando las cuerdas del olvido.

 

Los hay que cantan lívidos al borde del suicidio

y los más silenciosos copulan sin esperanza.

 

Un paso más allá todo es inexistencia;

todo se explica en el no ser.

     Ya veo

la turba incandescente. Van a venir muy pronto

los reptiles del llanto.

 

Alguien gime cercado por la púrpura.

Alguien abre despacio la mirada sabiendo

que en su córnea se esconden las causas terminales

y que su pensamiento no es más que una sustancia que precede a la

[muerte.

 

Cunden fétidas rosas; sus pétalos cansados

descienden a tus manos. Silenciosas, se acercan

las madres que no olvidan.

 

Frutos enloquecidos

se unen a los restos desprendidos del fósforo

y a las últimas sílabas, a las incomprensibles.

 

En la hora imposible despertará el durmiente;

como un cuchillo negro te mirarán sus ojos.

Vas a quedarte solo. Tu cuerpo tendrá frío

desnudo para siempre, desnudo hasta los huesos.

 

Acepta tu extravío, entrégate a la luz:

la luz es el comienzo de la causa invisible.

 

 

 

Extrañeza en ti

 

En el fulgor de los equinoccios, cuando descienden las apariciones y

[ciertos pájaros se suicidan al amanecer,

y otros, más tristes y lascivos, piensan, tan sólo piensan en países

[cárdenos y en las hembras nocturnas,

entonces cesa la escritura enferma y en ti se anuncian reinas naturales,

incandescentes, físicas.

 

En el fulgor de los equinoccios tú eres roja y solar y estás ebria de ti

[misma; estás ebria y la música se desprende de ti.

 

Eres como el mar que se derrama sobre el corazón del pastor.

Tu desnudez hiende el temblor de los manantiales. Ardes en el extravío

[nupcial de las palomas.

 

Ámame en tu ceniza y en tus llamas, ámame.

Dame tu vientre, dame tu demencia. Liba

dulcemente en mis llagas.

 

 

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