Amar a una extraña / Luciano G. Egido

Te miraré sin reconocerte y me mirarás, creo, sin reconocerme. Estarás sentada en un sillón orejero de piel oscura y arrugas tenaces, en el que recogerás las piernas, como acomodadas al espacio del útero materno. Tu peinado, por primera vez en tu vida, tendrá una precisión de tiralíneas y un rigor de laboratorio. Una blusa floreada, de tonos rosados y lilas, te asomará por el cuello de un jersey malva, que se derrama en ochos y en canutillos sobre tu pecho, tan irrelevante como siempre. Tu falda se perderá debajo de una manta a cuadros marrones y verdes, que te cubre de medio cuerpo para abajo, como en los grabados ingleses. Tienes la pulcritud del país donde estás, la exactitud cronometrada de un reloj de pared. La habitación encerada y relamida se te impone con el orden de su geometría. La ventana derrama una luz suficiente para vernos las caras y apreciar la transparencia del aire. No sólo la habitación, sino todo el edificio, el parque que lo rodea con sus árboles de plástico y sus pájaros de calendario, parecen estar insonorizados. No se oye ni el latido del corazón y da la sensación de que está prohibido por razones de higiene hacer ruido. Estamos frente a frente en una campana de cristal y me sorprende que podamos seguir respirando y que el oxígeno sea natural y no producido por una central distribuidora regulable. Sólo las nubes parecen desobedecer a las consignas.

Tus ojos también están quietos y tardan en reaccionar, como si te doliera hacerlo. No das la sensación de sufrir, más bien de estar ausente, cómoda en otra dimensión del espacio, que me excluye. Descubro en tus dedos las sortijas de tu juventud y la hechura de tus uñas, en la que el esmalte es una capa de naturalidad. Tus manos estarán frías y tus mejillas estarán arreboladas de fiebre y las retirarás a mi segunda caricia. Tu rechazo me obligará a interrogarte; pero nada me indicará que me hayas entendido y ni siquiera que me hayas reconocido. Seguirás impertérrita y ni mi proximidad ni mi alejamiento parecen afectarte. En realidad, mi entrada en tu habitación no ha alterado ni tu ánimo ni tu postura: yaces como una estatua y permaneces como una roca. Tu forma de descansar tiene la perfección de los ensayos definitivos. Reposas tranquilamente en un sillón que te acoge y te preserva.

Es inútil hablarte, porque tus oídos tienen la misma impermeabilidad sensorial que tus ojos, fijos en un punto a mis espaldas, después de atravesarme, sin verme. Ya me lo había advertido el médico. «Si tenemos suerte, lo reconocerá y hablará con usted. No será como en otros tiempos. Pero le hablará de su salud, del clima, del tratamiento terapéutico que le estamos aplicando, de las enfermeras, quizá también de su familia. No espere que le diga nada personal y menos nada relacionado con usted. Será una conversación de compromiso, como si hablara con un ocasional compañero de viaje, en el compartimento del tren. No sabrá quién es usted; pero lo considerará un hombre con el que debe dialogar por obligación. No se asuste. Para el primer día será bastante. Aunque también puede ocurrir que no le hable, que no se dé cuenta ni siquiera de que está usted delante. Tampoco se asuste. Es normal. Nuestro cerebro juega al azar y una combinación de casualidades neuronales puede producir el reconocimiento, la indiferencia o el rechazo. Depende de muchos factores y, en último término, de la suerte. Pero, en ningún caso, nada significa nada y nada podemos hacer para prevenir su conducta ni para orientarla. Tenemos que tener paciencia y esperar a que se le cree una pequeña isla mnésica, sobre la que iniciar su recuperación. Mientras tanto, algunas drogas de mantenimiento y de estímulo, algunas sesiones clínicas de control, algunos experimentos de terapia verbal. Y poco más, en espera de que lo que llamamos naturaleza nos ayude algo. Pero usted ahora no la irrite, no le lleve la contraria, no pretenda convencerla de nada. Déjela estar. Es ella la que tiene que hacer algo; no usted. Lo único que tiene usted que hacer es resignarse a su pasividad. Pero quiero advertirle que es una pasividad engañosa. Por dentro ella estará trabajando y espero que su visita le haga bien».

Sus palabras tendrán la corrección de los pasillos encerados que recorreré con un celador a mi lado, amable y hermético, como este país. Cuando me abra la puerta de tu habitación, me abandonará allí, con un gesto de carcelero que ha cumplido su misión. La única luz de la ventana me hará descubrir que has cambiado mucho y sólo después de unos instantes sabré que eres tú, por la fugaz aparición de la que fuiste. No contestarás a mi saludo, ni darás señales de haberme oído. No puedo identificar tu voz, porque insistes en tu mutismo. Te cansas pronto de mirarme sin verme y te vuelves hacia la ventana para dejar tus ojos en el paisaje inmóvil que se ve desde allí. Me tomo mi tiempo para mirarte de nuevo y recorrerte, reconociendo tu cuerpo, que tanto amé y que nada puede ocultar a mi mirada. Has engordado; pero menos de lo que me temía. Tu perfil se ha redondeado y tu cuello ha perdido su flexibilidad de palmera. Penosamente van apareciendo las arrugas que cercan tus ojos y que atraviesan tu frente, antes tan limpia y luminosa. Le echo la culpa a los medicamentos y no a tu envejecimiento. Pienso que cuando salgas de aquí volverás a ser la misma de antes. Y podré volver a oír tu voz, cuyos agudos a destiempo tanto te molestaban, hasta la vergüenza.

Te volveré a saludar para provocar tu voz; pero ni siquiera me mirarás, fija en algo que estarás mirando más allá de la ventana. Me cansaré de esperarte y daré una vuelta por la habitación, para atraer tu atención; husmearé tus cosas, cogeré un libro, haré ruido con una silla, dejaré caer al suelo un lapicero, revisaré con impertinencia tu ropero y me interpondré entre la luz de la ventana y tu sillón de inválida. Pero todo será inútil. Mi curiosidad no te ofende, mi impertinencia te resbala. Estás en otro lugar y probablemente con otra persona o con nadie. Quizás estés conmigo. Pero, a cientos de kilómetros y hace años, cuando paseábamos por Recoletos, en Madrid, cogidos de la mano y con un futuro que creíamos posible. La función de tus ojos, que es la única parte de tu cuerpo que parece tener vida, no es ver, sino recordar, como si su campo de visión estuviera en tu cerebro. Me acerco a ti para observarte los ojos y rastrear lo que de mí pueda quedar en ellos. Pero nada se altera en la fijeza de tu pupila, en el iris oscuro, que parece un pozo negro. Y de pronto me echas; desenroscas tus piernas; mueves tus brazos, enciendes tus ojos y me gritas que me vaya, que te estoy molestando, como hacías a veces en otros tiempos.

 

Cuando se lo cuento al médico, no se preocupa, casi se alegra. «Es una reacción sana. Mientras usted creía que estaba dormida, su cerebro ha estado trabajando, estableciendo conexiones, elaborando propuestas hasta que se ha encontrado sin salida y se ha puesto a gritar. Debemos insistir, hacer otra prueba. Vuelva usted mañana y veremos lo que pasa. Lo que ha ocurrido no es para echar las campanas al vuelo. Pero es un síntoma esperanzador. Dice usted que durante algunos años estuvieron enamorados. El amor es un sentimiento profundo y afecta al cerebro y al inconsciente. Si usted sigue allí, en un lugar de sus circunvoluciones cerebrales, tenemos que hacer que ella lo rescate y ordene su vida mental alrededor de aquello. Hay casos en que el milagro se produce. El amor es una seguridad y sus efectos terapéuticos son duraderos. El olor de la piel o el sonido de una palabra pueden desencadenar una toma de conciencia y sobre esa base podemos reconstruir el tejido de su vida mental. Es como una cabeza de puente sobre el territorio enemigo, o mejor aún, el núcleo de una súbita cristalización que ordene el caos y establezca los ejes de una precipitación química irreversible. Vuelva usted mañana y veremos qué ocurre».

 

Al día siguiente entraré en tu habitación como un santo en trance de hacer un milagro. Estoy lleno de amor y espero contagiarte. No me ha costado mucho ponerme al día. Tu reencuentro ha traído a mi memoria oscuras sensaciones olvidadas. Me he vuelto a enamorar de tu cadáver. Si te amé con todos tus defectos, ahora puedo amarte en todas tus derrotas. Te volveré a saludar como el primer día que viniste a proponerme un proyecto de serial televisivo, del que me habías anticipado algo por carta. Recordaré tu vestido rojo y tu cabellera rubia sobre las pecas de tu espalda de aquel verano prematuro. No te sonreiré para que no tengas ninguna disculpa para echarme. Pero te llamaré por tu nombre, para ponerte en camino de reconocerme. Me mirarás como si nunca me hubieras visto y me preguntarás cómo conozco tu nombre. Felizmente, tu voz no ha cambiado. Sigue igual de densa, igual de patosa, igual de cantarina. Me quedo en tu voz y desoigo todo lo demás. Estoy discutiendo contigo en Barajas, mientras trato de arrebatarte el carrito de tu equipaje, que tú me quitas con ademanes excesivos, porque no eres una tullida. Te oigo en el primer taxi que nos llevó a tu hotel y la primera conversación telefónica para hacer la cita de nuestra primera cena. Tendrás que repetirme tu pregunta antes de que te conteste que conozco tu nombre porque me lo han dado en recepción. Te doy mi nombre, que cae indiferente en tus ojos, que se abren para interesarse por mi salud, por mi familia, por mi trabajo, por el tiempo y por mi viaje. Después te quejarás del frío de la habitación, de la descortesía de las enfermeras, de la dureza del colchón de la cama, del mal sabor de las comidas. Y a continuación me preguntarás por qué estoy allí.

 

Me parece mentira que no me reconozcas, por lo que supongo que estás fingiendo y espío en tus ojos el fulgor de un fallo, la quiebra de tu mentira, la fisura por la que la ironía asome. Te cogeré la mano y me la abandonarás con indiferencia de artrópodo. Recuperaré tu piel, tus manos huesudas, tus altos pómulos panónicos. Pero los ojos me huirán. Son los mismos, tendrán el mismo color, la misma forma achinada, la misma tímida ternura, asustada de sus propios contenidos. Pero les falta la luz que tenían, como si tuvieran miedo de traicionarse y se ocultaran detrás de su opacidad muerta. Te hablo de España, de mi viaje, de esta ciudad desde la que me enviabas postales cuando venías a ver a tu psiquiatra. Te hablo del hotel en que me alojo, de su limpieza y de sus insuficiencias, de los emigrantes españoles que me he encontrado por la calle y de la nostalgia de su tierra, una Andalucía luminosa y una Valencia verde. Pero nada alterará tu simulación. Me escucharás con condescendencia, sonreirás cuando debes sonreír y bajarás la vista cuando el pudor lo exija. Como si hubieras aprendido tu papel y lo representaras, sin importarte lo que te estoy diciendo, atenta a la exactitud de tus respuestas mímicas, a la oportunidad de tus reacciones corporales.

 

Llevo mis palabras hacia nosotros dos y me sigues escuchando, como si estuviera contándote una novela. Todo me resulta un juego, en el que participas con habilidad. Te describo el lugar donde hicimos el amor por primera vez y sólo conseguiré una afectada mueca de reproche. Te removerás en el sillón, como un espectador de cine al que no le gusta la película. Sin embargo, tu curiosidad inicial se irá apagando y desviándose hacia el paisaje de la ventana, que no ha cambiado desde ayer. Darás muestras de nerviosismo; estarás desnuda frente a tu incertidumbre. En un momento determinado, mirarás el reloj para provocar el final de la visita y hacer caer el telón sobre tu mala actuación. En vista de esta advertencia, casi grosera, me darán ganas de introducir algo de violencia en aquel santuario de paz y quizá de hipocresía, responder de algún modo a tu humillación, reponerte en tu lugar de víctima, que es lo que siempre has querido. Al fin y al cabo, estás en un sanatorio de reposo.

 

A bocajarro, te diré que me siento culpable de tu situación actual, que me equivoqué discutiendo tanto contigo y que hubiéramos podido ser felices, si yo no lo hubiera estropeado todo y no te hubiera enviado, sin querer, a este país, a esta ciudad puritana y a esta caja de muñecas, con luces de neón y alfombras silenciosas. Ante el desafío de mis palabras, algo en tus ojos anunciará la ira. Notaré que tu cuerpo se atiesa y que me miras con desprecio. Mi sonrisa negará la intención de mis palabras y mi silencio desalentará tu respuesta. Pero llegaré tarde, porque te echarás hacia adelante, te cogerás el vientre con las manos y empezarás a vomitar, con un ímpetu de surtidor. Siempre favoreciste tus vómitos. Tu manta, tu sillón, tu suelo, tu apacibilidad engreída se mancharán de aquel verdor creciente, que se extenderá por el piso, sin pudor y sin freno. Acudiré a ti para ayudarte y me rechazarás con un codazo, que te devolverá a los buenos tiempos de tu fragilidad engañosa. La habitación inodora perderá su continente y hasta el paisaje se afeará por solidaridad. Tus grandes ojos desorbitados mirarán incrédulos la catástrofe. Aquella celda se humanizará con tu vomitina, a la que acudirán dos criadas presurosas, unánimes y asépticas, que con eficacia eliminarán aquella prueba imprudente de tu debilidad, como si fueran bomberos que apagaran un fuego que amenazara la estabilidad del mundo.

 

Ni siquiera tendrán que abrir las ventanas, que yo creo que no se pueden abrir, para que desaparezca aquel olor nauseabundo de tus jugos gástricos exasperados. Pero tú retomarás tu indiferencia, aliviada por aquella pérdida insumisa, y tu respuesta verbal no llegará a producirse, perdiéndose en la recompostura de tu cuerpo, sobre la muelle calidad del sillón, de nuevo impoluto y servicial. Al cabo de un buen rato, bajarás una pierna hacia el suelo, que no conservará ni una huella del pasado, y después un pie, guarnecido por una zapatilla de dibujos policromados, salvada milagrosamente del naufragio, asomará por debajo de la nueva manta inglesa, que habrá venido a sustituir a la antigua, infamada tras el mal gusto del episodio anterior, y se apoyará con cuidado sobre el parqué brillante, como si tanteara su solidez o todavía temiera encontrar los restos de algo indeseable. Y te quedarás sentada, dispuesta a seguir escuchándome, como si no hubiera pasado nada, acorazada otra vez detrás de tu tranquilidad de enferma convaleciente, que se resiste a retomar la salud, porque tiene por delante toda la eternidad para incorporarse a la normalidad de los cuerpos sanos. La densidad de tu silencio y el olvido de tu ira incipiente me confirmarán la idea de que finges y que te has apresurado a tapar el hueco por donde se te podría ver.

 

Se lo contaré al médico y se alegrará de saberlo, porque pensará que estamos en el buen camino de tu recuperación. Ha sido, según él, una demostración inconsciente de que me has reconocido y deducirá que, si me has amado en otro tiempo, algún día saldrás definitivamente de tu indiferencia, para asumirte con la contradicción de todos tus terrores. Cree que los recuerdos del amor son una buena terapia y que pueden actuar de revulsivos. «La persona enamorada recupera la memoria de los tiempos felices. La bioquímica hormonal alerta al sistema nervioso y el cuerpo reclama las satisfacciones de aquellos años. Es un experimento que a veces falla, pero con frecuencia es el punto de partida de una curación. El amor es una inferencia positiva y hay que aprovechar sus efectos. Piense usted que su memoria está aletargada y que se mueve sólo por estímulos sensoriales. Probablemente, como cree usted, esté fingiendo».

 

Aunque haya empezado a despedirme, seguiré viéndote todos los días. Las calles húmedas de paisaje ya me conocerán y los pájaros me verán pasar con indiferencia. Me cruzaré con los mismos oficinistas que se apresuran sin prisas hacia su trabajo y los autobuses acompañarán durante un trecho mi recorrido. Abriré la puerta de tu cuarto, ganada a través del laberinto de aquellos pasillos, que ya me serán familiares, y me encontraré con tu misma ausencia, como si no te hubieras movido desde el día anterior. Repetirás sillón, postura, blusa y desdén y sólo el reflejo del amor que te tuve me permitirá aguantar tanta inmovilidad de estatua. Si, como dice el médico, estás continuamente trabajando por dentro, la verdad es que no se te nota. Ni el cambio de la mirada, ni la deglución de la saliva, ni el más leve parpadeo delatarán esa vida anterior tan intensa. Ni la trayectoria de tus pensamientos, ni la asunción de tus conclusiones se trasparentan en tu cara. Podrías estar muerta y harías lo mismo. Un día me atreví a tocarte una mano y la tenías fría, a pesar del calor ambiente, de los arreboles de tus mejillas y de la manta inglesa que te habías subido hasta la barbilla.

 

Te hablaré, te mimaré nuestros paseos conflictivos por un Madrid bullicioso, sucio y extraño, te recitaré los poemas que te gustaban, de Neruda a Pedro Salinas, pasando por Quevedo; te actualizaré tus sorpresas y tus entusiasmos y te cantaré con mi mal oído las canciones que acompañaron aquel amor que tuvimos tan duro y tan efímero. Pero no conseguiré llegar hasta ti, que ni te ablandarás con los halagos ni te irritarás con las groserías. Todo me confirmará que debo dejarte en paz, desaparecer en tu propia penumbra, olvidarme de ti. El médico me anima a seguir; pero estoy dispuesto a tirar la toalla. No encuentro gusto en pasarme las horas atisbando tu gesto y no guardo ninguna esperanza de que algún día abandones el limbo de tu marginación y tu indiferencia, que salgas de tu silencio. O te decidas por dejar la representación y volver a tu ser normal extrovertido y ligeramente tímido. Me pregunto qué me mantiene aquí, lejos de mi país, sin dinero ni tranquilidad, pasando el tiempo frente a una momia, que ya ni siquiera es guapa, ni me produce más placer que el dudoso gusto de un posible masoquismo, que me vendrá de mi infancia católica de vírgenes dolientes y mártires recompensados.

Todas las noches me haré el propósito de un volver y todas las mañanas volveré con la esperanza del milagro de la vida. El médico urdirá inverosímiles síntomas de recuperación. Pero yo no veré más que tu cara hierática, el reposo de tus manos en el regazo y la cabeza fija en un punto del infinito, que no parece cambiar de sitio. Al médico le diré que el experimento ha fracasado y que es evidente que ella no me ha querido nunca, que el amor del que he hablado siempre es un producto de mi fantasía y que la mejor prueba de su inexistencia es la falta de respuesta por parte de la mujer amada. Si el milagro se esperaba del amor, el amor ha resultado no existir. Tus hormonas no parecen alterarse con mi presencia, por muchas horas que me pase exhibiéndome y excitando tu cerebro dormido. No me tienes perdido en ninguna de tus circunvoluciones cerebrales y pasas de mí, fingir el desamor no te cuesta trabajo. Pero lo que me fastidia es que ni siquiera quieras hablar conmigo. Al fin y al cabo, muchas noches amanecimos juntos entre las sábanas revueltas por el sexo, en la habitación de tu hotel madrileño, cuando ibas a ver a tu editor.

 

Te diré adiós con el corazón en la garganta. Te anunciaré mi marcha, a sabiendas que no me escucharás, y te acercaré un beso de despedida, como si te hubieras muerto y el telón de tu representación hubiera ya caído sobre las últimas frases de mi parlamento. La puerta se cerrará a mis espaldas con alivio. Desandaré el camino de la salida y respiraré a pleno pulmón al atravesar el parque que rodea tu cárcel. La ciudad tendrá otro color, de tonos más desvaídos. Empezarán a encenderse las luces del crepúsculo vespertino y las gaviotas del lago darán las últimas vueltas antes de recogerse en los misteriosos refugios de sus noches.

 

La ciudad no sólo será extranjera, sino extraña. Todo exhibirá su insolidaridad conmigo, y hasta los niños que vuelven a casa en coche me mirarán con indiferencia. Las estatuas que cruzo representan una historia que me excluye. Sigo andando por inercia, sin más destino que el azar y sin más propósito que el de alejarme cada vez más del lugar en que estoy. A mi paso, los ruidos de la calle van cesando paulatinamente, al ritmo de este país, hasta que todo entra en el silencio y en la soledad, aunque todavía no son las siete de la tarde. Así estará la ciudad el día del fin del mundo, atravesada por un sonámbulo al que le han robado el pasado. Lo que yo había creído que era un gran amor no fue más que el capricho de una niña rica, disminuida mental. Me sentiré defraudado y tan vacío como esta ciudad desconocida. Dormirme en el hotel es desenchufar los cables que mantenían vivo a un enfermo terminal. Pero las pesadillas no me dejarán dormir.

 

A la mañana siguiente, con dolor de cabeza y el billete del avión en el bolsillo, volveré a decirte adiós, como el ejercicio de un exorcismo. Habré dejado las maletas en el vestíbulo y subiré a verte por última vez. Los pasillos desalentarán mis propósitos y los rostros funerales de las enfermeras, tiesas como nurses inglesas, no harán nada por esconderme su desaprobación. Pero empujaré la puerta de tu cuarto con desesperación y esperanza, a sabiendas que es un gesto definitivo, que no volveré a repetir. Para mi sorpresa me estarás esperando, quieta y firme, en medio de la niebla exterior que se cuela por las ventanas cerradas y difumina los contornos de nuestro encuentro. Te habrás vestido como para salir a la calle. Una bufanda a cuadros, tan infinita como aquella azul que te regalé una vez, te ocultará media cara y se desbordará por tus hombros, con una precipitación de colores que alegrará la tristeza de tus ojos muertos. Un abrigo largo y estrecho te dará un aire de institutriz ginebrina y los guantes de lana me demostrarán que estás dispuesta a llegar al Polo Norte, para lo que has tomado tus precauciones. Un gorro marrón con grecas blancas embridará tu pelo y te tapará la frente hasta las cejas.

 

No tendré que decirte nada para que salgas de tu habitación, como si lo quisieras. El movimiento de salir lo tenías decidido antes de verme y mi entrada no ha hecho más que precipitarlo. Me preguntaré si me esperabas o te disponías a dar un paseo. Se me hará raro verte fuera de las cuatro paredes de tu cuarto, donde siempre te he visto desde que he venido. Nadie impide tu salida. Conoces los pasillos mejor que yo y me precedes por aquel laberinto, sin titubear. Algunas enfermeras te saludarán con una sonrisa no sé si de compromiso, de connivencia o de compasión, y tú les contestarás con un movimiento de párpados y de cuello, que no descompondrá ni el hieratismo de tu figura ni la rigidez de tus ropas de esquimal. Avanzarás, como si supieras a dónde vas. Mis maletas, en un rincón del vestíbulo, dejarán de tener significado y serán sólo unos objetos abandonados. Empujar las puertas de salida será un trámite de tu liberación. El aire frío no te cogerá de sorpresa y el parque neblinoso se cerrará sobre tu silueta apresurada, que habrá encontrado la marcha rápida de otros tiempos.

 

La ciudad se despertará a tu paso y los cendales de niebla flotarán sobre el lago hasta ocultarlo. No quitaré los ojos de ti, tratando de adivinar lo que vas a hacer. Pero no me permitirás que te hable, ni me dejarás que me vaya, absorbido por el remolino de tu cuerpo al andar y por el delicado perfume que empiezo a recordar. Con aquella indumentaria me llegarás a ser ajena, te habrán crecido las espaldas y habrás ganado en altura. Si no supiera que eras tú, no te reconocería, a no ser por tu perfume. Tu debilidad de enferma se habrá perdido con tu voluntad de andar y la altanería de tu porte hará olvidar el estado de postración en que te encontrabas ayer mismo. Realmente serás otra mujer, parecida a la que yo amé en España hace muchos años. Estarás en camino de resucitar el pasado, como si el movimiento fuera tu ser natural y la quietud la negación de ti misma. Volveré a pensar que mi viaje no ha sido en vano y que dentro de poco me reconocerás y que estarás dispuesta a escucharme. Y con un poco de suerte podremos hacer el amor, para celebrar nuestro encuentro.

 

Pero, de pronto, te meterás en un café de maderas oscuras y lámparas excesivas, que parece reconocerte. Junto a una ventana de gruesos cristales biselados te estará esperando una mesa con vistas a la montaña de cumbres nevadas y ventisqueros amenazantes, donde se remansará tu impaciencia y se sosegarán tus pulmones agitados por el paseo. Tu mano reposará sobre el negro tablero encerado, como en un alivio que te esperara. Te quitarás la bufanda, te desabrocharás el abrigo y te liberarás del gorro, que dejará suelta tu cabellera rubia, que habrá retomado el oro de la tradición de tu belleza y su tendencia a la dispersión. Le sonreirás a un camarero, que aparecerá junto a nosotros, con un gran tazón de leche y una bandeja de pastas ordenadas, y se inclinará con el servilismo de la costumbre, antes de decir en el más puro castellano de Segovia: «De salud le sirva», para mi asombro y mi gratitud por aquellas palabras que entiendo, con sabor a caminos agobiados de sol y fríos de estepa. Hay orgullo lingüístico en aquella expresión, que me da confianza en que todo lo que estaba a punto de perderse se salve del naufragio. Volvemos a estar en Madrid, en una tasca de madrugada con horas por delante hasta que salga tu avión de Sevilla.

 

A estas alturas habré perdido ya mi vuelo a España. Pero me compensará el calor de tu mano que me ha sorprendido con una caricia que me recorrerá los dedos, y se aventurará en la intimidad del brazo, por debajo de la manga de la camisa, como una exploración prometedora. Pero cuando te mire a los ojos, descubriré que siguen prendidos en la montaña, refugiándose en una lejanía que te aparta de lo que estás haciendo y enfría el entusiasmo que yo empezaba a cultivar. El local tiene el silencio que tú necesitas para abstraerte en pensamientos que desconozco, en recuerdos que me sobrepasan. Tus pupilas se cuajarán de lágrimas y una tristeza invasora te mudará la cara, que naufragará en un gesto de resignación y de cansancio. El tazón de leche habrá dejado de humear y el montón de pastas, superpuestas en una formación de pirámide truncada, seguirá intacto, exhalando un olor a comida nutritiva, a vida campestre. No sabré qué hacer para devolverte a la tierra, para reanudar el diálogo mudo que habías iniciado con tu caricia. No me atreveré a romper tu ausencia y esperaré algún signo para entrometerme. Pero tendrás la misma opacidad que las montañas lejanas, que se dejan ver, impasibles y soberbias, sin responder a tus llamadas de angustia. El día se habrá instalado en la luz de la calle, un día denso y crepuscular, y la niebla empezará a levantar, con parsimonia ceremonial.

 

El retorno a casa será lastimoso. No sabré el motivo de tu paseo, ni por qué ahora te apresuras a volver. Pero no volverás por el mismo camino. Durante un rato bordearás el lago y después te perderás por un parque de árboles altos y sombras frías, para salir a una plaza de lados desiguales y retomar de nuevo la ruta que trajimos al venir. Varias veces tengo la tentación de dejarte ir; pero temo un accidente, una súbita amnesia, una locura de autopunición. Por eso, cuando te vea esconderte detrás de un árbol para vomitar, correré a sujetar tu cabeza, a sostener tus hombros, a retener tu mano derecha, que habrá revoloteado en el aire, pidiendo auxilio. El equilibrio urbano se ofenderá con tu vomitina. Habrá sido feo no respetar los alcorques y las costumbres de la convivencia ciudadana. Vomitar en la calle y con ruidosas arcadas, como tú lo haces, es de mal gusto y de mala ralea. Los ángeles de la ciudad se taparán la cara con las alas para no verlo y los transeúntes no saldrán de su asombro. Los barrenderos municipales borrarán diligentemente las huellas del delito, mientras tú y yo nos alejamos, perseguidos por la vergüenza institucional y los comentarios en lengua extranjera.

 

Te dejarás que te lleve del brazo, que te coja por la cintura y que com-
parta contigo el calvario de la vuelta, apretando tu cuerpo, que recuperará la memoria de nuestros paseos de Madrid por un Recoletos eufórico,
con el sol del sur en nuestros pasos y el deseo empujándonos hacia el hotel. No serás la misma muchacha que me desafiaba a besarla en medio de la censura de la gente y que se colgaba de mis espaldas para inundarme el pecho con su pelo largo, rebelde y feliz, y morderme la oreja como una provocación. Sólo yo tendré el recuerdo del pasado y me entretendré en resucitarlo. Descubrirás que el vómito ha manchado uno de tus guantes y te lo quitarás con rabia para tirarlo lejos, donde yo lo recogeré, como una reliquia, llena de significados. Te alejarás indiferente a mi devoción y no volverás la cara ni siquiera para comprobar que te sigo. La distancia podría devolverme la sensatez perdida. Pero volveré a correr detrás de ti, hasta alcanzarte y ofrecerte el guante, como un acólito enfervorizado.

 

Rechazarás el guante, pero retomarás mi mano para frotártela contra el pecho. Pondrás cara de Dolorosa en trance; nos separarán tu miedo y mi seguridad. Caminaremos todavía un buen trecho, compartiendo nuestras divergencias. La niebla irá desapareciendo, para volver a las montañas. Poco antes de llegar a tu residencia, saldrá un sol redondo, como un anuncio. La calle perderá su hosquedad nórdica y se hará grata a nuestro paso, a la presión de tus dedos sobre mi brazo, a la curiosidad de tu mirada dentro de mí. Y romperás a hablar, desbordándote, desviviéndote en palabras de felicidad y de entusiasmo. Volverás a España, te reirás como entonces, pondrás caras, bizquearás hasta conseguir mi risa, palmearás mi hombro como un viejo camarada, te burlarás de mi perplejidad, te exaltarás con los proyectos de una huida imposible, crearás el futuro, tartamudearás para sorprenderme, me pedirás limosna como un pobre que había en un puente de Sevilla, me sermonearás como un obispo solemne y cuaresmal, mimarás tu propia vejez, llorarás como una niña abandonada y me sacarás la lengua como una provocación. Confirmaré que estás loca; pero me dejaré llevar por tus despropósitos. Cuando te bese, volverás a la sensatez y entraremos en tu residencia como a nuestra casa.

Las enfermeras te mirarán asustadas y los suelos encerados habrán perdido su pulcritud de capilla luterana. A medida que vayamos avanzando, nuestros cuerpos se irán aproximando hasta tocarse. Te quitarás la bufanda antes de llegar a tu habitación y te librarás del gorro en el tramo final. Forzado por las prisas, saltará un botón de tu abrigo, que se perderá en un recodo del camino. La puerta cederá al impulso de nuestros deseos y haremos el amor, sin preocuparnos de cerrarla. Tendrás cuerpo otra vez y mis manos se encargarán de devolverle su perfección de estatua. Iré recorriendo la memoria de tu piel y rehaciendo los itinerarios de tu belleza. Me encontraré con el placer de tus axilas, con el frescor matinal de tus espaldas, con la sorpresa de tus muslos, creciendo bajo la impaciencia de mis dedos. Comprobaré que la enfermedad no te ha cambiado. Me asaltará el promontorio de tu vientre y me hundiré en la tentación de sus laderas. Me enlazarán tus piernas, que no habrán perdido ni su fuerza ni la plenitud adolescente de sus músculos. Me acomodaré a las sucesivas posturas del amor. Serás inagotable en el uso desmadrado de tu imaginación y en la avidez de tus manos incansables. Será de nuevo la primera vez y, como la primera vez, te quedarás dormida entre mis brazos, respirando la tranquilidad de la costumbre, apurando una caricia inconsciente, deslizándote hacia el sueño con la obediente docilidad. En el duermevela último tu pubis reclamará mi atención, antes de desmadejarte en la nada.

 

Se moverán tus ojos debajo de los párpados, como si se resistieran a dormir, antes de caer definitivamente en la inmovilidad completa. Un leve sudor aflorará sobre tu labio superior y te lo enjugaré con mis labios, lo que provocará tu lento despertar desde las incógnitas regiones del sueño y agitarás tu cuerpo en la dirección del sexo, que reclamará con tímida insistencia sus derechos a existir. Y volveremos a hacer el amor, como para recuperar los años perdidos y con una desesperación de despedida. La violencia de nuestros abrazos nos hará rodar por el suelo y encontrar la complicidad de su dureza para intensificar la resistencia de nuestras pieles desnudas y despellejarnos las rodillas. De cara al techo respiraremos el último orgasmo y sólo saldremos del agotamiento cuando una voz autoritaria e irritada, sobre nuestras cabezas abandonadas y nuestra satisfacción compartida, nos grite desde la puerta acusadoramente hostil y nerviosamente quebrada, con el lenguaje universal de la indignación: «Esto no es un prostíbulo».

 

Te levantarás horrorizada para mirarme y te cubrirás con las sábanas dispersas por la habitación. La voz habrá desaparecido, mientras nos quedaremos mirándonos, sobrepasados por la conciencia de nuestro acto, con la inocencia adánica de nuestras razones. Pero tú te envolverás en un distanciamiento, que irá creciendo segundo a segundo, como si, alertada por el insulto que te acaban de hacer, te inundara el remordimiento como una marea, y te aislara de nuevo, replegándote y huyéndome. Veré cómo voy perdiéndote milímetro a milímetro, cómo vuelves a las andadas. Tus ojos tendrán un pánico antiguo al comprobar tu desnudez. Te envolverás más en tus sábanas. Tu rostro se incendiará más en vergüenza que en rubor y te encerrarás en el cuarto de baño, golpeando la puerta con violencia. Seré incapaz de evitar nada. Habré perdido la esperanza de que algo se arregle. Se me olvidarán las palabras que pudieran aplacar tu enfado y me iré haciendo a la idea de que te he perdido. El cuarto me demostrará todo su anónimo rechazo, su rigurosa impersonalidad. Ni me iré ni llamaré a las puertas de tu encierro, en espera de que abras y aparezcas con el perdón o con la despedida. El llanto que traspasa las paredes no me aclarará nada y lo mismo puede ser de ira que de felicidad. Estarás llorando, con la respiración ahogada y, de pronto, me gritarás que me vaya, con un maullido de gata aterrorizada.

 

Cuando, al cabo del rato, abras la puerta, ya me habré vestido para irme. Serás el fantasma de ti misma, con los ojos rojos y las sábanas haciendo de túnica de tragedia griega. Tendré la tranquilidad suficiente o el cansancio para asistir a tu espectáculo, que no obstante debe ser sincero. Como final de fiesta, te despojarás de las sábanas, atravesarás la habitación con tu desnudo impecable, recogerás tus ropas y te vestirás, con la indiferencia de saberte sola y sin pudor. Te colocarás las bragas, después las medias, más tarde el sostén, luego la blusa, a continuación la falda y finalmente un jersey, que previamente olerás para comprobar su estado. Durante todo este tiempo verificaré que ni la enfermedad ni el amor habrán deteriorado la perfección de tu cuerpo, ni han deslucido el fulgor de tu blancura. Te anudarás al cuello un pañuelo de colores y, por último, te pondrás los zapatos. En ningún momento me habrás mirado. Frente al espejo que hay en el vestíbulo, te arreglarás el peinado, metiendo tus dedos en el pelo, que resucitará su vocación de catarata. En el cuarto de baño, te repasarás los labios con un lápiz, apenas visible, y con una toalla te humedecerás los ojos y te los secarás con tiento, acercándote al espejo para contabilizar los restos del desastre.

 

El médico me afeará mi comportamiento y me sermoneará por mi abandono. Me habrá hecho llamar a su despacho, con sillones muelles, caoba en las paredes y láminas anatómicas del cerebro, como decoración obligada, junto a una vista del lago, que no perdona las montañas con la nieve y las gaviotas de los turistas. Unas plantas esbeltas y tupidas sin olor ni color se amontonan en un rincón, dedicado a vegetales, y una biblioteca de maderas oscuras y tomos gruesos profesionales confiere al conjunto la seriedad requerida por la funcionalidad doctoral. Sólo estorbará la perfección expositiva del despacho, la figura del médico demasiado bajo para tenerlo en cuenta y demasiado bien peinado para creer lo que diga. Antes de regañarme, me habrá saludado con una fría cordialidad de manual y habrá ocupado su sitial detrás de la mesa, para establecer distancias desde el principio, encaramado en dos cojines que le devuelven el prestigio que no tiene a pie. Su cráneo pelado y su cara redonda le darán un aire eclesiástico, que el tono de su voz no desmentirá. Sus manos se moverán con pautas de púlpito y sus dedos sin anillos se desplegarán con el vuelo corto del Espíritu Santo, que hablará con el vocabulario de Zúrich.

 

«Se ha precipitado usted. Ha aplicado a la enferma una dosis excesiva que no estaba preparada para recibir. Teníamos síntomas claros de recuperación; pero usted lo ha echado todo a perder. Se ha precipitado. No ha seguido la primera regla de la terapéutica universal, que es la prudencia. Yo confiaba que usted fuera más sensato, que atendería a razones. Le hablé de la extrema gravedad del caso y de la delicadeza de las situaciones que teníamos que abordar. Pensé que usted me había entendido. Ahora es tarde. Un paso en falso es irremediable. El organismo mental de la muchacha es débil y frágil. El reposo es la mejor medicina, con la ayuda del tiempo y de la ternura como los más adecuados complementos. Yo creí que usted podría retrotraerla al estado feliz del enamoramiento, que subyace en algún lugar de su memoria, y a partir de ahí podríamos reconstruir el tejido de su vida de relación, avanzando lentamente hacia su curación, sobre sólidas bases que permitieran la seguridad y la confianza a la paciente. Y usted ha venido a trastocarlo todo; ha destrozado todos nuestros planes; ha introducido en su mente enferma el caos y la confusión. Ha entrado gritando donde se necesitaba el silencio y el susurro. Ahora nos veremos obligados a empezar de nuevo, a recomponer el maltrecho jardín donde la habíamos recluido para preservarla del ruido y de la brutalidad. Y, encima, usted nos abandona, cuando ella más lo necesita, con una crueldad mediterránea, que yo debía haber supuesto. Pero usted no puede irse. Usted tiene la obligación moral de reparar los daños. Cometería usted un crimen si ahora se va, dejando a la muchacha hundida y a nosotros impotentes ante las consecuencias de su agresión. Si usted se vuelve a España, la condenará a la reclusión perpetua. Si usted la ha querido y todavía la quiere algo, como su rudo comportamiento parece demostrar, debe continuar a su lado, aunque con más miramientos que hasta ahora. Deshaciendo los perjuicios que le ha ocasionado. Irse será como matarla, condenarla para siempre a un destierro de sí misma. Piénselo usted, porque, a pesar de todo, no creo que usted sea tan inmoral como parece. No es usted un criminal».

 

El despacho me parecerá excesivo para tantos adjetivos. Su exaltación, me resultará cómica y le sonreiré al final de su discurso, lo que enfoscará su rostro de clérigo puritano, encrespado por la presencia del mal. Me esforzaré por contestarle sin el desprecio que me merece y por su propensión a la garrulería. Probablemente querré profanar aquel santuario de solemnidad y soberbia, desde el que dirigen tu conducta, como la de una rata de laboratorio, con la buena conciencia del deber cumplido. Me quedaré mirándole con el mayor asco de que soy capaz, sin entender cómo, si no es por esnobismo, te has puesto en estas manos tan expertas, tan pulidas y tan juiciosas, que no se dan cuenta de su propia torpeza. Como el lugar está seguramente insonorizado, podría ahogarlo sin que nadie se diera cuenta. Pero me conformaré con contestarle, como una última prueba de amor hacia ti, que no te mereces este médico, ni esta residencia y ni mucho menos este tratamiento, que te está matando poco a poco. Le contestaré con indignación y con un arrebato que apenas sobrepasará sus oídos, inmaculados para la fonética de mi irritación.

 

«No sé por qué se pone usted así. No es para tanto. Total, hemos hecho el amor y eso no le viene mal a nadie. Si usted no la hubiera asustado, ahora ella estaría tan contenta. Eso es lo que estaba esperando y se moría de ganas. La iniciativa no fue sólo mía, fue de los dos. No veo ningún mal en ello. El otro día dijo usted que ella no tenía cuerpo y que ésa era su tragedia. Y ahora que yo le he devuelto el cuerpo me dice usted que la he matado. Usted sí que está matándola, coaccionando su mente, limitando su voluntad, secuestrándola a pan e inyecciones. Era una muchacha alegre y fuerte como una ternera joven. Usted no la ha conocido. Podía bailar una noche entera, estar ocho días sin dormir, montar a caballo durante seis horas y beberse una botella de whisky sin respirar y estar como las propias rosas al día siguiente. Amaba la vida, gozaba de todo, del sexo, de los libros, de los viajes, de la amistad. Era generosa, habladora, sonriente. Tenía sus cosas, pero todo el mundo tiene sus cosas. A veces se quedaba callada y durante un día no hablaba. Es verdad que lloraba sin motivo o se exaltaba hasta la furia. Pero es que le sobraba emotividad, pasión por todo. Le iba la vida en cualquier acto que hiciera. Era extrovertida y tímida al mismo tiempo. Era única y usted quiere devolverla al rebaño, hacerla como todas. Si usted me la deja llevar, en un par de meses le devolveré la muchacha de antes, sin curas de reposo, sin medicamentos y sin sermones. Le apuesto a usted lo que quiera. Ni la reconocerá; la dejaré como nueva. Lo va usted a ver».

 

El médico me mirará sin contestarme y, cuando le pese el silencio, se levantará para quedarse de espaldas a mí, frente al paisaje. No interrum-piré su grosería y le dejaré madurar su respuesta, mientras cosecha ideas de la contemplación de las montañas, de la nieve, de una esquina del lago y de la luz del día que ha empezado ya a despedirse. Sus manos amansarán el vacío dentro de los bolsillos de su chaqueta y mantendrá su posición de estatua durante todo el tiempo que dure su meditación, que será mucho más del que estoy dispuesto a esperar. Cuando se vuelva hacia mí, el paisaje empezará a ser irreconocible y difuso y se irá cerrando hacia la noche. Las luces de la ciudad empezarán a encenderse, con una especie de competición entre ellas; las primeras serán las luces municipales y después todas la demás, como por ensalmo. Me entretendré en mirarlas hasta que el médico quiera arrancar. Todavía se demorará un poco, sacando su impulso del silencio, que se prolonga demasiado. Al fin se decidirá y se apartará de la ventana, como si ya no le fuera necesaria.

 

«Usted no la vio cómo estaba cuando me la trajeron. Estaba mucho peor de como usted la ha visto. Un guiñapo. Arrastraba los pies y balbuceaba en lugar de hablar. No permitía que la peinaran y su pelo lacio era un nido de mechones enroscados. Hacía varios meses que no se duchaba y puede usted imaginarse lo que era acercarse a ella. Vestía mal y martirizaba un pañuelo de mano, que rezumaba sudor. Vivía en un estupor permanente y sus ojos desconfiaban de cualquier ruido, de cualquier persona que no conociera. No era la muchacha que usted me describe. Era un montón de huesos, que hacía todo lo posible por morir. Cuando usted la ha visto, ya había pasado lo peor. Había ganado unos kilos y había vuelto a querer vivir. Una vida limitada, es verdad, y, hasta si usted quiere, una vida dirigida, pero vida, precaria, difícil. Nos ha costado mucho esfuerzo y mucho tiempo. Su presencia al principio le sentó bien. Para nosotros fue una prueba de recuperación, lo mismo que lo fue cuando se dejó peinar o cuando volvió a comer ella sola o cuando tuvo ganas de pasear. Una prueba de que algo se movía en ella. Después empezó a hablar y comenzó la terapia de la palabra. Me contó su vida, me fue relatando sus zozobras y sus esperanzas, desde niña, sus relaciones con sus padres, sus primeras rebeldías. Aquello le hacía bien. Le cuento a usted esto para demostrarle que está usted equivocado, que no todo es tan fácil como cree. Y además le diré que en sus recuerdos usted cuenta poco. Me sería difícil identificarlo por lo que ella me dijo, sobre sus amores, que a veces mezclaba con poco respeto por sus amantes, con dos o tres excepciones, entre las que, siento decírselo, no figuraba usted».

 

A la mañana siguiente, te encontraré sentada en el sillón de siempre y con el mismo gesto de lejanía del primer día que te vi en esta jaula de oro. Estarás vestida con la elegancia que antes te era habitual. Tu peinado no tendrá la perfección requerida, pero tendrá la corrección de las visitas. No te darás cuenta de mi llegada y no quitarás tus ojos del paisaje que se ve más allá de la ventana y que debes conocer de memoria. Estarás sola, con tu manta inglesa sobre las rodillas. No harás caso a mi saludo, ni al del médico, que entrará poco después, seguido de una enfermera y de un tipo rubio, de escaso pelo y ademanes untuosos, que debe ser un empleado de la residencia, quizás el administrador, por su aire de oficinista y su obsequiosidad a flor de piel. Ninguno de los tres me habrá saludado, como si fuera portador de la peste y el contagio se transmitiera a través de la mirada. Los tres se ordenarán a tu espalda y esperarán a que tú des señales de vida. Pero, al parecer, no has advertido nada y seguirás mirando por la ventana, sin desdén, pero con indiferencia.

El médico será el primero que hable, con paciencia paternal. Recalcará mucho que yo deseo llevarte y que espero curarte con los procedimientos que ayer había empezado a aplicar. Te explicará que debes firmar una renuncia a seguir en la residencia y que asumes tu decisión con plena conciencia de lo que haces. Eres mayor de edad, habrá todavía otro silencio, antes de recordarte que sería un disparate marcharte ahora que estabas empezando a remontar la crisis y con la curación próxima. Insistirá en que la terapéutica de lo más agradable no siempre es la mejor y que las personas expertas son insustituibles, y terminará recordándote que ha sido fiel a las peticiones que tú le hiciste cuando llegaste, muy enferma, a su despacho, y que ha puesto su sabiduría y su experiencia a tu servicio, que has sido una paciente sumisa y agradecida y que te echará mucho de menos, pues ya no eras su enferma, sino su amiga. Su voz dudará entre la emoción y la cordialidad para advertirte que sea la que fuere tu decisión, la respetará, aunque no fuera, según él, la más acertada. Su código deontológico no le permite inmiscuirse en tu vida privada. La enfermera y el otro estarán allí para ser testigos de que te vas por tu propia voluntad. La verdad es que me dejará poco espacio para jugar yo. Igual que él, me colocaré detrás de ti para hablarte, con la mirada fija en tu espalda para adivinar tus reacciones por tu respiración.

 

«Lo que yo te propongo es el amor. Había venido para verte; pero ahora he sabido que vine para demostrarte que no te he olvidado y que nuestros días de Madrid siguen vivos en mi memoria. Que fueron los días más felices de mi vida y que cada palabra tuya, cada gesto, cada hora que pasé contigo siguen en mi interior, como si acabaran de invadirme. Ayer fuimos felices. Me dejaste creer que todo es posible. Un roce, una mirada fueron suficientes para volver a los buenos tiempos, cuando no sólo éramos más jóvenes, sino más sabios. Ahora te ofrezco la vida. No vivir encerrada entre cuatro paredes de lujo, atendida por sirvientes sumisos, observada por ojos profesionales y acribillada a pinchazos y atiborrada a pastillas. Te ofrezco volver a España, a la luz en que has vivido siempre, a los cielos abiertos que tanto te gustaban. No estás enferma. Lo único que te pasa es que no tienes ganas de vivir y las pocas que te quedan te las están quitando. Estás acobardada porque te están asustando; te tienen secuestrada. Vuelve al sol, atrévete a vivir. Suelta los frenos de tus prejuicios morales, rompe tus inhibiciones. Hazle caso a tu cuerpo. Aquí te irás pudriendo, entre vitaminas, reconstituyentes, ansiolíticos y anabolizantes. Te crees que estás enferma y representas la enfermedad. Siempre te gustó teatralizar las situaciones. Deja ya de fingir, sal del escenario. Vive. Deja el aire acondicionado y las ventanas que no se pueden abrir. Olvídate de los reglamentos. No hables en susurros, grita a pleno pulmón. Recobra tus ganas de vivir. Excita tu voluntad. Eso es lo que te hace falta. Sé tu voluntad. Haz por curarte. Quiere, quiere, quiere».

 

No habrás reaccionado mientras yo te hablaba. Tus espaldas no habrán delatado el más mínimo cambio en el ritmo pausado de tu respiración. Tu cabeza no se habrá movido, prolongando tu actitud de estatua. El silencio mantendrá mis palabras rato después de haberlas pronunciado. También el silencio se hará inmóvil. Se oirá algún ruido inclasificable. Parecerá que nadie respira y tu pasividad de muerta en vida se nos contagiará. Tampoco yo me atreveré a moverme, deseando que tú te muevas, esperando que salgas del marasmo de tu enajenación. El tiempo se deslizará lento y grumoso entre las cuatro figuras de cera que estamos a la espera de tu veredicto. La condena de la insonorización del cuarto se hará más evidente a medida que pasan los minutos de tu reflexión. Los pensamientos no hacen ruido. Todos estamos de acuerdo en concederte el plazo que quieras. Nadie parece tener prisa y menos que nadie tú, que permaneces quieta, como si aquello no fuera contigo, como si no supieras que eras el centro de nuestras expectativas. Tendrás la indiferencia de un vegetal.

 

Con las ganas de moverme, me vendrá la idea de que estás drogada, que te han dormido para desarmar tu voluntad. Me acercaré a ti para verte la cara y descubrir que tienes los ojos cerrados. Te llamaré por tu nombre y me mirarás con una expresión de sorpresa y de disgusto. Te acariciaré la mano para provocar alguna respuesta, pero me la dejarás blanda e inmotivada, yerta como la de un maniquí, y tus ojos me seguirán asombrando por el vacío que los habita. A fuerza de mirarme se te volverán metálicos, se deshumanizarán en un gesto de opacidad biológica. Trataré de despertarte, pero te refugiarás más todavía en un recoveco de tu cerebro, inaccesible. Y, de pronto, con lentitud de génesis, asomará a tus pestañas una lágrima que irá engrosándose, como un alud ralentizado y cristalino. Será una única lágrima, que agotará tu capacidad de respuesta. Inútilmente esperaré que te derrames en un llanto consolador. Pero seguirás inerte, respirando apenas sobre mi decepción. Te acomodaré la manta, te acariciaré la mejilla, donde ha quedado un rastro de humedad. Al salir, cierro la puerta y al mediodía cogeré el avión para Madrid.

 

El avión, antes de abandonar Ginebra, dará una vuelta sobre la ciudad, que estará preciosa, pero no para vivir en ella. El lago, bajo el sol, parecerá una lágrima.

 

 

Comparte este texto: