Tres poemas excluidos / Claudio Rodríguez

 [Un poema excluido de Don de la ebriedad]

 

Nuestro reino tampoco es de este mundo

y, sin embargo, la belleza imprime

formas de su dolor. ¿Y a quién invoco,

y a quién he de invocar? Oh, tú, la tarde

junto al agua color de yelmo y de asta.

Árbol: escudo en la llanura inmensa.

Soledad del camino. ¡Tú, vencejo

crucificado en la pared del hombre!

Claro ha de ser el día y presurosas

irán las nubes. Como en un cayado

de pastor mal grabado con las piedras,

el símbolo del campo y de la vida

se quemará en mi piel. No es de este mundo

y, sin embargo, la misión me culpa.

¿Yo soy la causa de que las estrellas

teman caer? ¿Yo miro y todo calla?

¿Yo hago al racimo agraz y negro al trigo?

Sé lo que es ser gusano en la manzana

y, sin embargo, entérate, no es de este

mundo tampoco mi ebriedad. ¡Bodega,

qué combustible corazón, qué alta

uva pisada por los pies desnudos

de los ángeles como los de un pobre

tan hermoso que muere al menor signo!

Claro ha de ser el día porque siempre,

siempre a campana herida te anunciabas.

 

 

 

 

Pastoreos del día

 

Tú me recuerdas al pastor que graba

con las más duras piedras su cayado,

día que me trabajas hasta lo hondo,

que retallas mi vida trazo a trazo.

 

¡Como él, saca a la luz la blanca médula

de la alegría, taja, monda el claro

nudo de juventud, ráele las vetas

del dolor a mi leño bronco! ¡Cuánto

te esperé, día de hoy! Y llegas, llegas

con la mañana de los buenos pastos,

en mi humildad apoyas tu alto oficio

y allí me llevas ligerillo al brazo.

 

Allí me llevas y vivir no puedes

sin mí, sin todos, ir sin tu cayado,

día zagal que tan a punto vienes.

¡Ve, reposa ya en paz, deja tu hato

 

apacentarse a su albedrío: siempre,

siempre tendrás nuestra madera al lado!

Llega la fresca y hay que ir de regreso.

¡Que se hace tarde! ¡Reúne el redil! Vámonos.

 

Y ningún descarrío, ni una oveja

trasera. Todos juntos al establo

caliente de heno, mientras el buen día

se va tranquilo, el hombre de la mano.

 

 

Llegada a la estación de Ávila

 

Ávila, como tu aire

tan sano no lo hay, pero no vengo

a curarme de nada, aunque una cura

le iría bien a mi pulmón, tras estos

años en mala tierra.

Ya hemos llegado. Adiós. ¿A la cantina,

a engrasar bien el pecho,

a lavarlo del humo del viaje?

Allí está, es otra, es nueva; vamos juntos.

Buena es esta costumbre

—eh, tú, o alegras esa cara

o te vas. Canta, habla, bulle

aunque no oigamos nada, sino ruido,

bébete ya ese vaso

sin fondo, aunque en él nunca baile el agrio

mosto picado de la vida,

danos la mano, abrázanos a todos

sin miedo, aunque en tus brazos

tan sólo el aire…

Como en los nuestros. Bueno es cualquier sitio

para hacer amistades, pero éste

es el único que hoy nos queda abierto.

¡De prisa! Un gesto llano

y basta: una patria, un río, estrellas, todo el mundo,

esta región inmensa y sin conquista

que es el hombre, hela: tuya.

Y aunque pongas tu vida junto a la noche

siempre amanecerá. ¡Suelta el bocado

soso y frío del miedo! Cuando llegue

con más ternura que la luz de invierno,

tú saldrás por las calles, y tus ojos

repicarán, y aun a pesar tuyo

con mirar con limpieza estarás limpio.

Amigo del buen tiempo,

llegó el vareo del olivo,

el mejor mes para trucha. Dicen

que la que bien se ve ésa no se pesca

y así nosotros vemos

lo que jamás poseeremos,

pero en el río turbio de tu soledad, pon

el corazón por cebo

que algo picará un día; quizá un poco

de amor para tu mesa sobria, un cálido

visitante invernal para tu casa.

¿Ves cómo nuestro anillo

de alianza es de espuma

de plata, de humo

de tren? Esto es hermoso.

Aquí ya no hay banderas,

el traje mal cosido de una raza perdida.

Con amor y con luto,

lejos de donde hicimos bodas de sombra y noche,

hagamos hoy con nuestra orfandad blancos

lazos para las palmas de todos los balcones,

de esta saliva de vagón, la hermosa

lágrima fiel del niño.

Ya no habrá ningún rey

en el cielo sin nubes de nuestra gran pobreza,

rica, azul para siempre.

Ya no habrá quien nos cante

porque nosotros somos ahora el cántico,

la campana, la fábrica, el sustento.

Cuando dentro de poco llame a nuestras oscuras

puertas el sol, la faena

diaria, un bello viaje

sin distancia ni tiempo,

una gesta inmortal nacida aquí, en la tierra,

el corazón emprenderá animoso,

sin deudas ya, por tierras sin murallas,

sin ese medallón de barro seco

de la codicia, al alba,

con los primeros gallos encendidos.

 

Basta ya. No son horas

de sermón, aunque sí de lengua suelta.

Ávila, como tu aire

tan sano no lo hay, y este vinillo

se nos cuela con él en hondo oreo.

Recién venidos y un momento justos,

¡fuera de aquí quien nos recuerde ahora

esa voraz caída de la noche

sobre los altos campos

de nuestra tierra!

 

 

Poemas laterales es el nombre que Claudio Rodríguez daba a aquellos poemas no destinados a formar parte, en principio, de su obra central —esto es, de alguno de sus cinco libros. De hecho, el autor tenía la intención de recogerlos y editarlos algún día bajo ese título, como algo lateral a su trayectoria poética. De ahí que fuera guardándolos en una carpeta —una de esas típicas carpetas de color azul, sin solapas y con gomas— en la que aparece rotulado ese epígrafe. La mayor parte de estos textos son «homenajes», generalmente a poetas, o poemas «sobre pintura y escultura», a propósito de la obra plástica de algunos amigos, y fueron publicados en catálogos o revistas de muy difícil acceso en la actualidad.

Una de las secciones más interesantes de Poemas laterales es la que podríamos denominar «Poemas excluidos». En ella se encuentran aquellos textos que, en un determinado momento, fueron retirados por el autor de los libros en los que, en un principio, iban a ser incluidos, concretamente de Don de la ebriedad (1953), Conjuros (1957) y Alianza y condena (1965). Se da la circunstancia de que entre los dos primeros existen elementos en común, lo que demuestra alguna vinculación entre ellos y su condición de textos de transición, mientras que el tercero comparte algunos versos con otros poemas de Alianza y condena («Ciudad de meseta», «Un momento» y «Oda a la niñez»).

Quisiera expresar desde aquí mi agradecimiento a Clara Miranda por la autorización concedida en su día para publicar estos poemas en la edición que hace unos años preparé de Poemas laterales (Fundación César Manrique, Taro de Tahíche, Teguise, Lanzarote, 2006), así como a Fernando Gómez Aguilera, director de la Fundación César Manrique.

 

Luis García Jambrina

 

 

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