Aunque haya siempre quien se imagine otra cosa / J. A. González Sainz

Desde el mismo día de la compra de aquella pareja de pececillos exóticos —dos raros ejemplares de aguas frías de un misterioso color negro malva que se irisaba en las aletas— era como si no pudieran dejar de estar pendientes de ellos un solo instante. Se acercaban a la pecera, se agachaban hasta su altura y, con los ojos abiertos de par en par, casi pegados al cristal del acuario, se pasaban las horas muertas contemplando como extasiados sus movimientos sinuosos, los repentinos cambios de sentido que realizaban sin el menor esfuerzo, sólo con accionar levemente una aleta o la otra en la mayor de las armonías, y sobre todo los ratos inmensos —la eternidad de los ratos, decía él— en que permanecían detenidos, ahí, en medio, flotando sin hacer nada, meneando sólo plácida y ligeramente una aleta de vez en cuando y respirando, abriendo y cerrando suavemente sus branquias como si no hubiera nada más que hacer en el mundo ni nadie tuviera que hacerlo.

     No hubieran sabido decir qué era lo que más les atraía, si los colores tornasolados de sus aletas, que según les daba la luz —según la inclinación o el vaivén, decía él— adquirían una gama insospechada de matices que les tenían literalmente encandilados, o más bien el concierto y la levedad, la proporción, casi se diría, de todos sus movimientos que parecían realizar sin tener que realizarlos, como prorrumpiéndolos o manándolos, decía él, y luego se quedaba pensando durante un buen rato en lo que había dicho.

     —Van a lo suyo —mascullaba ella muchas veces, una mujer que, más que estar despeñándose ya por la cuesta de la edad, era como si siempre lo hubiera estado haciendo—; van a lo suyo y sin embargo lo suyo ni se sabe lo que es ni parece incluso ser nada.

     —Lo suyo es estar ahí —reponía él—, estar a lo que cae. Mientras que lo nuestro es estar a ver lo que hacemos. Por eso nos tienen tan admirados.

     Aunque a lo mejor —a ver lo que haces, empezó a decirle ella desde entonces cada dos por tres— era también el silencio lo que les imantaba la mirada, lo que les tenía allí delante horas como embobados siguiendo a los pececillos con la vista como si el silencio pudiera verse en realidad o ambos lo vieran de veras en ellos, en su forma de flotar o de emanar color, y como si además fuese un silencio no mantenido, y ni siquiera guardado, sino literalmente hecho, decía él, un silencio hecho como único producto además de todo su hacer.

Producir silencio y estar a lo que cae, pensaba al mirarlos, flotar y emanar color, estarse quietos, moverse de una forma tan inverosímil que parecía la pura esencia del movimiento.

     Al principio era sobre todo por la noche, cuando él volvía de sus apuros en la oficina o de sus aprietos sentimentales —de la carga de tener que andar siempre a la carga con todo, se decía para quitarles hierro concreto a las cosas por el expediente de elevar su rasero conceptual—; pero poco a poco el estar allí, sentados o agachados frente al acuario, fue ocupando la mayor parte de los ratos en que, tanto él como ella, dejaban de trajinar o ajetrearse. Estaban en el comedor haciendo lo que hicieran, y de repente lo dejaban todo y se llegaban a mirarlos; pasaban, pasaban de la cocina a las habitaciones o de éstas al baño, y no había vez que no se detuvieran a mirarlos, e incluso había noches, sobre todo si les atenazaba el insomnio o tardaban en conciliar el sueño, en que salían sin hacer ruido a sentarse a oscuras frente a la pecera.

     No parece cosa de este mundo, suspiraban. Ligeros como ellos solos, no pesaban ni nada parecía pesarles, y oscilaban sin la menor transición de la quietud más perfecta a la velocidad más inimaginable al menor movimiento, del marasmo más inconcebiblemente prolongado a los virajes y contorsiones más inexplicables que eran producto de complejas combinaciones de sus aletas caudales con las dorsales y laterales y, sin embargo, parecían lo más sencillo del mundo. Lo más sencillo del mundo, se repetían, lo más sencillo del mundo, y no podían por menos de concentrar su atención en aquel agua y aquellos peces durante ratos y ratos enteros en que se les iba hasta la noción de las horas.

     —Como a ellos —se alegraron un día—, nos empieza a pasar como a ellos, que desde luego, por no saber, no han de saber ni en qué día ni en qué hora viven.

Era pues posible que la atención, que la perseverante y consagrada atención les hiciera ser por momentos igual que la cosa atendida. Encarnarse en la cosa —pensaron— o, si no encarnarse, por lo menos establecer un flujo de absorción, una especie de corriente o de mecanismo de vasos comunicantes que les permitiera embalsar lo otro en sí y embeberse de ello, ser quedos y leves, por ejemplo, como aquellos pececillos de aguas frías, estar ahí, flotar, fluctuar sin planteárselo ni tener por qué hacerlo ni por qué no. A lo mejor, se asombró él al decirlo, Dios no es más que una perseverante y consagrada atención a sus criaturas que le permite impregnarse en ellas y amarlas porque es lo mejor de ellas, de ahí su misericordia.

     —¿Será eso el agradarse en los otros? —se preguntó una vez, ya muy entrada la noche.      «Y se plugo en su siervo», le fue resonando como una música a lo mejor hasta comprensible según se iba quedando dormido recostado frente al acuario.

     Ser, pues, peces, pensó antes, atender de tal forma a la ligereza de sus movimientos y al silencio de su belleza —a la suficiencia en sí de su vida— que el amor a ellos constituya nuestra semejanza. Dejarás de apurarte en el trabajo y de que los sentimientos sólo te traigan apreturas, trajín y apreturas —de tener que andar a la carga con todo—, y te gustarás en las cosas…

     —El santo al cielo —le dijo ella—, se te ha ido el santo al cielo.

     —Del porqué pasan de la quietud más completa al movimiento más disparatado y luego otra vez al marasmo, o de por qué se escabullen de repente y de qué, nunca sabremos tampoco decir nada —le contestó él como si no pudiera haberla oído a causa de todo aquel silencio.

     —Sus razones tendrán —repuso la mujer—, o por lo menos sus pequeños motivos. Pero tú mira a ver lo que haces —agregó como al desgaire, y se fue a preparar la cena.

 

 

Muchos días, conforme fue pasando el tiempo, no bien habían puesto un pie en el suelo, antes incluso de prepararse el café o lavarse la cara, echaban mano de las gafas —él era miope y ella hipermétrope— y se iban en derechura a ver a aquellos pececillos de aguas frías como si ninguna otra cosa tuvieran que hacer a lo largo del día ni para ninguna otra cosa se hubieran levantado. Durante un rato interminable, ni los ojos de uno ni los de la otra —agrandados los de ella tras los cristales de hipermétrope y empequeñecidos los de él por sus gafas de miope— parecían tener otro objetivo que seguir el curso de sus movimientos y el tornasol de sus colores como si hubiese algo siempre nuevo que comprender en todo ello que, por mucho que persistieran, no alcanzaban nunca a comprender o bien que, por mucho que mirasen, no acababan nunca de mirar.

     Había veces en que, para no perderse un solo matiz ni un solo quiebro, tanto se pegaban al cristal del acuario con los cristales de sus gafas que acababan dándose con él. Ha sonado como a un brindis, dijo ella en una ocasión. Pero cuando más extasiados estaban, cuando más ensimismados y satisfechos parecían con sus trayectorias y sus deslizamientos y quietudes, había siempre un momento en que acababa por asaltarles la misma idea. O más bien tal vez habría que decir la misma tentación.

     En el momento de la compra, el vendedor —un hombre de edad indefinible que no dejó de mirarles un solo instante con los ojos fijos tras los cristales de unas gafas que ni parecían de aumento ni de corrección alguna— les dio una larga serie de indicaciones para su manutención que tendrían que observar religiosamente —religiosamente, repitió en dos o tres ocasiones— si querían mantenerlos con vida por lo menos por algún tiempo. ¿Por lo menos por algún tiempo?, se hizo eco ella con una repentina desolación.

     —Lo peor que puede usted hacer es apiadarse en demasía —respondió categórico el vendedor suspendiendo su mirada tras las gafas como si no viera bien ni quisiera tampoco hacerlo—; es la única forma de no dejarse llevar luego por la cólera. A mayor piedad mayores iras. Como es normal que ocurra —añadió el vendedor—, como es natural.

     —Claro, como es natural —repitió ella y pensó que incorporaría «en demasía» y «a mayor piedad mayores iras» a su vocabulario y sus locuciones habituales.

     —Así ocurre siempre —corroboró el vendedor—, siempre y con todo. Aunque haya también siempre quien se imagine otra cosa —concluyó mirándole ahora a él tras sus cristales inquietantes a lo mejor porque sólo eran cristales.

     —Pero sobre todo la temperatura —subrayó—, cuidado sobre todo con la temperatura. Un grado más de la cuenta —son peces de aguas frías, con un equilibrio muy delicado— y en seguida los verán flotar muertos. Un grado más tan sólo. Ya con acercarse mucho o mucho rato les ponen en peligro con la irradiación de sus cuerpos, con la insistencia atosigante de la mirada. Así que no digo nada si les ponen un foco o una luz de alto voltaje cercana o si, jugando o haciendo como que se juega, meten ustedes, por ejemplo, el dedo en el agua del acuario durante más de cinco minutos una vez alcanzada la temperatura límite. Cinco minutos y empezarán a verles boquear; seis, y ya no lo cuentan. Así es y eso es lo que tiene jugar a estar muy cerca o demasiado pendiente.

     Les metían el dedo; habían puesto un reloj junto a la pecera y, cuando más a gusto estaban contemplándoles y más inconcebiblemente hermosos les parecían sus movimientos y sus colores, cuando más dueños se les antojaban los pececillos de aguas frías de ser lo que eran y más libres de lo que no eran —¿cuanto más se gustaban en ellos?—, de repente, sin saber muy bien a cuento de qué ni de qué no, les acometía siempre la misma tozuda e incontenible tentación: meter el dedo, meterles el dedo en el acuario él y también ella después de haberles expuesto a la prolongada irradiación de su presencia y al atosigante escrutinio de su mirada, y ver cómo aumentaba entonces poco a poco la temperatura del termómetro conforme adelantaba el segundero del reloj que habían puesto junto a la pecera. Treinta, cuarenta, cincuenta segundos con la temperatura límite y después un minuto, dos, cinco, y en seguida empezaban a abrir la boca con dificultad, las branquias con más apuro y aparatosidad cada vez hasta que, no siempre con todo el convencimiento por parte de los dos, uno de ellos —normalmente ella, pero a veces también él— acababa echando al agua unos trocitos de hielo que hacían que disminuyese ipso facto la temperatura de la pequeña pecera.

     —Tan hermosos y tan frágiles —decía él—; tan misteriosos, tan ágiles y veloces, y tan poca cosa; tan ellos mismos sin tener que querer serlo, y tan nada de nada.

     —Y tú con tanta envidia —le espetó ella de pronto—, con tanta envidia de lo que son y de lo que no son y tú tienes que ser incluso en demasía. Así que a ver lo que haces.

     —Con tanta piedad tú, por el contrario, que, recordarás, es la antesala de la ira —repuso él.

 

Y Y Y

 

Y así una vez y otra; en lo mejor de la contemplación y de su amor por ellos —amor, pensaban, ése es el misterioso color negro malva que se irisa en las aletas— les sobrevenía siempre la misma idea y la misma pulsión irremisible. Como si una cosa llevara necesariamente a la otra, como si la atención a su belleza y su fragilidad y la preocupación por su libertad llevara consigo por fuerza el impulso de poner todo a prueba y apurar sus límites o el arrebato de que todo acabara, sus movimientos sinuosos lo mismo que sus repentinos cambios de sentido o la eternidad de sus ratos, de repente se miraban tras el cristal que agrandaba o empequeñecía los ojos que miraban, y de común acuerdo, como en una sola decisión verdadera, introducían los dedos en el agua del acuario para observarles pugnar y ajetrearse también a ellos mientras iba avanzando el segundero del reloj y se les iba haciendo cada vez más difícil respirar.

     Su extrema fragilidad era además también su mayor hermosura para ellos, lo más digno de atención. Y con sus ojos agrandados —los de ella— tras los cristales de hipermétrope y empequeñecidos los de él por sus gafas de miope, seguían atendiendo allí mismo cada día encima de ellos a sus movimientos y a su quietud, a los colores tornasolados de sus aletas según les daba la luz y a la oscilación, casi sin que se pudieran dar cuenta, entre la plenitud y el apuro, entre la armonía de unas contorsiones que ningún paso de danza humano podía igualar y el repeluzno de los estertores. Los seguían tan encima, tan pegados a ellos, que algunas veces hasta chocaban los cristales de sus gafas con el cristal del acuario, produciéndose entonces un tintineo como de brindis del cristal con que se ve contra el cristal a través del que se ve.

 

 

Un día advirtieron que los pececillos también les miraban o parecían mirarles, que lo llevaban haciendo desde el principio. De repente se ponían perpendiculares al cristal del acuario, con el morro pegado frente por frente a ellos, lo mismo que si les estuvieran observando igual a como ellos les observaban, sólo que como sin ojos o más bien con ojos que no eran sus ojos, como con unos cristales en los ojos que ni miraran ni dejaran de hacerlo. ¿Sabían que estaban en sus manos, o más bien en sus dedos?

     Pero todo cansa, o bien todo acaba por cansar más tarde o más temprano, y a partir de un momento que no hubieran sabido cifrar a ciencia cierta, pero que en todo caso coincidía con el período en que trajeron a casa un nuevo modelo de televisión más avanzado, empezó a cundirles el hastío al observar a los peces de aguas frías. Comenzaron a cansarles sus inmensos ratos de quietud y hasta la destreza de sus movimientos, el paso sin inflexión de unos a otros y el tornasol de sus aletas según la inclinación o el vaivén. Los dos convinieron en que lo único que seguía atrayéndoles todavía de verdad, o incluso fascinándoles, era verles empezar a boquear cuando llevaban ya cinco minutos con los dedos metidos en el agua. Ni la infinita quietud de su impertérrita flotación en medio de todo aquel agua, ni las inverosímiles contorsiones de su compleja flexibilidad, nada les proporcionaba ya un espectáculo comparable a esos últimos coletazos o a la perspectiva de esos últimos coletazos, en que los pobres peces negros de aguas frías se debatían entre la vida y la muerte con el solo fin de hacerle más sugestiva la velada a la pareja ya entrada en años que así, jugando a propuesta de él, pero en seguida refrendada por ella aun a regañadientes, prolongaba sus días mirándoles tras los cristales que agrandaban o empequeñecían sus ojos.

     De repente se miraban entre ellos, se miraban desde unos ojos empequeñecidos a unos ojos agrandados y de éstos a aquéllos, y al meter el dedo en el acuario, tanto unos como otros, tanto los empequeñecidos como los agrandados, parecían abarcar todo el espacio vacío ante los cristales de sus gafas, poniéndose como perpendiculares a éstos frente por frente a la pecera y como si les fuera a faltar también a ellos el aire para ver.

     Hasta que un día, un día en que habían metido los dedos en el agua y sus ojos agrandados y empequeñecidos no pudieron ver mucho más allá de sí mismos o bien del rato en que veían, los pececillos de aguas frías, que habían empezado a boquear hacía ya más de un minuto, no dejaron de hacerlo como otras veces, tras el retiro de los dedos y el bálsamo del agua fría, sino que, sin que se pudiera saber cómo ni cómo no en el último momento, empezaron a flotar de repente en la superficie del agua con una quietud que ya no era en realidad quietud y unas últimas convulsiones previas en las que, sin embargo, ya no habían visto reverberar ninguno de los innumerables colores tornasolados de sus aletas que tan hermosamente refulgían antes en sus quiebros y contorsiones. Se había apagado su color como se apaga la luz y el brillo de un rostro para siempre.

     Entonces los ojos empequeñecidos miraron a los ojos agrandados y el cristal miró al cristal.      No hubo roce, ni por lo tanto el tintineo de ningún brindis, pero el brillo interior que los cristales agrandaban o empequeñecían era un brillo conocido, un brillo —se hubiera podido decir— que provenía de una satisfacción más honda y hasta a lo mejor esencial que la que producían la asombrosa quietud y los inverosímiles movimientos de los pececillos, su increíble hermosura y la sencilla complejidad de sus deslizamientos. Era el brillo del haber asistido al espectáculo hasta el final, el brillo ambiguo de la satisfacción de seguir sonriendo cuando ya ha descendido el telón, de seguir siendo mientras los otros, a los que tanto queríamos, ya han dejado de ser; el brillo rebruñido del poder, aunque sólo sea ese poco más de poder que es el seguir siendo, ante la fragilidad.

 

 

Algunas noches después de aquel día, mientras veían ahora la televisión repantingados en el sofá con todas las demás luces apagadas —resplandores muy subidos de color les tornasolaban el rostro a un ritmo que parecía como convulsionado—, ambos comenzaron de pronto a sentirse raros. Un desasosiego extraño les empezó a recorrer el cuerpo desde los pies a la cabeza. Estaban quietos, muy quietos, tumbados a sus anchas en el sofá azul marino, y de repente se levantaban e iban como contorsionándose de un lado para otro sin saber muy bien a qué ni a qué no, a prepararse una manzanilla o buscar algo, o bien a tomar unas pastillas que sin embargo no parecía que mitigasen en nada una desazón en aumento a medida que transcurría el tiempo como en un reloj imaginario puesto sin embargo allí cerca para alguien más en realidad que para ellos.

     Boqueaban, eso era, habían empezado a boquear como los misteriosos y frágiles pececillos de aguas frías. Hasta que de repente, sin que lo que ellos hicieran o dejaran de hacer tuviera en el fondo parte alguna en ello, empezaban a sentirse mejor y más aliviados poco a poco. Volvían a moverse o a repantingarse frente a los reflejos tornasolados que daban la impresión de convulsionarles el rostro, y era entonces como si nada hubiera ocurrido ni nunca se hubieran sentido mal o hubieran percibido el menor apuro. Y así una y otra vez; se movían, miraban como perpendiculares a la pantalla del televisor, con los ojos como de no mirar nada de tanto como miraban y tan pendientes como estaban, y se quedaban quietos o se azacaneaban más tarde de golpe por lo que fuera, hasta que de repente, sin que hubieran podido decir nunca a qué obedecía ni a qué no, empezaban de nuevo a sentirse mal, como a ahogarse y a angustiarse, como si no les llegara el aire a los pulmones o bien algo, como un bulto extraño o bien un ojo de raras proporciones o incluso un reloj, les pesara o abultara más de la cuenta por dentro. Como si hubiera algo que comprender que sin embargo ellos no comprendían, lo mirasen con cristales que agrandaran o con cristales que empequeñecieran, perpendicularmente o al sesgo o bien allí encima mismo, o como si lo único que hubiera que comprender era que no había nada que comprender sino que mirar, que moverse cuando uno se movía y estarse quieto cuando uno se estaba quieto sin mirar si te miraban desde detrás de ningún cristal con ojos empequeñecidos o agrandados.

     Hasta que una de esas veces en que peor se sentían, en que la angustia les agarrotaba el estómago y subía por el pecho hasta la garganta como una bola incandescente, mientras sus cabezas se contorsionaban irradiando increíbles colores tornasolados según les diera la luz —según la inclinación o el vaivén—, él, o tal vez sería más bien ella, se acercó como pudo, casi a rastras ya por el suelo, a la puerta de entrada de la casa y, primero al sesgo y difícilmente aupada, y luego perpendicularmente y como arrodillada, miró por el ojo de la cerradura.

      Tras los cristales de sus gafas que agrandaban sus ojos pero que igualmente hubieran podido empequeñecerlos, lo que alcanzó a ver —¿era envidia de su sosiego en el sofá flotando en los reflejos del televisor que les tornasolaba el rostro?, ¿de sus hábiles contorsiones a pesar de la edad? ¿Envidia de lo que eran y de lo que no eran y así otros u Otro tenía que ser incluso en demasía?—, lo que verdaderamente alcanzó a ver fue otro ojo, un ojo de una quietud y a la par de una agitación inconcebibles, agrandado esta vez sin duda infinitamente por un cristal de un aumento también inconcebible, casi tan inconcebible como el dedo que entonces no había siquiera que imaginar que les habría señalado durante algo más de tiempo, sólo un poquito más, del que podían resistir.

 

 

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