El maestro de los engranajes / Ana Isabel Conejo

 «París es el hogar de los pensamientos luciérnaga».

Eso dijo Delille al final de aquella primavera,

cuando las noches eran amargas y calientes

como café, y los labios dolían de apretarse

contra la sombra utópica de amores clandestinos

en las esquinas de la Historia. «No os engañéis», decía.

«El placer tiene la fragilidad de un ala de polilla,

el mismo rastro de polvo plateado de una de esas mariposas de luz,

la coherencia de aromas y sabores

del fruto macerado

en el presentimiento del otoño.

Pero el placer engendra sumisión.

En la memoria turbia del cuerpo satisfecho,

es fácil confundir la gratitud

con los colores tristes

de la conciencia resignada».

Delille caminó mucho aquellos meses por los iluminados bulevares

que entristecían la noche con su gente vestida de esperanza

y sus sombríos plátanos enfermos.

En el pelo sedoso de nuestra oscuridad

alguien vino a prendernos flores rojas,

alguien que no entendió nuestra inocencia,

y para qué, nos preguntábamos.

Delille escribió entonces: «Ser felices es la última renuncia.

La piel, su transparencia, los peces que la habitan,

su blandura, la sed esmaltada de las uñas,

son enemigos de la libertad.

Sólo los pueblos sin piel se estremecen en la caricia del futuro,

sólo los pueblos sin piel consienten en hacer hogueras con su rabia.

Sin tener esto en cuenta

no se puede fraguar una revolución».

 

 

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