La otra vida / Juan Aparicio Belmonte

1

 

Don Antonio me pidió que cuando él muriera —«cuando yo falte», fueron sus palabras— destruyera sus libretos. Siempre me había llamado la atención el desprecio con que se refería a esas novelas autobiográficas escritas con su caligrafía de mosquito en dos cuadernos rojos de anillas, pero me sorprendió más que en el trance de morir le inquietara tanto que pudieran sobrevivirle.

     Pensé que su mandato confirmaba la autenticidad del rechazo que siempre había mostrado ante la insinuación de una eventual trascendencia de su literatura.

     El maestro corroboraba que esa modestia que él llamaba pudor no era una impostura nacida del miedo al fracaso, sino un rasgo de su personalidad que deseaba prolongar más allá de su vida.

     —Prométeme que así lo harás —insistió apretando una de mis manos—. Prométemelo.

     —Lo prometo, Don Antonio.

     Cerró los ojos.

     Miré con detenimiento al profesor. Quería obtener una imagen final, pero su mal aspecto, su postración, la mascarilla nasal en el rostro flaco y azulado y el suero clavado en un brazo que parecía disecado, me provocó un terror invencible. Avergonzado de mi actitud, pero veloz como si huyera de un incendio, abandoné la habitación.

     Doña Carmen su mujer y su cuñado Paco entraron luego. Yo me quedé con el resto de la familia en el pasillo, apoyado en los baldosines verdes de la pared, contribuyendo con mi gesto y mis susurros a esa atmósfera de pesadumbre.

     Llegó Marta, la hija única de Don Antonio, y nos dimos un largo abrazo.

     Enseguida salió su tío Paco del cuarto del moribundo.

     —Es más chulo que un ocho —dijo con los ojos bajos y me extrañó que hablara así de Don Antonio, tan humilde siempre—. Pero me temo que a la muerte no se la vence con cabezonería.

     —¿Sigue consciente? —se interesó alguien.

     —Está débil pero muy entero. Para algo le sirve el orgullo.

     Una enfermera se acercó al corro para preguntar si quedaba alguien con el paciente.

     —Señorita, por favor —intervino Paco con su sonrisa—. Conceda a Doña Carmen diez minutos más con su marido. Diez minutos antes de que pase lo que tiene que pasar.

 

 

2

 

Sin embargo, ese día Don Antonio no murió. Una postrera resistencia se empeñaba en contrariar los vaticinios de su cuñado, que todos los días anunciaba que el enfermo no iba a pasar de aquella tarde, que estaba seguro de que sólo su orgullo lo mantenía vivo.

     Pasaron dos largas semanas hasta que finalmente la agonía desembocó en la muerte tantas veces anunciada. Durante ese tiempo no se me permitió el acceso a la habitación de Don Antonio.

     Yo supliqué sin convicción, porque sabía que él ya se había despedido de mí de un modo definitivo en el acto de cerrar los ojos. «Para ti ya estoy en la otra vida, para ti no existiré más que en la memoria», parecía haberme dicho.

     La fatal noticia me la comunicó su hija. Lo recuerdo demasiado bien. Yo salía de los juzgados después de una declaración pericial de más de tres horas cuando el teléfono móvil vibró en el interior de mi chaqueta. Me asusté.

     —Se ha ido —me dijo Marta débilmente.

     —¿Perdón?

     —Mi padre. Se ha ido. Nos ha dejado.

     —Cuánto lo siento, Marta.

     —Era tan bueno… —sollozó—, incapaz de hacer daño a nadie… Todos los días de mi vida lo recordaré.

     Entré sobrecogido en el coche. Don Antonio había sido mi profesor de Derecho Civil en la facultad, y a él le debía levantarme cada mañana con ganas de creer en la justicia. Pero no sólo eso. Había sido mi mentor, casi el padre que no tuve. Un fuerte dolor en el pecho me obligó a tomar aire varias veces antes de arrancar el vehículo. El teléfono volvió a vibrar en mi corazón y lo apagué.

     Llegué al bufete todavía con taquicardia y en el trayecto mantuve los puños apretados al volante para contener unas lágrimas que, en la penumbra del garaje, se transformaron en una explosión de sollozos. Sentía que los días de facultad quedarían para siempre ensombrecidos por el dolor, que la rememoración de aquel tiempo fructífero conllevaría sin remedio la melancolía de una pérdida irreparable. Don Antonio ya nunca me regalaría su presencia paternal y bondadosa.

     En el bufete, saludé a la secretaria y fui hasta el despacho de mi jefe. Estaba sentado tras el escritorio negro, con ese gesto suyo de echar la cabeza hacia atrás y mordisquear un bolígrafo.

     —Ha muerto Don Antonio —musité con el aplomo que me quedaba—. Mañana es el entierro.

     —¿Qué tal ha ido la comparecencia? —apagó el televisor—. Te he estado llamando.

     —La comparecencia ha ido bien —respondí—, pero la oficial ha formado un lío de mil demonios, se ha equivocado con los nombres de los peritos.

     Abrí el maletín y le entregué el acta del juicio.

     —Ha muerto Don Antonio, mañana es el entierro —repetí mientras mi jefe se colocaba las gafas de leer— …fue mi profesor de Civil en la facultad… un segundo padre. Le tenía muchísimo cariño. Me gustaría asistir al entierro.

     —Sí, claro. ¿A qué hora es?

     —A las doce de la mañana.

     —Vale. Pero por la tarde aquí clavado, que hay mucho que hacer… —mi jefe leía el acta, masticando la capucha del bolígrafo— …Será hijo de puta el perito, ¡se atreve a decir que la cañería rota era de la comunidad de propietarios!

 

 

3

 

Llegué tarde al cementerio. No calculé que mi escasa capacidad para la orientación me haría dar más vueltas de las necesarias con el coche.

     Estacioné y, nada más salir del vehículo, vislumbré el cortejo fúnebre: sesenta o setenta personas en mitad de un desierto de lápidas y cruces. El ataúd era bajado por los mozos hasta el fondo de la zanja y el sol, agresivo, parecía contrariar la presencia de tantos abrigos y chaquetones oscuros. Tímidamente me fui aproximando hasta colocarme detrás del grupo para no perturbar el silencioso dramatismo del momento. «Adiós, Don Antonio, adiós», pensé.

     Él siempre se había mostrado muy cercano conmigo y, sin embargo, qué extraños y fríos me parecieron aquellos familiares y amigos suyos.

     Acabada la ceremonia, me acerqué a Marta, que estaba hablando con su tío Paco.

     —Amaba demasiado la vida —decía el voluminoso Paco con su voz engolada—. Y los excesos se pagan. Pero ha muerto feliz, y rodeado de los suyos, que es lo que importa.

     —Sólo tenía sesenta y seis años —gimió Marta.

     El tío Paco la tomó de la nuca y la estrujó contra su corbata negra y en la expresión solemne de su rostro me pareció percibir la sombra de una sonrisa.

     —No llores, niña mía, no llores… No llores. Está aquí tu tío Paco.

     —No te he visto llegar —me dijo Marta, cuando Paco por fin se apartó.

     —Sí. Lo siento. Me he perdido. Tardo mucho en encontrar los sitios.

     Marta sonrió.

     —Así era también papá.

     Caminábamos hacia los coches. Éramos medio centenar de personas a cuyo frente iba el tío Paco, que abrazaba a la viuda. El ruido de nuestros pasos amortiguaba el rumor de las voces. El sol estallaba contra las lápidas y las cruces blancas y velaba la lejanía —la carretera, los tilos que bordeaban el cementerio— con una cortina fantasmal.

     —Quien más me preocupa ahora es mi madre —dijo Marta—. Se queda tan sola, la pobre.

     Miré hacia Doña Carmen, algunos metros por delante, vestida de riguroso luto con velo, tan anticuada, tan distinta de su difunto marido.

     —Tu padre me pidió que cuando todo acabara destruyera sus novelas.

     —¿Qué novelas? —se sorprendió Marta.

     —Las que él escribió.

     Marta me agarró del brazo. Nos detuvimos.

     —No sabía que mi padre escribiera novelas.

     —A mí nunca me las dejó leer… —repuse desconcertado—. No le interesaba nada su publicación y siempre evitaba hablar de ellas. Supongo que por eso tú no sabías nada.

     Resultaba curioso que Don Antonio no hubiera mencionado la existencia de los libretos a su única hija —ni, al parecer, a nadie de su familia— y pensé que era un reflejo más de su humildad. Por eso, cuando Marta me pidió que fuéramos a buscarlos de inmediato, no pude negarme. La vocación secreta de su padre despertaba en ella una ansiedad comprensible, una curiosidad que no admitía demora.

     Después de las despedidas y los últimos pésames, nos dirigimos a la facultad en mi coche.

     Eran las dos de la tarde y los pasillos ya se habían vaciado de alumnos. El eco de nuestros pasos nos perseguía como si estuviéramos en un castillo en ruinas. Subimos en el chirriante ascensor hasta el departamento de Civil.

     Luis María, el bedel jorobado, nos abrió el despacho de Don Antonio tras excusarse con torpeza por su inasistencia al entierro. En el primer cajón del escritorio encontré los cuadernos rojos.

     —Tienen su aroma —los estrechó Marta contra su pecho—. Y, sí, ésta es su letra de pulga.

     Su rostro había enrojecido, como si la alegría imitara el color de los libretos. Parecía que el inesperado hallazgo le había dado la esperanza de prolongar un poco más la vida de su padre con la lectura de las novelas, como si así pudiera sacarlo de la tumba al menos durante unas horas.

     —En este despacho aprendí casi todo el Civil que sé —expliqué yo—. No te engaño si te digo que la mitad de mi tesis la escribió él.

     Marta seguía aferrada a los cuadernos.

     —Me haría tanta ilusión leerlos…

     Y lo dijo como si temiera que yo fuera a impedírselo.

     —Ya sabes cómo era tu padre… No creo que corra ninguna prisa destruirlos.

     Bajamos a tomar un bocado a la cafetería. Sentados a la mesa, concedimos un descanso al dolor y charlamos sobre nuestras infancias, tan distintas, sobre nuestros salarios, tan exiguos, sobre las últimas novelas que habíamos leído, tan malas. De pronto, nos pusimos a reír sin saber muy bien por qué, hasta que un trueno nos hizo callar.

     La tormenta se dejó sentir en los ventanales. La lluvia los golpeaba con una furia que nos sumió en un silencio cada vez más sombrío.

     Nos abrazamos y nos dijimos adiós con la promesa de volver a vernos.

     —Qué ganas de llegar a casa y leer los cuadernos —me dijo ella, recobrando la sonrisa—. De repente siento que hay una faceta de mi padre que me era desconocida. Ya te llamaré para devolvértelos. No seré yo quien traicione su voluntad.

 

4

 

A las cuatro llegué al bufete.

     Nada más abrir la puerta, me topé con mi jefe.

     —¿Cómo ha ido el entierro? —me preguntó sin dejar de masticar el capuchón del bolígrafo.

     —Bien, dentro de lo que son estas cosas —colgué la gabardina empapada en la percha del vestíbulo.

     —Tienes que hacer un escrito al Juzgado. El perito contestó a una pregunta que había sido declarada impertinente. No sé cómo no te diste cuenta en el momento.

     Entré en el despacho y me senté al escritorio. A mi espalda, los cristales de la ventana temblaban como si les costara contener la tormenta y tuvieran miedo.

     Encendí el ordenador. El fulgor de la pantalla era la evidencia desoladora de que la Tierra, impasible, seguía girando. Don Antonio había muerto, sí, pero nada cambiaba, todo mantenía su curso inexorable, mi jefe seguiría mordiendo bolígrafos, los coches continuarían circulando por Gran Vía con el ruido y la lentitud de todos los días, y yo tendría que redactar un recurso de reposición, aceptar que el fallecimiento de ese hombre maravilloso no tendría más repercusión que mi dolor, resignarme al débil consuelo de que el tiempo acabaría apaciguando la pena, reemplazándola tal vez por alguna más rutinaria y llevadera, como la enésima eliminación del Madrid en la copa de Europa.

     Sin querer, dejé escapar una risilla involuntaria, llena de amargura.

     Los truenos, como risotadas amplificadas, se me antojaron el eco infernal de aquella carcajada involuntaria

     Pasé tres horas redactando a duras penas el recurso, esforzándome inútilmente por orillar la tristeza, por borrar la imagen obsesiva de Don Antonio agónico en su lecho de muerte. Lloré un poco y, tras enjugarme las lágrimas, seguí escribiendo.

     De pronto, la luz se fue y la pantalla de mi ordenador se apagó.

     Golpeé el escritorio, grité. No había guardado el documento. Tantas horas de trabajo para nada.

     Entonces sonó el teléfono. Había un calor denso que aún me hace sudar cuando recuerdo lo que sucedió:

     —Es para ti —me anunció la secretaria.

     Descolgué el auricular.

     En una oscuridad cada vez más negra y bochornosa, escuché lo que parecía un hipo.

     —¿Quién es? —dije irritado.

     Volví a escuchar una especie de hipo, tal vez un sollozo. Luego una tos, un carraspeo, como si alguien se atragantara al otro lado de la línea.

     —¿Quién es? —pregunté, aflojándome la corbata.

     —Soy yo, Marta. Tengo que preguntarte algo.

     Su voz me infundió esperanza. Pero pronto escuché su llanto, metalizado a través del teléfono.

     —¿Qué pasa, Marta?

     —Sólo quiero que me digas que no es verdad…

     —¿El qué?

     —Dime que no es verdad —lloraba Marta—, sólo quiero que me digas que no es verdad, que es sólo una broma macabra. Que me digas que estos cuadernos no son suyos, que esta letra no es la suya. Dime que una persona tan buena como mi padre nunca escribiría nada semejante.

     —Pero, ¿qué ocurre?

     Los truenos parecían asediar mi despacho, cada vez más lúgubre.

     —Dime que la Doña Carmen de los cuadernos no es mi madre, ni Paco mi tío Paco… ¡Dios mío! Aquí están todos: mi madre, el tío Paco, incluso el bedel, ese Luis María. Y se les describe de una forma, con un odio, con tal rencor… Dios mío, dime que no es verdad. Dime que la vida de mi padre no fue una farsa.

 

 

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