La locura, ese despilfarro de inteligencia / Luis Artigue


 —Oye, Cabalio, esto antes de pensarlo tienes que sentirlo, asegura con la rotundidad de quien no sabe lo que está diciendo un amigo de la infancia de rostro barbilampiño, heterosexualidad distraída y divertido oficio de sepulturero. Llueve. El teléfono móvil parece pesarme en la mano más de lo acostumbrado, y acaso por eso acepto con celeridad.

     —De acuerdo, Amlio, quedamos a las doce en Casa Tides y voy contigo, por qué no.

     —¡La Tasca de Tides cerró hace más de dos años! Chato, como cuando vienes a Vegalinde te quedas en el barrio de abajo y por aquí no pasas, nunca te enteras de nada… ¿Cuánto va que no subes al pueblo?

     —Pues a las doce en las escuelas.

     —Eso sí.

     Es como un soldado utópico que practica la ética de la resistencia. Amlio, el único de nuestra quinta que continúa viviendo en Vegalinde, aprovecha obsesivamente cualquier oportunidad para convocarnos de nuevo en este espacio fronterizo, supersticioso, sorprendente visto desde fuera y como suspendido en el vértice del tiempo. Sin embargo yo, que por mi actual condición de catedrático de filosofía, ensayista y periodista, lucho contra ese sentimiento en retroceso enfrentado a toda visión de conjunto que es la nostalgia, espacio mis regresos al pueblo: lo hago así para que cada nueva visita la crea aún cargada de anotaciones en el margen de lo que soy, de encuentros y de recuerdos-reflejo.

     De momento continúo acudiendo a Vegalinde como quien retorna al primer mundo.

     Amlio siempre está, y ella también.

     Haciendo caso omiso de las ganas de nada —de mi ánimo inestable como un campo de batalla— he salido de casa impulsado por cierto desasosiego de lo más dinámico: por eso he llegado dos horas antes de lo convenido. No llueve ya. Y lo hallo ahora aquí todo —no sólo los árboles sin hojas dan cuenta de que estamos en invierno— iluminado por un cielo que algo tiene de alumbrado de posguerra. Tras pasar por la Cuesta de Hoguera aparco ya mi coche en la plaza frente a la iglesia nueva. Salgo. Me siento observado a través de las ventanas sin cortinas por una mujer con modos de policía científica, pero disimulo. Enciendo un Entrefino.      Vuelvo instintivamente la mirada hacia el reloj del campanario que lleva tantos años parado —bien sé que esto no ha de entenderse como una metáfora sino que es otra muestra de la escasa solvencia de la junta vecinal— y, poniendo a prueba mi sobrepeso, avanzo ya a cierta velocidad como quien se dirige a la vez a todas partes, aunque en verdad a ningún sitio. Dejo que la realidad me dé clase. Saludo, elevando el mentón, a un conocido con rostro de humorista abstracto cuyas ideas han envejecido más que él. Ahora a esta muchacha hermosa que exhibe sin complejos su heredado gusto por algo que podría definirse como «ropa de moda salvaje». Y posteriormente a una conocida con cara de aceite de ricino recién saboreado. Y a otra tan tacaña que, en lo referente al veneno para su propio suicidio, escogería el más barato. Y a Ponzo, que llaman el Desgarramantas, embutido en un traje antediluviano. Y a un forastero que parece haberse dejado olvidado el sentido del humor en las tabernas de alterne. A Isilio, el anticuario. A Lipe, el afilador. Y ahora a un mozo ganadero de cuya estela aromática parece deducirse que está enamorado de su establo. A Plasia. A Másedes. Y a este matrimonio casi eterno, casi arquetípico, compuesto por dos ancianos incompatibles pero acostumbrados… Así hasta llegar a cierto edificio igualmente anciano, la fachada de cemento desconchado que deja entrever las paredes de barro, tejas rotas, ventanas desquintadas sin cristales que apenas si ocultan la ruina interior… En mi opinión, y a pesar de lo que Amlio me dijo antes, todo dentro de la normalidad.

     Por supuesto la escasez de alumnos, de suficientes niños y niñas empadronados en el pueblo y que permanezcan en él, provocó que cerraran interinamente la escuela hace ya años, pero como nunca ha vuelto a abrirse aseguran por aquí que el edificio ha acabado muriéndose de pena. ¡Qué pena!, se lamenta a veces Amlio recreándose con una irreductible obcecación en el pasado, la cual a mí, aunque me cueste dárselo a entender debido a su bonhomía, me resulta anacrónica, la verdad.

     Porque la estructura del inmueble ha comenzado a ceder y el tejado a caerse, el Excelentísimo Ayuntamiento de Villasinciel —al que pertenecemos— ha decretado el derribo, pero tal ordenanza no acaba de cumplirse debido a la oposición de Amlio y otros como él. Por turnos montan guardia y se sitúan delante de la excavadora; protestan no con palabras sino empleando la contundencia de su presencia física. Y, aunque he acudido a causa de que siento por Amlio un afecto que me obliga de memoria, lo cierto es que esta guerra cívica ni me va ni me viene, la verdad.

     Los operarios de la subcontrata de demolición han desistido ya, aunque sólo por el momento.

     El edificio de ambiciosa dimensión, que fuera una escuela con dos aulas y un patio interior, ahora es la vieja sombra de la nada, pero, puesto que he llegado pronto, no me resisto a recorrerlo exteriormente por completo. Se trata, a pesar de todo, de una edificación de funcionalidad racionalista cuya factura parece dar cuenta de su herencia. Y me entretengo con agrado inspeccionando su arquitectura recia y rústica, las hechuras toscas, esos acabados ornamentales de otro tiempo (hoy considero todo un exceso el que ese tiempo una vez fuera el mío)… Al llegar frente al portón de madera vuelvo a sentir cierta inquietud dinámica que me lleva a empujarlo.

     ¡Y se abre!

     Las losetas con motivos florales de este pasillo que conduce al patio, aunque revestidas de cierta penumbra avejentada, permanecen tal y como las recordaba, y yo, que me he pasado la vida tratando de mantener a mis fantasmas bajo control, escucho con pavor ahora decir: Pasa.

     ¡Y paso!

     Acabo de acceder a la vieja escuela a la que asistí de niño, y —ya sé que suena raro— doña Ana, cuerpo grande y grávido como el de una madrastra buena, sabia, ensortijadamente rubia y con los ojos azules igual que el cielo de los pueblos, acaba de aparecer ante mí así, envejecidamente joven como entonces, sin darme tiempo a improvisar alguna exclamación de sorpresa… Adelante, sólo faltabas tú; vamos a despedirnos de todo esto.

     Tuvimos varias maestras sucesivas, tres o cuatro, pero doña Ana, que hubiera querido que fuera mi madre, que llegué a soñarlo inconfesablemente muchas noches, tuvo tal importancia para mí entonces que, cuando crecí y me fui de Vegalinde, empecé a desconfiar de mi memoria (con el paso de los años, más aún que olvidarla, había empezado a dudar de su existencia). Se trató sin lugar a dudas de una mujer-referencia cuyo magisterio, durante mi niñez y preadolescencia, me aportó tantos conocimientos como sensaciones, aunque confieso que en la actualidad lo ignoro todo sobre su flequillo… ¡Venga, pasa!

     El nerviosismo, además de producirme unas casi evidentes ganas de
echar a correr, se está convirtiendo en acicate para mi sangrante úlcera
de estómago. Mi rostro parece mi fuselaje. Oh, ¿es el mundo o soy yo
el de la avería?

     Y el caso es que me da vergüenza que doña Ana haya atravesado intacta el túnel del tiempo y me esté viendo ahora así, medio calvo, tripón, desmarañado; uno de tantos… ¡Nunca ha llegado tan lejos la ternura —bien lo recuerdo— como con la manera no protocolaria de enseñar de esa buena mujer!

     Reparo con perplejidad inquietante en que el suelo está empezando a perder solidez, pero mi segunda reacción, en lugar de continuar asustándome, es disimular. Por eso trato de seguirle la corriente a la pedagoga.

     —¿Qué ha venido a decirme?

     Ya más cerca de ella, al tiempo que intento en vano recordar el número de teléfono de mi psicólogo clínico, avanzo. Sí, camino como se transita por los palacios de los sueños —observándolo todo pero sin tocar nada— dentro de esta edificación desvencijada en la que parece quedar tanto de lo que hubo y lo que fuimos.

     La presencia de esa aparición de ovalado rostro, el cual está protagonizado por unas grandes lentes, desencadena en mí una turbulencia identitaria. Tiemblo… Cierro los ojos durante unos microsegundos cargados de infinito, y los abro de pronto a lo que resulta ser el tiempo de otra forma. Y recuerdo una oscuridad repleta de posibilidades. Recuerdo a mis padres, luna menguante en la fiesta nupcial del bar de pueblo, bailando acompasados como si mi vida les fuera en ello. Recuerdo la música; ese resumen de todo. Rememoro como niebla el líquido amniótico, la receptividad generosa de la infancia, el vértigo anímico de la adolescencia, el pecaminoso gesto fortuito que derivó en vicio convulsivo y, tiempo después, el temor ambivalente del primer cigarro. Lloro. Vuelvo al modo en que mi mente pintaba cuadros de angustia a causa de la culpabilidad… Ah, sí, recuerdo albas, ocasos, la laboriosa transformación de las estaciones y la luz tiñendo el cielo como ropa. Rememoro, en otoño, a los gatos por los tejados lamiendo estrellas. E incluso recuerdo embravecido el río Esla entre la silueta de los chopos, la cual iba menguando a lo lejos hasta desaparecer. Y vuelve la hombría de bien de las mujeres de mi casa y el llanto imposible de los hombres. La justificación de un templo. Un edificio construido de suelo a techo por ellos dos, mis padres, o el trabajo y el respeto como fundamento. Cierto gusto por acumular. La realidad, los sueños y mi cerebro dando vueltas. ¡Se apelotona en mi mente lo que no enumero! Mujeres alrededor de una radio de galena. La involución crepuscular de los borrachos viejos en los locales de lenocinio de la carretera. Ah, mi padre prematuramente muerto y velado, en nuestro salón-comedor, con el ataúd abierto y las gafas puestas. ¡Recuerdo un cementerio familiar improvisado en el jardín que me hizo entender que toda tierra es sagrada! ¡Uff! Vuelve la muerte simplificándolo todo, y regresa a su vez el miedo ante la desprotección que tanto me hizo unirme a mi madre. Sí, mi padre ausente para siempre y todo por resolver entre él y yo; mi padre como eco, como fantasma. Regresa la inestabilidad. El tiempo en que me di cuenta de que yo lo veía todo de forma distinta a los demás y, sí, la soledad; la soledad. El viaje a la ciudad. El bachillerato, la universidad, una oposición, otra, otra y ya todas pareciendo la misma repetida. Una mesa de arce sobre la que reposa un cartapacio. Una corbata azul. El prestigio. Mi pequeño pueblo cada vez más lejos…

     Y de pronto ya sólo recuerdo la subjetividad universal de la locura entonces: cada viaje esquizoide se asemejaba a caerse por una angosta escalera en espiral mental. Vuelve el diagnóstico y un sabor ácido y seco en mi boca mientras lo escuchaba; la lucha personal y los médicos del neuropsiquiátrico que parecían querer que yo estuviera enfermo. ¡Recuerdo que el hospital estaba lleno de uno mismo! Y veo pastillas de colores; jeringuillas… Imágenes y voces rellenándolo todo. Uff, un calvario de instituciones mentales en las que conocí sin desearlo a los enajenados cuya locura abría puertas, los de locura que era defensa, estigma del diferente, percepción completa, y otros que en realidad estaban ya encerrados mentalmente en una cárcel sin puerta… Todo antes de mi «alta médica» en un piso tutelado y compartido: era la supuesta libertad de la antipsiquiatría. Y recuerdo por fin que, recién llegado de la sala de fiestas del infierno, me convertí en alguien rutinario y ordenado; obsesivo en mi disciplina para no tener que volver a pasar jamás por todo aquello: castigos, pastillas, psicoterapias e internamientos preventivos. Recuerdo que los propósitos obligatorios acrecentaron mi pedigrí académico proporcionándome una leyenda de «maldito» a pesar de mis corbatas, bien lo sé, principalmente a partir de la publicación de mi exitoso ensayo La locura, ese despilfarro de inteligencia, ya sabe… Ah, recuerdo más conferencias. Más libros.      Alumnas a las que iluminaba mi sentido del humor y mi masculinidad heterodoxa, pero que para el fuego carnal preferían a los chicos de su edad. Recuerdo viajes. Una mujer que entendía el amor como un sacrificio humano, otra deseando que un acomodado le propusiera un adulterio estable, y las astilladas emociones de los dos divorcios. Una casa propia, luego otra, otra y todas la misma repetida. Otra mujer, otra y todas…

     Mira, Cabalio: el patio. Aquí aprendiste a jugar sin saber que estabas aprendiendo a apasionarte y a convivir, asegura doña Ana… Ciertamente al mirarlo ahora, a pesar de la hierba alta con cardos y el cieno, este lugar que fue se me antoja como una caja de resonancias. Y regresan a mi memoria aquellos momentos en los que jugábamos al fútbol midiendo nuestras naturalezas sin quebrar nuestra ligazón… Esto era el aula pequeña: aquí aprendiste a leer… Y, como arrobado, me fijo ya en el armario-biblioteca, vacío y con una puerta desencajada, hasta que reparo en que estoy hablando con un fantasma sobre ese fango repleto de coartadas morales que es ya mi pasado… ¡Por Dios, efectivamente necesito terapia psicológica o volver al whisky mañanero!

     De nuevo escucho la voz imposible de doña Ana apostillándolo todo y en este momento, mientras ella trata de domarse el pelo con los dedos de una mano, ya no me extraña que la palabra maestra y la palabra madre contengan la misma raíz, pues entiendo que la primera es la versión ilustrada de la segunda… Ésta era el aula grande, la cual un día estuvo también llena… Y desde tal perspectiva, intentando sin conseguirlo apaciguar mis síntomas, reparo en los ventanales que aún filtran una luz liviana que no ha cambiado en nada, para pasar al poco a distraerme recuperando mentalmente el rostro de alguno de mis compañeros y compañeras de entonces. Sí, la escuela es una caja de Pandora llena de posibilidades: nosotros. ¿Aún existe la estufa de leña y carbón? Por supuesto, ábrela: aquí, junto a Mencía —aquella niña que jugaba contigo aunque no quiso ser tu mejor amiga porque prefería la compañía de otras niñas—, miraste fijamente el fuego por primera vez, y descubriste la fascinación. ¡Mencía, aún no te he olvidado!…

     Esto es todo; no te robo más tiempo pues supongo que estarás muy ocupado ahora que eres una persona importante y ya no me necesitas, se queja ella realzando su benignidad casi mesiánica, al tiempo que me acompaña a través del pasillo. Abre el portón con una mano. Emplea la otra para apuntar con el dedo índice. Dice: en aquellos años ése era tu camino de regreso. ¡No te olvides de regresar!

     Apenas puedo apartar la vista de esta carretera, la cual en verdad durante mi infancia aún no estaba asfaltada: era un camino. Y por ella viene ya Amlio, tipo sonriente con maneras de dandi agropecuario. Aquí está. Vuelvo la vista, me cercioro de que dentro de la escuela no hay en realidad nadie, y un acceso de melancolía pasa a incomodarme ante la cálida presencia de mi amigo. Me mira ahora como si estuviera asistiendo al despertar de un sonámbulo, y, otra vez haciendo gala de una sabiduría que ni él sabe que tiene, dice:

     —Finalmente el edificio lo demolerán esta tarde, pero veo que ya has entrado. Qué, ¿a ti también te ha pasado?

     —Creo que sí…

 

Antes siquiera de poner en marcha el coche le he llamado por fin a usted para concertar una sesión de emergencia, aunque como no contesta y no sabría cómo contarle lo ocurrido, he decidido escribírselo. ¡Y se lo voy a enviar todo por correo electrónico porque odio las sesiones programadas de terapia psicológica! Sí, contésteme si le parece después, y mándeme factura, diagnóstico y/o receta.

 

Mire, digan lo que digan todos ustedes, yo creo que la realidad no está completa, y todo lo imposible nos ocurre por algo…

 

Sé que suena raro, pero así es como fue.

 

 

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