La vida parasitaria / David Miklos

     Llevaba días sin decir una palabra y el corazón

me estallaba de gritos y de rebeldías contenidas.

 

Albert Camus, «Con el alma transida», en El revés y el derecho

 

Tal forma de crítica, al desconocer lo negativo

que está en el corazón de su mundo,

no hace más que insistir en la descripción de una especie

de excrecencia negativa que parece inundar

desagradablemente la superficie,

como una proliferación irracional de parásitos.

 

Guy Debord, La sociedad del espectáculo

 

La voz de los cerros

Antes que nada, la ciudad, allí, desparramada en el valle, al pie de los cerros, trepada en sus faldas, imparable en su desbocado crecimiento: una evidente ausencia de trazo urbano, la ciudad desbordada tras su fundación.

     De día, una mancha gris, uniforme, con escasos asomos de verde y edificios altos salpimentados aquí y allá, su centro chato como una provincia interior, tumor y accidente.

     De noche, las demasiadas y titilantes luces, el alumbrado público fluorescente, focos de baja intensidad, amarillentos, como estrellas de una constelación sin atributos, millares de faros en perenne movimiento, automóviles que se desplazan sin tregua por calles y avenidas, vías rápidas y alguno que otro bulevar.

     Desde aquí arriba, postrados en la cima de uno de tantos cerros, la ciudad parece un organismo inerte, una especie de circuito de iluminaciones intermitentes, su función siempre un misterio.

     Imposible ver a sus habitantes, distinguirlos desde la distancia: si existen, observados desde aquí no son más que microorganismos, amibas acaso, el virus que todo allí abajo lo anima.

     De noche y de día se ven los aviones aterrizar y despegar, allá en el oriente; gente llega y gente se va de la ciudad, más allá de los que allí permanecen, inmóviles, atados a su estático devenir cotidiano, integrados al mundanal ruido, prisioneros todos del lugar común que es vivir en una urbe capital.

     Nosotros, marginados en nuestro cerro, no.

     Suburbanos, no pertenecemos a la ciudad salvo cuando cruzamos su umbral y nos sumamos a su vorágine: imposible regresar indemnes de la ciudad.

Imposible, también, contener el deseo de volver a ella.

     Pero no bajemos a la ciudad, aún no.

     Permanezcamos en la cima de nuestro cerro, hipnotizados por el murmullo urbano que, si se escucha con atención, jamás cede.

     Sigamos con la vista el avión que viene del norte, el par de luces que se acerca a nosotros y, posado su haz sobre la mancha y sus destellos intermitentes, gira hacia el oeste, desciende: aterriza.

     Nosotros siempre hemos estado aquí, nunca hemos viajado en avión, el aeropuerto de la ciudad no es más que terra ignota, una incógnita.

     De pronto, sí y como ya se dijo, bajamos del cerro, nos hacemos evidentes en la ciudad, buscamos ser parte de ella.

     La ciudad no expulsa a nadie, al contrario: cautiva y engaña, seduce con un falaz canto de sirena fuera del agua, las tetas al aire.

     Muchos ceden y allí se quedan: somos cada vez menos, nosotros, aquí en la cima de los cerros, falsos semidioses, envidiosos testigos, en realidad, de lo que allá abajo se gesta.

     Algunos bajan, ven, vencen y regresan victoriosos a mostrarnos sus trofeos, la rebaba urbana por ellos conquistada; otros, simplemente nos dan la espalda y, una vez allá abajo, nos olvidan, como si pensarnos amenazara con transformarlos en efímeras estatuas de sal.

     Atardece.

     Vigilantes de la ciudad, los volcanes lo miran todo, cada vez menos nieve en sus alturas: uno humea mientras la otra duerme.

     El sol se posa a nuestras espaldas y creemos ver nuestra inmensa sombra cubrir la ciudad, nuestra propia mancha sobre la mancha urbana, mancha eclipsada por nuestra fugaz, efímera grandeza de sombra.

     No vemos regresar a nuestro hijo, nosotros, concentrados en el ocaso.

     Mañana será otro día.

     Y él, nuestro hijo, pronto comenzará a desprenderse de nosotros para ser alguien y no volver más a nuestro seno.

 

Nacimiento

     Esa mañana se despertó con una convicción, poseído por la más importante de sus decisiones; no tuvo que desperezarse: estaba pleno de energía, como nunca antes, y se paró de un brinco.

     Dio con su reflejo de inmediato, allí, en el espejo de cuerpo completo que había colocado en la puerta del cuarto de servicio, en la azotea de la casa de su madre, su esposo y los demasiados hijos —hijas en realidad: él era el único varón parido por su madre— que le habían quitado su espacio original, la recámara de su olvidada infancia.

     Desnudo, el pene erecto y una sonrisa imborrable en la cara, se acarició la barbilla y dijo en voz alta:

     —Seré el mejor.

     No sería una mejor persona, no: sería el mejor de todos.

     No se dirigiría más a sí mismo en tercera persona, como un personaje secundario, no: sería, seré un protagonista.

     —Seré yo, por fin.

     Eso me dije.

     Luego me masturbé; me vacié contra el espejo, ante la imagen de ella, desnuda y testiga de mis estertores, congelada en su pose pornográfica, prisionera del papel cuché y la tinta mancillada por la terca luz del sol.

     Me vine y me fui a dormir un par de horas más.

     No tuve sueños; nunca los tengo.

     Cuando desperté de nuevo, el semen, no del todo evaporado, ya había llegado al piso, como el rastro de un caracol o de una rastrera babosa.

     Me incorporé.

     Miré la mancha que llegaba de mi ombligo reflejado al borde inferior del espejo, un breve charco sobre el suelo de concreto, gris de origen, negro cuando se mojaba.

     La próxima vez, me dije, llegaré hasta mi cara, hasta mi rostro reflejado justo debajo de ella, abierta de piernas, su jugoso secreto, mejillón de lustre, en rosada y carnosa evidencia.

     —Seré, sí, el mejor de todos —me dije, repetí, insistente.

     Por algún lado se tiene que comenzar y comenzaré así, con la más potente de las eyaculaciones.

     Ya luego vendrán los otros cuerpos, los cuerpos verdaderos, todas ellas, carne y no icono impreso en precario papel brillante.

     Por ahora, me contentaré con mi reflejo, me dije y salí a la azotea a bañarme junto al fregadero.

     Compraría, también, una mejor esponja.

     Una esponja sintética.

     No más zacate para mí.

     No más detergente.

     Me embelesé ante la idea del perfume de un jabón.

     Un jabón rosa, cremoso, perlado acaso.

     Un jabón con el que me sería más fácil masturbarme mañana.

     Agucé el oído.

     Nadie abajo; los niños en la escuela, ellos en sus oficinas.

     Hora de desayunar, de vaciar su refrigerador lleno de culpa, de restos y migajas para mí.

     No peleábamos más por la comida.

     Yo les pasaba un par de miles de pesos cada mes a manera de renta, ellos me dejaban usar la cocina.

     Nada más que la cocina.

     -—Cuando no estemos, por favor —me habían dicho.

     —Somos muchos, no cabemos, los niños se inquietan —me explicó mi madre.

     —No soporto tu cara —me dijo él, su esposo, el usurpador del afecto que me correspondía.

     Ya lo encontraría, ya lo encontraré en otra parte.

     Sobre todo ahora, a partir de hoy que seré el mejor de todos.

     No tardé en encontrar los huevos, escondidos dentro de una caja de veneno para ratas, un escondite obvio.

     Jamón no había; mantequilla y pan duro, sí.

     Detesto la fruta y el frutero, rebosante, ocupaba buena parte de la mesa, su colorido, perfumado, asqueroso centro.

     La visión de una guayaba, su perfume de sexo descompuesto, me orilló al vómito.

     Una papaya partida a la mitad, como un ovario tropical y hediondo, hizo aún más intensa mi náusea.

     Cerré los ojos.

     Mastiqué el pan untado de mantequilla, los huevos revueltos sin sal.

     ¿Dónde escondían el condimento?

     Imposible encontrar la sal ausente.

     Eran hábiles, mi madre, su esposo, sus demasiadas hijas.

     No lo serían más que yo, no: yo el más hábil.

     No más.

     Sería, para empezar, mejor que ellos.

     —Soy mejor que ellos —me dije.

     Y salí a la calle, presuroso, sin lavarme los dientes.

     Las llantas de mi bicicleta no tenían aire, la travesura de alguna de los niñas, la mayor seguramente, la única que, además del esposo de mi madre, tenía conciencia de ser la rival que había ganado el terreno enemigo.

     Ya arreglaría cuentas con ella, más tarde.

     No ahora.

     Aún no.

     Ahora empujé la bicicleta pendiente arriba, a la punta del cerro, hasta la gasolinera desde donde la ciudad se veía aún más grande que lo que de ella podía ver desde mi atalaya en la azotea.

     —Seré mejor que todos ustedes —dije, mascullé entre dientes, con un puño levantado, la manguera del aire en el otro, la mirada intentando abarcar la mancha monstruosa de parques, viviendas, negocios, escuelas, calles y parques allá abajo, la ciudad llena de gente a la que, muy pronto, superaría.

     —Sabrán quién soy —les dije en voz muy alta—, todos ustedes sabrán quién soy.

     Me agaché, inflé la llanta delantera, luego la trasera, le lancé una moneda de poco valor al dependiente de la gasolinera, un hombre regordete y risueño que parecía a punto de sufrir un infarto, aunque de reflejos notables: esquivó el golpe del metal con elegancia, como un contorsionista.

     —¡Seré mejor que tú! —le grité; y pensé: mañana te clavaré una moneda entre las cejas, proletario.

     Me monté a la bicicleta y pedaleé con vigor hasta llegar a la pendiente.

     Descendí con las piernas alzadas, el viento contra mi cara, las manos al aire, un portento del equilibrio y la velocidad, yo, todo yo con mis veintidós años recién cumplidos.

     El cruce apareció ante mí como una epifanía.

     ¿Frenar o no frenar?

 

 

Pausa

Disculpen que nos entrometamos, nosotros, la voz de los cerros.

     Allí permanece, en pausa, nuestro hijo en su bajada a la ciudad, una sonrisa deforme en la cara de pocos atributos, los ojos protegidos por las lentes de unas gafas poco discretas.

     Nuestro hijo que está a punto de irse para siempre, de abandonar las alturas que lo vieron crecer, la atalaya en la que, arrimado, vive con una familia que no lo quiere, que no repara ni en su ingenio ni en su evidente potencial.

     Mírenlo.

     Fíjense bien en él.

     Aunque ahora no den un peso por su persona, ya han sido advertidos: nuestro hijo, pródigo o no —eso aún lo ignoramos—, será alguien.

     Nuestro hijo, el portavoz de los cerros, será el mejor.

     Será mejor que ustedes.

     Será mejor que nosotros.

     Será mejor que tú, lector.

     Pero quitemos la pausa, dejemos a nuestro hijo rodar sin frenos hasta el semáforo, las tres luces, sólo una de ellas encendida, colocadas de manera horizontal, una afrenta a su daltonismo.

 

 

Nacimiento (continuación)

     No frenar.

     El claxon de un coche, luego otro.

     Docenas de cláxones dándome la bienvenida, mi llegada triunfal al pie del cerro.

     Cogí el manubrio y giré a la derecha.

     El rechinido de varias llantas, un golpe seco a mis espaldas, una miriada de pitidos.

     Había provocado un accidente.

     Provocaré más, me dije.

     —¡Todos sabrán quién soy! —grité.

     Pedaleé de nuevo, alcé un brazo, hice un gesto obsceno con los dedos, sin volverme a ver a los coches que se habían detenido ante mi paso.

     Ante el paso de la mejor persona del mundo: yo.

 

Pausa: una visión prospectiva

     Hay un hombre postrado en una cama, el cuerpo invadido por tubos, bolsas de suero y un tanque de oxígeno a sus costados, un medidor de signos vitales encendido día y noche, el pitido intermitente como la voz titilante de una estrella moribunda.

     Nadie en el cuarto más que él: un poeta, pero no cualquier poeta: el Poeta.

     Afuera, en el pasillo del hospital, un corro de hombres —ninguna mujer entre ellos: todas en casa haciendo la cena o corrigiendo sus textos— parece confabular, rostros serios, solemnes, ojeras que abarcan casi la totalidad de sus caras, la tez cenicienta, los trajes grises.

     Es el presente.

     Pero también es el futuro.

     Hace mucho tiempo que la cosa no cambia, allí.

     Hace muchos años que el corro de hombres de gris acude a visitar al Poeta, preservado en vida por la magia de la medicina y la voluntad de su mujer, incapaz de firmar el consentimiento y desconectarlo.

     No.

     El Poeta respira, aunque sea de manera artificial.

     El Poeta come, aunque sea de manera intravenosa.

     El Poeta piensa, aunque sea a través del corro que lo visita cada tarde, en pos de su consejo silencioso.

     El Poeta goza, felado por todos los que han comido de su mano.

     Es la hora.

     La enfermera entra al cuarto, revisa la bitácora, hace un par de anotaciones y la firma.

     —Pueden entrar —les dice a los hombres de gris del corro, formados ya de manera jerárquica con el administrador, el más gris de todos, gris rata, al frente.

     Reunidos dentro del cuarto, ignoran a la enfermera, que esa tarde no lleva sostén, los pechos bien nutridos, libres en su voluptuosidad, ofrecidos a los ojos que los ignoran, las piernas desnudas de medias, la braga apenas una insinuación que se inserta entre sus nalgas como hilo anal, el vello púbico, rasurado con esmero, apenas cubierto por un triángulo de lencería roja.

     No.

     Los hombres de gris lo miran todos a él, el Poeta, inmóvil, su cuerpo animado por un par de silenciosas bombas de sangre.

     —Mírenlo —dice uno de ellos—. Sonríe.

     —El Poeta nunca sonríe —lo reprime otro.

     —¿Qué es eso al centro de su cuerpo, qué es ese bulto debajo de las sábanas? —pregunta un tercero, el recién ingresado al corro, el más joven de todos.

     Nadie le responde pero todos, ellos sí, sonríen maliciosos, luego cuchichean, se dicen palabras ininteligibles al oído, miran de reojo al aprendiz, un advenedizo al que nosotros en los cerros conocemos bien: se trata de nuestro más caro hijo.

     —Averígualo tú mismo —dice el administrador, la voz que suena como una epifanía, el que viste el traje más gris de todos.

     Uno a uno, los hombres de gris dejan el cuarto y van a reunirse a la cafetería del hospital.

     En el cuarto permanecen el Poeta, el aprendiz y la enfermera, quien aún guarda esperanzas de ser contemplada, aunque sea por el joven imberbe que no puede dejar de mirar el bulto que perturba la prolijidad chata de la sábana tendida sobre el cuerpo.

     No.

     El joven, advenedizo como todos los que han sido admitidos recientemente al corro, no repara en la enfermera, ni siquiera cuando ella se coloca a su espalda y finge asomarse sobre su hombro para mirar lo que él mira, la excusa para posar sus pechos sobre su espalda, pero nada, ninguna reacción provocan sus pezones inflados de sangre en el aprendiz embelesado ante el Poeta.

     Frustrada, la enfermera busca romper el encantamiento.

     —Es una erección —dice ella—, todas las tardes es la misma historia.

     De pronto consciente de que los demás se han ido, el joven imberbe señala el umbral.

     —Déjeme solo con el Poeta —le ordena a la enfermera.

     —Y cierre la puerta cuando salga —añade.

     La enfermera, ahora del todo ofendida, deja de restregar sus tetas contra la espalda del aprendiz, refunfuña, le entrega una caja de klínex y deja el cuarto; quizás en el dormitorio encuentre algún médico deseoso de entenderse con ella, ya se lo habían advertido antes: con los hombres de gris no se puede, ya sabes, son intelectuales, claro que, si así lo quieres, inténtalo.

Pero nada.

     Mientras la enfermera avanza a paso rápido, furiosa en pos de un hombre que sí se fije en ella, el joven imberbe se acerca al Poeta y levanta la sábana, descubre el motivo que la abulta.

     Babeante, el aprendiz coge el miembro enhiesto del Poeta entre sus manos, perlas de sudor en las palmas…

     Pero el futuro aún no llega: no.

     Regresemos al presente, con nuestro hijo, allí, al pie del cerro, una seña obscena en su mano, el choque por él provocado a su espalda.

     Mirémoslo, pues, llegar a su trabajo.

     Y callemos, regresemos a nuestro silencio de cerros: dejémoslo hablar a él, el mejor de todos.

 

 

Revelación

     Encadené la bicicleta a un poste y crucé el umbral del edificio.

     Ella, la recepcionista, no reparó en mí.

     Mañana lo harás, dije, repetí: mañana lo harás.

     Entré al elevador a la fuerza, me sumé al empaque de oficinistas.

     Yo jadeante, sudoroso.

     Ellos secos, molestos ante mi evidente presencia, ante mi inevitable aroma de criatura rediviva.

     Bajé en el primer piso junto con la mitad de la carga del elevador, empleados todos del centro de llamadas del corporativo.

     Antes de ir a mi partición, me volví a decirle a los que aún permanecían en el elevador:

     —Yo llegaré más alto que todos ustedes, seré mejor que ustedes, ilusos que no pasarán del sexto piso de este edificio.

     Alguno bostezó.

     Los demás me ignoraron y las puertas del elevador me ofrecieron, cerradas, mi deslumbrante reflejo.

     Ganas no me faltaron de masturbarme otra vez, allí, ante la visión de mi grandeza.

     Pero no.

     Fui a mi partición, me coloqué los auriculares y el micrófono en la cabeza y, mientras encendía la computadora, esperé la primera llamada del día coronado por mi diadema telefónica.

     A las nueve exactas, sonó puntual el primer timbrazo, mientras la portada del periódico se desplegaba en la pantalla.

     —Bueno —dije.

     Y al mismo tiempo leí:

 

Entuban al Poeta.

     Mientras una señora me pedía indicaciones para reactivar el servicio que ofrecíamos, repasé la noticia.

     Entonces, y ante una cronología biográfica del Poeta, supe mi destino: corroboré lo que me había tomado por asalto al despertar esa mañana.

     —Así es, señora, tiene que oprimir el botón de encendido —dije sin desconcentrarme, poseído por la certeza de mi vocación.

     No estudié derecho en balde, pensé.

     —Estamos para servirla —dije; y mascullé—: También seré mejor que usted.

     Dejé caer el auricular al suelo, la voz de la señora un zumbido al ras de la alfombra.

     Abandoné mi partición y fui al cubículo del jefe de piso, pez grasiento que nadaba en su ínfima pecera con vista a nosotros, la nada.

     Abrí la puerta sin avisar, el pez globo con una torta en la boca y los ojos a punto de dejar sus cuencas.

     —¿Tú quién eres? —me preguntó, el hocico relleno de cebolla, jitomate, frijoles y pierna de un cerdo más suculento que él—. No puedes entrar aquí.

     —Puedo hacer lo que yo más quiera —le espeté—. No trabajo más aquí: renuncio y seré mejor que tú.

     —¿Tú crees? En la oficina de abajo buscan un lustrador de zapatos —me dijo esa bola humana espolvoreada de migajas, incapaz de pergeñar mejor sarcasmo; luego me gritó—:           ¡Sácate de aquí, piojo! ¡Estás despedido!

     Preferí no responderle.

     Le di la espalda a la pecera y me bajé los pantalones, le ofrecí mi culo al gordo y mi pene nuevamente erecto a la media centena de idiotas enmudecidos y portadores de una diadema telefónica.

     —Mírenme bien —les dije—. No se olviden de mí, no se olviden de nosotros. Seré mejor que todos ustedes. Ya leerán mi nombre impreso en el periódico. Ya verán mis sienes cubiertas por laureles y no por fibra óptica.

     Luego de una pausa dramática en la que aproveché para subirme los pantalones, canté mi revelación al mundo, la mirada en éxtasis, perdida más allá de los cerros, fija en la efigie del      Poeta entubado:

     —Seré crítico literario.

 

 

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