Casa en el bosque (Illud tempus) / Claudia Posadas

Era el tiempo en que el mundo no había cubierto nuestros ojos con su

[bruma,

y los frutos del reino estaban al alcance de estas manos

cuya línea del corazón aún no era la herida;

era un jardín secreto que para nosotros era un bosque,

y era también el sol de los veranos reflejándose en nuestros gritos de

[alegría,

en nuestras rondas eternas y veloces como abandono al giro de la

[Tierra.

 

Era un asomarse a la fontana en medio del jardín,

y mirar el deshacerse de un rostro puro en la confusión de las aguas;

era abandonar el rostro y perseguir a quien lanzó el guijarro como un

[naciente deseo

de caos           y ya no ver,

al fondo de la claridad,

la reverberación de un astro mínimo llamándonos.

 

Era el conjurar con un soplo a los invertebrados monstruos,

su amenaza de aguijones,

su húmedo arrastrarse y los innumerables ojos observándonos;

era exorcizar la emanación de las hierbas venenosas

y el hambre de las aves que devoraban nuestros caminos de pan

con sortilegios que sólo nosotros conocíamos,

porque los habíamos aprendido al oír entre las grietas de los árboles.

 

Y era la habitación de la casa natal donde el silencio de una pequeña

[lámpara

en la mesa de noche,

alejaba la penumbra del sueño;

el recinto donde yo escondía el cofre en que guardaba los minúsculos tesoros,

el reloj de arena,

                  los mapas de los países fantásticos,

       el prisma con que era

[observado el cielo…

 

La estancia donde levanté castillos y pequeñas casas con precarios

[andamiajes,

e iluminé con tinta aurífica los trazos del cuaderno secreto.

 

En donde mirábamos fugarse, a través de la ventana,

y en la víspera de aquellas noches de magias y prodigios

(inicial misterio para abrir el corazón a otros misterios),

esferas y cometas llevando en su cauda nuestros mensajes para el

[infinito.

 

Pero también, en esa casa del bautismo,

eran los murmullos tras la puerta al final del corredor,

los llantos en medio de la noche,

y sobre todo aquel sesgo en el mirar de los otros,

los nacidos en la misma entraña,

en el cual se iban fraguando los juicios que buscarían condenarme,

y los primeros quiebres de un odio que venía de lejos,

de voluntades ya sin nombre consumidas en el dolor de antiguas

[derrotas.

 

El duelo, el llanto, el murmurar un magma cuyas causas y furias habían

[traspasado las eras

para urdir,

silenciosa y obstinadamente, como una araña inmortal y mortífera,

un hilar que se fue ovillando hasta perder su trama y ser una espesura,

la mortaja que por siempre debería confinar a los marcados por su viejo

[sino.

 

Y para cumplir la venganza de esta ira,

su urdimbre me fue impuesta como una fatalidad,

pues al igual que a sus hijos,

tenía que demoler mi resistencia y convertirse en el fundamento de mis

[actos.

 

Faltaban muchos años para que yo pudiese deshilarla y cortar de tajo su

[espesor.

 

Pero también me pertenecía aquel reino en el que alguna vez la

[blancura de un rosal

se desprendió de su más bella flor espirilada

como una ofrenda concedida a mi contemplación.

 

Pero también era para mí la piedra de la suerte que hallé en su

[escondite de hojas secas,

y en la cual los reflejos del sol eran señales que auspiciaban

la cercanía a la casa abandonada hacía tiempo;

también era para mí el sosiego en el murmullo nocturno de los grillos

[guardianes,

la casa de madera esperándonos en la hondura de ese bosque nuestro

para protegernos de la lluvia y toda vastedad que nos pareciera temible.

 

Entrar a su paisaje enrarecido en que sólo yo pude columbrar a un ser

[de transparencia

cumpliendo sus relieves al ser delineado por el destello del sol en el

[polvo,

y que me observaba con devastadora tristeza.

 

Entrar, y refugiarse de la noche persiguiéndonos,

y alumbrar la estancia con luciérnagas que habíamos logrado capturar

[en nuestras redes.

 

En ocasiones, sin que nadie me viese,

me guardaba en esa vieja casa de un maligno serpentear augurándome la

[turbación de la noche,

y cuya angustia se cumplía inevitablemente en el sueño,

y que solía despertarme con un golpe en el pecho,

aunque nadie estuviera en mi habitación.

 

También, me escondía de las voces al fondo del pasillo y de la ira

[incomprensible

que me ahogaba en la casa natal.

 

Otras veces me oculté de las trampas tendidas por las pequeñas

[sombras de los otros,

los iguales,

sombras comenzando a urdirse, como la propia,

en la costumbre irrebatible de toda ruindad añeja,

sombras como incipientes crueldades,

aquellas minúsculas erinias encarnándose en nuestras blandas materias,

y forjando la raíz del daño.

 

Imposible detenerlas,

a cada gesto de su herida avanzaba su maduración sin que nos diésemos

[cuenta,

al igual que las hiedras del jardín extendiéndose por ese espacio que,

tampoco lo sabíamos,

sería nuestro único y verdadero reino.

 

Así, dentro de esa estancia, transcurrían algunas tardes

hasta escuchar el toque de ànimes con que solían llamarnos de regreso a

[casa,

mientras miraba largamente caer la arena del reloj,

y esperaba el astro del crepúsculo para medir con mi cristal su distancia

[a mi corazón.

 

Y de nuevo encerrarme en el ahogo y el combate con las sombras que

[mi lámpara custodia

no podía exorcizar;

entonces aguardaba la estrella salvadora del Alba cuya luz, en ocasiones,

era el resplandor en el ensueño que emanaba de una Ciudad de Oro en

[las alturas,

o del caer de la arena aurífera en la casa del bosque.

 

Sin embargo llegó el día en que un extraño y profundo abandono vino

[con el Alba

(aunque también recordar que esa primera luz otorgó una

[incandescencia a la rosa

concedida en el jardín

y que desde entonces velaba mi sueño),

el día en que las aguas de la fuente comenzaron a ser un estancamiento,

y la línea en nuestras manos la hendidura.

El caos ya no fue la pequeña roca lanzada en ese aljibe,

sino la sombra creciendo a nuestra espalda.

 

(Muy pronto caería la ciudad celeste como un túmulo sobre la tierra; comenzaría nuestro largo retorno hacia el cauterio…).

 

Como último conjuro,

quise relumbrar la amada casa de la hondura para habitarla por

[siempre,

y enterré en su espacio el reloj deseando que su arena fuese el oro que

[iluminare mi refugio,

no sin antes haber roto alguna de sus cápsulas para guardarme un

[puñado de ese polvo.

 

Sin embargo los insectos y la hiedra horadaron el jardín y la casa

[abandonada hasta el

derrumbe

       (jamás encontraría el reloj de arena en los

escombros),

y el toque de ànimes no fue más la llamada a la que creía era la casa de

[la infancia

       (me restaban muchos años para darme cuenta que nunca

[lo fue),

sino un largo,

       triste

doblar del campanario.

 

 

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