Ni chicha ni limonada / Juan José Doñán

Si algo habría que reprochar al libro más reciente de Christopher Domínguez Michael es el título del mismo: Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005). Lo demás es lo de menos. Porque reducir «la literatura mexicana» a 144 autores, muy desiguales entre sí en cuanto a calidad, y a un forzado período de medio siglo, equivale a presentar una visión limitadísima de «la» literatura en cuestión, aun cuando en la mayoría de los casos esa visión sea lúcida e informada y, por esto mismo, buena parte del libro sea de interés.
    De haberse impuesto el rigor onomástico, tanto por parte del autor como de los editores del libro, éste pudo haber llevado otro título menos impreciso: Los escritores mexicanos que me interesan, o Lo que vale para mí la literatura mexicana del medio siglo reciente, o Reunión actualizada de algunos de mis escritos sobre autores mexicanos, o Compilación alfabética de autores mexicanos que he reseñado, o Nuevo arbitrario de literatura mexicana (para diferenciarlo de la obra, muy similar en cuanto a contendido temático, que publicara Adolfo Castañón hace 15 años: Arbitrario de literatura mexicana). ¿Qué necesidad había de echar mano de un término tan comprometedor («diccionario»), por más que se lo haya pretendido trufar con acotaciones que parecen disculpas («crítico», «personal», «1955-2005»), o algo peor: dar la apariencia de querer pasar por encima de la probidad intelectual? Porque por más que muchos escritores mexicanos no le parezcan suficientemente buenos a Domínguez Michael, o no le gusten, o le sean indiferentes, o los conozca parcialmente, o sencillamente no los haya leído, no por ello deberían ser excluidos de una obra de pretendido carácter enciclopédico que promete hablar de «la» literatura mexicana.
    También derivado del título hay otro problema que a primera vista pareciera secundario, pero que es esencial. El pretendido diccionario ni siquiera habla propiamente de lo que anuncia (literatura mexicana), sino sólo de algunos de sus autores recientes y no tan recientes y otros más bien remotos, pues varios de ellos murieron hace medio siglo o más (Jorge Cuesta, José Vasconcelos y Alfonso Reyes, por ejemplo). En un diccionario de literatura mexicana el lector esperaría encontrar, ordenadas alfabéticamente y de una forma concisa, precisa y maciza, entradas como Ateneo de la Juventud (el), Azul (Revista), Contemporáneos (los), Crack (generación del), Estridentismo, Hijo Pródigo (El), Indigenista (novela), Modernismo, Onda (literatura de la), Revolución (novela de la), etcétera, y por supuesto, un elenco lo más completo posible de los escritores mexicanos que son y han sido.
    Ninguna de las dos cosas sucede, pues a Domínguez Michael todo se le va en compilar, reciclar, rumiar o actualizar sus opiniones y dictámenes —publicados previamente, en la mayoría de casos— de autores que ya había reseñado en publicaciones periódicas, antologías, etcétera. ¿A quién le sirve una obra como ésta? A bote pronto, la respuesta es a su autor, quien ya se ha quemado varias becas de instituciones públicas y de fundaciones privadas con la promesa de hacer un trabajo de cíclopes (una obra enciclopédica), que ha quedado en un «diccionario personal» (Domínguez Michael dixit). Y después de él, ¿a quien más? A algunos de los autores consignados y a quienes, metidos con calzador, se los hace alternar con varios de los verdaderos clásicos modernos de la literatura mexicana. Y hasta ahí nada más, pues para el resto de nuestra república literaria —y ya no se diga para el lector poco informado— es una obra incompleta, arbitraria y arrogantemente caprichosa.
    ¿Por qué, según Domínguez Michael, el historiador y empresario editorial Enrique Krauze forma parte de «la literatura mexicana»? ¿Por su serie de biografías de algunos personajes de la historia de nuestro país, que el autor del «diccionario» reseña? ¿O porque, a juicio del mencionado autor, Krauze posee cualidades prosísticas excepcionales, al extremo de poder hablar de un estilo? Seguramente no, pues un historiador y biógrafo y prosista mucho más notable como Luis González está excluido del paraíso literario christopheriano. Todos los títulos juntos de Krauze, que se cuentan por decenas y decenas, y aun cuando algunos de ellos sean muy apreciables, no valen ni intelectual ni histórica ni literariamente lo que Pueblo en vilo, de González ¿Entonces por qué éste no y aquél sí? Sinceramente, sería muy malicioso pensar y decir que la razón es que Krauze ha sido el editor más importante de Domínguez Michael, quien se habría sentido obligado a pagar ese peaje. ¿Entonces por qué? Uno de los tantos misterios sin resolver del libro.
    El «diccionario» en cuestión está lleno tanto de inclusiones arbitrarias como de omisiones ídem. Si los colombianos Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis forman parte de «la literatura mexicana», ¿por qué el narrador germano-británico B. Traven carece de esa misma naturalización literaria, máxime cuando la ficción de este último, a diferencia de la de los anteriores, habla de México y sobre todo del México profundo, además de que eligió a nuestro país como algo más que sitio de residencia: como su destino, como su lugar en el mundo? Tampoco hay respuesta, ni siquiera insatisfactoria, para esta interrogante.
    La lista de escritores mexicanos, olímpica, literaria y alfabéticamente ninguneados por el diccionario «personal» y «antológico» de Domínguez Michael, es infinitamente mayor que la de los incluidos, pues basta con revisar la nómina de autores contenidos en los nueve voluminosos tomos del recién concluido Diccionario de escritores mexicanos editado por la UNAM y realizado por el equipo que encabezó Aurora M. Ocampo dentro del Instituto de Investigaciones Filológicas de esa misma casa de estudios, para convencerse de que para Christopher la omisión es otra de las bellas artes. ¿Pero qué más tiene la obra de Ocampo que no tenga la aquí reseñada? Lo que se espera de todo diccionario, sea de la materia que fuere: datos, datos sintetizados pero lo más exhaustivos posible. En cambio, el «diccionario» de Domínguez Michael tiene más que datos (con frecuencia incompletos, parciales, difuminados y hasta escamoteados) juicios, opiniones, pareceres…, muchos de ellos, hay que reconocerlo, bien razonados, aunque otros no alcancen a sostenerse, como sería el caso de «Yáñez, Agustín», cuya obra Domínguez Michael no conoce bien y que es un autor al que sólo parece haber incluido para que su alfabeto literario no fuera más limitado de lo que ya es (no hay escritores en varias de las letras del abecedario).
    La verdad es que todo pudo haberse resuelto más o menos cómodamente para el autor de este diccionario referido —o fementido— si no le hubiera impuesto a su obra un nombre que no va con la naturaleza de la misma; tal obra no pasa de ser una nueva versión del horaciano parto de los montes (las preñadas y atronadoras montañas que terminan alumbrando un escuálido ratón), pues como el viejo son cubano, el Diccionario crítico de la literatura mexicana (1955-2005) no es ni chicha ni limonada, ya que ni es diccionario ni se ocupa de «la» literatura mexicana ni tampoco se suscribe al arbitrario período de medio siglo que su autor se saca de los forros.

 

 

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