«Los patriarcas son aburridos, reaccionarios y estúpidos»: Andrés Neuman / Mariño González

Alguien escribió que está «tocado por la gracia». Un periodista lo calificó de «brillante y desenvuelto». Otro más dijo que es «una isla literaria», y varios coinciden en denominarlo «escritor de altura» y hasta «testigo excepcional de toda una generación». Ninguno miente. De los poemarios Métodos de la noche (Hiperión, 1998) y La canción del antílope (Pre-Textos, 2003) a los libros Bariloche (1999) y Una vez Argentina (2003), ambos finalistas del Premio Herralde de Novela, la trayectoria de Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) es, simplemente, notable.

Y su camino no se detiene ahí: ensayista y hasta argumentista de historietas, colaborador frecuente de diarios españoles, Neuman, quien actualmente radica en Barcelona, fue uno de los participantes, en 2007, de Bogotá 39, el encuentro que reunió a un grupo de escritores jóvenes de Iberoamérica en la capital colombiana. Es, además, un enamorado total del cuento. Con la prestigiosa editorial Páginas de Espuma, especializada en narrativa breve, coordinó el proyecto Pequeñas Resistencias y ha publicado dos libros, Alumbramiento y El último minuto, que a finales del año pasado fueron motivo de su presencia en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

¿Cómo surgió Alumbramiento? ¿Fue un libro premeditado o se trata de cuentos que se fueron acumulando?
Las ideas honestas se encuentran, no se buscan. Y lo que me pasó fue que empecé a escribir los cuentos de manera dispersa y al cabo de un tiempo, cuando había reunido unos cuantos, comencé a ver puntos de contacto entre ellos. En general creo que el azar es como un andamio que te conduce a alguna parte. De pronto reconocí ese hilo común y me di cuenta de que muchos cuentos estaban protagonizados por hombres que o bien tenían un rol heroico fallido o estaban incómodos con su leyenda: un bandido que se percata de que no roba para los pobres, sino para su propia vanidad, o un campeón de pesos pesados que no pega por hombría, sino por miedo. Cuando me salió el hombre que está pariendo vi que esa recurrencia significaba algo. Así fui articulando el libro y ordenando los cuentos. No creo en los libros programáticos, ni en decir: «Voy a escribir veinte cuentos de ancianas lituanas que tengan un gusto por la calceta». Así los libros terminan siendo artificiales. Pero sí creo que los libros de cuentos deben estar ordenados y tener una lógica, y si el libro es bueno, una vez que ya vas teniendo el material, intentar rastrear qué es lo que te piden los cuentos. Es como cuando escribes un libro de poemas. Los libros de poemas se despliegan de la misma manera: cada poema es aparentemente casual, hijo de sí mismo, y el poemario va reuniendo y agrupando los poemas por familias e inquietudes. Yo formo los libros de
cuentos de la misma manera en que voy ordenando los libros
de poemas: a mitad de camino.

Dices que las ideas honestas se encuentran. ¿Cómo llegaste a las historias que reúnes en Alumbramiento?
Siendo curioso. A uno no se le ocurren ideas: uno se apropia de las casualidades que le ocurren y, sobre todo, de los personajes que nos rodean. Toda la literatura, incluyendo la más fantasiosa, es producto de la observación directa de la realidad. Luego es un problema de lenguaje y a veces el resultado es muy disparatado. La inspiración no es más que un ojo muy abierto. En general casi todos los cuentos surgieron de algo que me contaban, de algo que veía o de algo que me pasaba a mí o a otro. Una de mis aficiones favoritas es contar experiencias ajenas como si me hubieran pasado a mí. En ese sentido soy un ladrón de experiencias ajenas. Un escritor también es un ventrílocuo, pero uno es el muñeco: las demás personas son el artista que hace hablar al muñeco, y el muñeco es el escritor, que va diciendo las palabras y las experiencias que les pertenecen a otros.

Juan Casamayor, director de Páginas de Espuma, ha dicho que, a la par de tu trabajo de novelista, siempre has tenido muy clara tu carrera como cuentista.
No es una carrera, es un amor.

Cuento, poesía, novela, ¿dónde están tus intereses ahora?
En todos esos campos. Cada escritor tiene su forma de relacionarse con la escritura, pero en mi caso no me gusta separarla por géneros. Aunque los géneros existan convencionalmente, el acto de escritura es uno. Cuando estoy escribiendo un cuento no siento que la poesía esté ausente, y cuando estoy haciendo una novela, y tengo que resolver una pequeña escena, siento que el cuentista que soy ayuda. Cuando estoy escribiendo un poema, si es más o menos narrativo, el narrador que soy contribuye a ese acto de lenguaje. Por lo menos para mí la escritura vendría a ser una especie de mesa que tiene cuatro patas: la del ensayo, la de la poesía, la del cuento y la de la novela. No creo que ningún texto del mundo pertenezca a un solo género, y eso se demuestra si vamos a casos clásicos: ¿el Borges ensayista prescindía del Borges cuentista para escribir un ensayo? Y viceversa: ¿el Borges cuentista no estaba acaso íntimamente ligado con el Borges ensayista? Carver, cuando escribía poesía, ¿no seguía siendo el mismo Carver de sus cuentos? Se podrían dar mil ejemplos. Hay tecnicismos, estrategias específicas de un género o de otro, pero no creo que los géneros dividan al escritor en tantas partes como géneros practica.

Y, desde el punto de vista práctico, ¿cómo es tu proceso de escritura?
Nunca he escrito dos novelas al mismo tiempo, pero no encuentro ningún problema en escribir al mismo tiempo una novela, un libro de poemas y un libro de cuentos. Eso me ayuda, porque aunque trabajas más horas estás más descansado: un libro es una obsesión y muchas veces esa obsesión se atasca, se bloquea. Cuando te bloqueas tienes dos opciones: paras y dejas de escribir un tiempo hasta reencontrar el hilo o saltas a otro libro. Y cuando yo salto a otro libro, al regresar al anterior lo veo todo más claro. Trabajo como las ventanas de Windows, que se maximizan y se minimizan. Esto hace que pueda trabajar más fluidamente, porque nunca hay espacios en blanco, sino saltos de un libro a otro. Me sirve para tomar distancia de un libro y meterme en otro, en otra realidad, otra voz y otro estilo. Siempre he escrito varios libros a la vez.

Al leer Alumbramiento queda la idea de recuperar la visión femenina del mundo. ¿Es algo que reflexionaste a la hora de armar el libro?
A la hora de la vida, porque no es una inquietud literaria, sino una inquietud vital. La literatura que se precie de servir para algo —y la literatura debe servir para algo— es la que se nutre de las cuestiones que son urgentes para nosotros. No hablo de temas, hablo de aprendizajes. No digo que para que una novela sea útil tenga que hablar del conflicto palestino: no ese tipo de utilidad periodística o de actualidad, sino de conflictos humanos. Y esto surgió como un conflicto personal. A mí me gusta mucho el pensamiento de género, pero encontraba que sólo se aplicaba a las mujeres. El pensamiento de género y el feminismo no son la misma cosa. Obviamente el pensamiento de género nace del feminismo, pero el primero, como su nombre indica, es un instrumento de reflexión sobre tu educación sentimental y tu identidad de género. Y género tenemos hombres y mujeres. El pensamiento de género puede servir no sólo para liberar a la mujer, sino para liberar al hombre. He leído mucha literatura de género y me parece que eso que ha hecho la mujer con su propia identidad a lo largo del siglo XX es una cosa que podemos hacer los hombres: descubrir las trampas, los estereotipos y los roles que nos obligan, o que nosotros mismos nos obligamos a asumir, como el mito de la fortaleza del hombre, de la virilidad mal entendida, del dominio de la posesión, de la entereza, de la sobriedad ante el dolor. Esa estética Clint Eastwood que yo detesto. El cine de Clint Eastwood me gusta, pero la lógica masculina de Clint Eastwood me parece vomitiva, porque enseña a los hombres a sufrir en silencio, a cargar con la responsabilidad y a ser, en suma, patriarcas. Los patriarcas son aburridos, reaccionarios y estúpidos. Los hombres nacemos y nos obligamos a ser aprendices de patriarcas, y yo a eso no tengo ganas de jugar más. Me interesa mucho más la lógica de lo queer. No desde un punto de vista sexual —yo personalmente soy heterosexual, lo que quita prestigio porque hoy día tiene más prestigio ser homosexual—, pero me interesa la psicología queer. No hablo de con quién te acuestes, no hablo de la bisexualidad en términos de que te guste acostarte con hombres y con mujeres —eso me parece muy bien, pero no hablo de  eso. Hablo de que no creo que haya roles emocionales que sean de hombres y roles emocionales que sean de mujeres. Me interesa lo queer en el sentido de que rompe las barreras de esos roles fijos y permite a los hombres sentirse como mujeres y a las mujeres sentirse como hombres. Es el tipo de bisexualidad emocional a la que aspiro como persona. Y el caso más extremo es el primer cuento del libro. Yo me pregunté: ¿cuál es el rol que supuestamente nunca podría cambiar y será siempre esencialmente femenino? El dar a luz. ¿Cómo se sentiría un hombre que esté dando a luz? Es un intento de decir que no hay experiencias esencialmente masculinas o femeninas. Y metafóricamente ni siquiera ésa.

Se vuelve a publicar, en Páginas de Espuma, El último minuto. ¿Qué cambios hay en esta nueva edición?
Es un nuevo viejo libro, porque salió hace seis o siete años en Espasa Calpe. Se agotó en su momento y nunca se reeditó y no salió de España. En América Latina jamás se había publicado. Cuando Juan Casamayor me propuso reeditarlo decidí que lo revisaría y lo corregiría, para hacer una versión corregida y reducida. Soy partidario de las versiones reducidas, no aumentadas. Me parece pretensioso pensar que cuando ha pasado el tiempo tienes más que decir. Yo tengo menos que decir. Cuando pasa el tiempo pienso que podía haber dicho lo mismo en menos páginas. Lo que hice fue quitar media docena de cuentos que me parecían flojos y revisar el resto. Así que es una versión quintaesenciada de ese libro que salió hace muchos años.

¿Cómo fue el reencuentro con estos relatos? ¿Cuál fue tu primera impresión al revisarlos?
Tiene algo de necrofilia: fue como tener tratos carnales con una persona que ya no existía, que venía a ser yo hace tiempo. Fue raro. Y por un lado no pienso que los libros antiguos no se puedan tocar. Es ese mito romántico que obedece a la idea de que los libros reflejan al autor de manera esencial, y entonces, si tú los tocas, manipulas a la persona que fuiste. Pero yo creo en el libro, no en el autor. Y la prueba está en que nos moriremos todos, y si tenemos suerte alguno de nuestros libros, alguna página o alguna línea será leída después de que muramos. A menos que estemos dispuestos a aceptar que el día en que muramos perderán sentido todos nuestros libros, está claro que hay algo más allá del autor. Sí se pueden corregir, porque no me reflejan a mí: reflejan a los personajes y a los lectores posibles de ese libro. Por otro lado, ya estaba lejos de esos textos y no quería caer en volver a escribirlos como los escribiría ahora. Fue difícil meterse dentro del cuento y pensar qué era lo que el cuento quería decir en su momento, y hacer correcciones para que el mecanismo original funcionara mejor, pero no convertirlo en otro mecanismo. No les he cambiado el final ni los personajes, pero quizá he resuelto algunas escenas de manera más sintética o he quitado muchos adjetivos y petulancia. Es como el carpintero que quita el barniz, pule el mueble y vuelve a barnizarlo. Fue una experiencia rara: una dulce tortura.

¿Qué es lo que unifica a estos relatos?
Más que una unidad temática hay una unidad narrativa, no en un sentido dogmático, pero hay una línea principal —y por eso el título de El último minuto—, que es el manejo del tiempo. Son todas situaciones que están a punto de resolverse urgentemente en muy poco tiempo, situaciones críticas. Son cuentos que abordan un momento en el que todo está a punto de cambiar, en algunos casos
de manera extrema. Por ejemplo, hay un anciano que está a punto de
suicidarse y un gángster a punto de ser asesinado por otro que es su amigo y conversan. Otras situaciones no son tan extremas, pero también tienen que ver con la crisis de los últimos minutos: un poeta que está pensando qué título ponerle a su nuevo libro se va a tomar un café y mientras tanto su casa se incendia. Entonces, cuando vuelve, se da cuenta de que no hay libro y en ese momento decide el título. O una mujer que está a punto de comprar una chaqueta de segunda mano para su marido, al que detesta, y de pronto se encuentra una idéntica a la que ya le había regalado. Y es el momento en que descuelga la prenda y sospecha que su marido la ha obsequiado. Son siempre minutos que están a punto de cambiar la vida de las personas. Son situaciones pequeñas y tratadas con mucha intensidad temporal. De ahí lo del último minuto y de ahí la cubierta del paracaídas.

Estuviste en Bogotá 39. ¿Cuál es tu visión del panorama literario respecto a los nuevos autores?
Debo ser muy torpe, porque no veo panoramas, veo individualidades. No me atrevería a esbozar ningún panorama y mucho menos formando parte de él. En Bogotá 39 comprobé que había mucha heterogeneidad y pocas ganas de formar un grupo en términos estéticos. Nos llevamos maravillosamente bien, fue una experiencia humana preciosa, pero no teníamos ganas de parecernos. No era ésa la voluntad. Entonces: entre mi incapacidad congénita de dibujar panoramas y la comprobación empírica de que no había una voluntad de parecernos, sólo puedo decir que tuve la impresión de que hay excelentes escritores en nuestra generación. Es difícil sentirse único y original, porque hay muchos escritores muy buenos
que rondan entre los 30 y los 40 años. Me asombró el nivel medio que
encontré en Bogotá. Quedaría mucho mejor decir que todos son malos excepto uno. Pero no tuve esa impresión en absoluto, sino de que había una buena docena de escritores excelentes, cada uno con su propuesta. Me pareció que muchos éramos escritores emigrados de nuestros países, algunos desde edad muy temprana, con lo cual se dio una paradoja muy interesante: íbamos cada uno representando a nuestros respectivos países de nacimiento pero ninguno de nosotros éramos ni nacionalistas ni patriotas. Por un lado ibas por el pabellón con la bandera de tu país y, por otro, nadie estaba muy interesado en erigirse en portavoz nacional de nada. Es curioso, porque al hablar de la narrativa de nuestros países terminamos hablando de la poesía de países extranjeros. Fue como un despropósito y creo que defraudamos las expectativas. Me gustó el cosmopolitismo que encontramos ahí y el escepticismo respecto al hecho de que un escritor sea la voz de su país. Los tiros no van por ahí. No sé si eso que se llama globalización tiene que ver. O quizá parcialmente, porque por otra parte éramos muy distintos, con lo cual había globalización en términos de que la identidad cultural ya no pasa en absoluto por los países, pero no había globalización si por eso se entiende que estamos masificados y nos interesan las mismas cosas y nos expresamos de la misma manera. Hay una especie de individualidad cosmopolita radical.

 

 

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