Miscelánea de prensas y cocinas / Daniel Orizaga Doguim

Alfonso Reyes habita Grano de sal y otros cristales. La frecuentación amistosa de Castañón al banquete de las páginas alfonsinas ha sido correspondido en este cenáculo de versos y salsas. La sola mención del hecho gastronómico provoca la sonrisa. El sabor y la palabra: este libro celebra sus nupcias en el paladar. Llegan otros convidados, como Payno, Othón renuente con Valle Arizpe, Novo y Arreola, hasta Le Clézio. Pueden pasar a la mesa: otro lugar de comunión.
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     La escritura de Castañón, lo sabemos, atraviesa géneros y maneras. Eso lo convierte más en un hombre barroco que en renacentista. Un autor del Siglo de Oro, digamos mejor un novohispano, ejercita «ensaladillas» o sonetos con igual entusiasmo. En los torneos poéticos, forma y contenido eran la excusa para mostrar el ingenio: luego de cierto Neruda, una cebolla es invitación al genio de la lengua.
     Estación gastronómica de otro viaje a México en el nombre de frutas, verduras, condimentos, o especies animales (incluidas sus transgresiones transgénicas, en rima: jabalí y cochino, jabachón; elote azteca contra maíz de importación).
     «Lo dulce se alinearía en el bando femenino; / lo salado en el masculino; la naturaleza sana / y rústica en las manos maternales y la cultura / artificial, perversa y barroca concupiscente del macho» (p. 16). ¿Será? A Castañón lo atrae la sobriedad —nunca lo insípido—, pues no es remilgado, sino conocedor, que ya es otra cosa. Por puro ecumenismo, «en este terreno de la variedad de las escalas / elementales la cocina mexicana es / riquísima» (p. 17). Pero la altura del terreno y su temperamento frío o caliente afectan también los apetitos. La apetencia del marisco, por ejemplo, es temporal y casi dolorosa, llena de peligros; el gusto por la carne grasa, culpable herencia hispánica, reprime los demás sabores. Así, el acento salado de las costas deja amarguras en los altiplanenses —y tal vez un recuerdo subterráneo aflora: «Del paladar lacustre de los antiguos / mexicanos sobreviven en las / profundidades de la memoria…» (p. 28), y enumera los manjares eficaces y cotidianos a los que hemos renunciado. Hipótesis mínima: más que al mar, «los sabores aluden a la tierra; / la mirada y el oído de la lengua y del / olfato perciben una geografía y una música invariablemente nostálgicas de / un Eros difuso y ambiguo, generalizado» (p. 33). Y a la saudade por un Tánatos, en las «barbacoas, cochinitas en pibil [y] zacahuiles».
     La promiscuidad de la cama y la cocina, «espacio[s] por excelencia del intercambio, del trasiego y el comercio» (p. 241), vence cualquier pudor. (Más salsa, mayor placer). Depende de la compañía: por ejemplo, Castañón propone al mole como la pareja exacta del pulque. Y de allí…
     Los placeres de la mesa francesa, de los que se ocupa en extenso, requieren de una exégesis peculiar. Si históricamente Francia es la madrastra culinaria de México, ésta ha resultado más benéfica que ninguna (el gusto francés es nuestra lengua madrastra). «La cocina es un placer de diplomático / frustrado. Las guerras o alianzas que no / ha podido impedir en la mesa de negociaciones / las promueve como delicatessen». Si antes pagamos las discordias, Francia y México ahora pueden abrazarse; las cazuelas y las ollas se conocen demasiado bien. La competencia en variedad y vigor es amable, pero habrá que buscar —con Louis Panabière— el centro materno en el campo donde se prepara el alimento en frugalidad de condiciones, pero con los ingredientes —literalmente— a la mano. Recetas de una Edad Media más civilizada que la nuestra: alimentaban la carne y el espíritu.
     Por la boca entra Dios al cuerpo, y sale de éste hecho Verbo. Cada sabor prepara una hermenéutica. Castañón acude a los Santos Padres: Anselmo Brillat-Savarin, Alfonso Reyes, Claude Lévi-Strauss o Ernst Jünger de ser necesario (en un curioso «Listín» final glosa brevemente argumentos y pruebas de Brillat-Savarin y otros).
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     El cocinero práctico, recetario formulado por Juan E. Morán habla un idioma que no puedo descifrar, el de las medidas y tiempos de cocina. ¿Qué es un cuartillo o una arroba frente a la pizca, medida secular y misteriosa?
     Documento de cultura decimonónica, por contraste, también lo es de la barbarie actual.
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     La gastronomía de nuestras regiones reclama un historiador como Carlyle o Chesterton (no vendría mal un Menéndez Pelayo que hable de sus cualidades heterodoxas). Tránsito de la cocina mexicana en la historia retrata a nuestros héroes representativos: el mole, el pozole, el tamal, la tortilla y el chile relleno. Algunos tienen fecha de registro reciente; otros, mitológico. No todos fueron consagrados por los recetarios cultos, pero se hicieron de un lugar en el estómago y el corazón del mexicano. La literatura sí ha unido los dos lados de la lengua en cuentos, poemas y crónicas. (Conjunción milenaria, el habla no posee órganos propios, cocina las palabras de prestado al vapor de los pulmones).
     Este ensayo de interpretación de la realidad mexicana, en su impura gastronomía recupera: de diccionarios, etimologías; de tratados sociológicos, prejuicios; de la historiografía, hechos indiscutibles; del anecdotario, maledicencias. Algo es claro: el chile —en las doscientas variedades de las que se enorgullecen los jefes de Estado— es la eminencia verde, roja, naranja, amarilla de la nación.
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     Si diario de viajes, también es álbum familiar. Tal vez la biografía profunda de Castañón —como la de cada uno— está en los recuerdos alimenticios. Verdadera historia oral: todo pasa por la boca. Y si hay correspondencia entre los sentidos —olor a pan horneado y a libro antiguo— también es muestrario de las filias con la música, o los espacios arquitectónicos (que no es lo mismo restorán francés —¡frente a Chambord!— que exquisito taco placero).
     Las menudencias del libro, aunque digeribles, se antojan menos al final de la minuta: menús de eventos, partes de refraneros y citas escogidas. Aún estamos paladeando lo más sustancioso y quisiéramos terminar con eso. (Una objeción: algunas erratas se deslizan como faltas a la etiqueta).
     Catador de tipografías y especias, Castañón gustó de la biblioteca paterna como de los fogones del bisabuelo. Desde entonces no ha pasado tiempo perdido. Adolfo Castañón ha escrito una enciclopedia que enseña los saberes del sabor. (Consta en los anales que los sibaritas aprecian la buena mesa, las librerías variadas y ordenadas, y las damas en el lecho). Todo es cuestión de buen gusto.
    
     Grano de sal y otros cristales, de Adolfo Castañón. Ediciones Sin Nombre / Universidad del Claustro de  Sor Juana, México, 2009.

 

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