Laura y yo / Carlos Almira Picazo

RECIÉN CASADO me ocurrió que mi mujer fue a visitar a sus padres. Acabábamos de regresar de un interesante viaje por Europa: París, Bruselas, Colonia, Viena, Constanza… y estábamos exhaustos, pero felices. Así que, con toda naturalidad, recogió su abrigo y su bolso y se fue a ver a sus padres tras el consabido beso frutal de los recién casados.
    Nunca se dirá lo suficiente sobre el matrimonio, sus perfecciones y bondades. En nuestro caso, además, estaba aureolado por el deseo de traer al mundo al menos cuatro o cinco niños sanos y robustos. Durante nuestro viaje, mientras visitábamos monumentos y museos, no hablábamos de otra cosa: nuestra ilusión era ser padres sin esperar los dos o tres años que suelen establecerse a modo de paréntesis o cuarentena de la pareja. Nos habíamos casado para formar una familia, y una familia feliz.
Yo había sido soltero hasta bien entrada la treintena, y no puedo quejarme. Me fue bien en la vida: estudié lo que me gustaba, tuve amigos interesantes, incluso alguna que otra aventura; conseguí sin excesiva dificultad un trabajo estable y que me dejaba tiempo libre para mi afición, que es el cine negro, y viajé por medio mundo, sobre todo a Festivales Internacionales como el de Venecia y el de Berlín. He llevado, pues, una vida libre, despreocupada, solitaria en el buen sentido de la palabra, y un tanto incierta y caótica, de soltero, casi de estudiante perpetuo y acomodado.
    Digo esto para que no se me culpe de lo que pasó aquella tarde fatídica. En ningún momento me he arrepentido de mi matrimonio. Jamás, al menos conscientemente, he tenido la predisposición a romperlo. Es más: pese a que Laura es diez años más joven que yo, y tiene un carácter que el fin natural de la dulzura almibarada del primer enamoramiento va desvelando, y aunque no soporta el desorden ni las invenciones (que muchas mujeres llaman simplemente mentiras), y me obliga a reciclar, a limpiar una vez por semana, y eso que la casa es pequeña, a bajar los pies del sillón, a ahorrar —por ejemplo comprando bombillas de bajo consumo—, a hacer ejer-
cicio todos los días, etcétera, etcétera, yo la quería y la sigo queriendo como al principio, o más aún si cabe, puesto que ahora la conozco. ¿Y qué es el amor sin indulgencia y sin correa?
    Nuestra relación había sido desde el primer día, tópicos aparte, un verdadero flechazo. Nos conocimos en una tertulia de amigos aficionados al Cine. Inmediatamente me gustó y puedo decir, sin vanidad, que ella experimentó la misma atracción por mí. Hay quien culpará de todo, indulgentemente, a la diferencia de edad y carácter. Yo creo más bien que fue la fatalidad. Aquella tarde Laura estaba tan guapa como el primer día: alta, esbelta, con aquel tono claro en el pelo, la ropa, los ojos, tan europeo, y la sonrisa un poco dura y regañona, irresistible; en suma, era la firmeza frágil, la seguridad condescendiente, la perfección burlona que me encandilaron. En cuanto a mí, sin ser el más indicado para decirlo, puedo afirmar que me he conservado bastante bien: no se puede decir que sea alto pero tampoco bajo; la incipiente barriga es sólo eso de momento, incipiente; el pelo se resiste a retroceder, valerosamente; tengo una cara redonda, graciosa, como mis ocurrencias, a veces un pelín infantiles; aunque tiendo a la negligencia, incluso a la lentitud, nadie me tacharía de torpe ni indelicado; y mis aficiones, lo repito, son de lo más inocentes y triviales, pues no espero grandes cosas de la vida ni soy excesivamente ambicioso, ni exigente conmigo mismo ni con nadie.
    En el orden moral es cierto que Laura y yo diferimos bastante. Jamás nos lo ocultamos, sin embargo, ni siquiera durante nuestro enamoramiento. Recuerdo cuántas bromas y comentarios maduros nos han inspirado nuestras diferencias: ella, sin ser intransigente ni mojigata, va todos los domingos a misa; aspira a formar una familia numerosa; siendo feminista convencida, cocina como los ángeles y es una maniática de la limpieza, como ya he apuntado; no puede pasar sin hablar con su madre ni un solo día, ni sin verla dos o tres veces a la semana; entiende tanto de arte como de literatura, sobre todo actual (el Cine, en cambio, le parece un arte facilón y proclive al mal gusto y la propaganda, aunque le gustan las películas de época a lo Jane Austen); devora los periódicos hasta el extremo de enfriársele el café y las tostadas o pasársele la parada del autobús; y se indigna ante las guerras, las tropelías y las mentiras del Poder, que se toma como
un asunto personal; por último, la angustian lo indecible la destrucción del Medio Ambiente y el Cambio Climático, pero cree que cada uno de nosotros, consumiendo menos y reciclando más, puede contribuir de un modo crucial a detenerlos.
    En cuanto a mí, no sabría definir tan precisa y cabalmente mis principios: no porque no los tenga o los relativice, pues con estas cosas no conviene jugar, sino porque me dejo llevar en exceso por la lógica. Me explico: cuando alguien cree con fe ciega en Dios y en otra vida mejor que ésta, me parece una contradicción preocuparse en exceso por este mundo; y viceversa, cuando no se cree más que en este mundo, han de admitirse a la fuerza sus imperfecciones y accidentes, como el pan nuestro de cada día y una parte consustancial del mismo. No es que yo postule el eremitismo para los creyentes y la indiferencia para el resto, sino sólo un poco de cordura y de lógica para unos y otros, una actitud más moderada y cauta para todos los que están absolutamente convencidos de alguna Verdad, sea ésta cual sea. Por ejemplo, cuando Laura se indigna por la degradación de la Naturaleza yo me pregunto (pero nunca se lo pregunto a ella) si de verdad creerá en la otra Vida y en la Bondad de Dios. ¿Y qué pensaría de mí si un buen día saliera a la calle dispuesto a comportarme de un modo consecuente con mis principios y a obligar a los demás a hacer lo propio con los suyos? Queda, como ya habrá advertido el lector, un tercer grupo, tal vez el más numeroso e importante, el de los que no creen ni descreen de un modo tajante en nada más allá del problemático presente, del arduo día a día. Yo, con ciertas reservas, me incluyo sin ningún pudor entre sus filas, en esta masa amorfa, gris, si se quiere, pero inofensiva y, hasta cierto punto, inmunizada contra el fanatismo. Con todo, intento ser consciente de lo que hago y, sobre todo, coherente con mis principios, por vagos y difusos que éstos sean.
    Laura se burlaba de esta tolerancia, que según ella era en el fondo comodidad. Sin embargo, puedo decir con orgullo que gracias a ella salvamos muchos conflictos que a otros los hubiesen mandado al traste desde el principio. Supongo que, andando el tiempo, yo hubiera acabado amoldándome al tipo de persona ideal que ella se había forjado para mí, aunque en el fondo sospecho que hubiera seguido siendo el mismo, a pesar de que me hubiese propuesto lo contrario para agradarla, al menos en las cosas importantes. Llámese comodidad, indiferencia o abulia. Lo que demuestra una vez más que sólo podemos enamorarnos de nosotros mismos.
No se piense, pues, que estas diferencias eran insalvables, que nos abocaban desde el principio al fracaso. En cuanto a la diferencia de edad, podría mencionar tantos casos históricos y presentes, de parejas felices que parecen padre e hija o viceversa, y el argumento en sí es tan frágil y endeble, que no merece la pena detenerse en él. Sólo diré que, quizás, hay algo en la sima que separa a dos generaciones, que atrae con una fascinación irresistible a ambos sexos. A los enigmas y la curiosidad habituales, verdaderos combustibles del amor, se suman en este caso el halo del provenir de mundos distintos, y tal vez la reminiscencia freudiana del padre o la madre perdidos en nuestra primera infancia, o de los hijos arrebatados al par que la juventud, por el mero transcurrir del tiempo. ¿No es el amor una batalla perdida contra el tiempo? Sea como fuere, también en esto supongo que yo hubiera acabado siendo el hijo y Laura la madre, tierna, dulce, celosa e implacable.
    Además, estaban todos mis amigos y conocidos que no se habían casado: los que no lo habían hecho antes de los 30, o los 35 como yo, se habían vuelto gente rara y maniática; envejecidos antes de tiempo, morían prematuramente, solos en una casa vacía y caótica, olvidados como si nunca hubieran existido, como esos individuos que aparecen y de pronto, sin saber cómo, se desvanecen para siempre en medio de la multitud. No es que yo me casara con Laura para escapar de esto, pero tenía en mente algunos casos ridículos, y espeluznantes. Un día, a las tres de la mañana, cierto amigo se había hecho el café para ir al trabajo, antes de caer en la cuenta de que era domingo, y me llamó para contármelo. Vivía en una casa tan vieja que las cañerías rechinaban como fantasmas.
    Anécdotas aparte, nadie deja de estar solo por el mero hecho de casarse, sólo se elige el tipo de soledad: yo decidí estar solo con Laura, y hasta eso me salió mal.
    Aquella tarde fatídica, Laura me dio un beso y salió a la escalera. Me empeñé en que llevara el paraguas aunque apenas había dos o tres nubarrones minúsculos. Esperé en la puerta a que llegara el ascensor, enviándole a través de la penumbra del descansillo sonrisas, carantoñas y diminutivos cariñosos. Entró al fin, desapareció en el cubículo vacío, y el ascensor arrancó llevándosela. Entré en la casa y cerré la puerta.
    De inmediato percibí la sensación de limpieza y orden que reinaba en todas las habitaciones. Aunque parezca ridículo, las recorrí una por una, como un comprador o un inquilino interesado. Todo, absolutamente todo, estaba en su sitio. Laura había creado, con mi ayuda, es cierto, un ambiente cálido y hogareño que ahora que por primera vez en nuestro matrimonio me quedaba solo por unas horas, me acogía con una agradable familiaridad.
Me arrellané, pues, embelesado, muy satisfecho, en el sofá y, por una vieja costumbre, puse los pies sobre la mesita del revistero. Inmediatamente cayó sobre la alfombra alpujarreña (regalo de mi suegra) un poco de barrillo de los zapatos. ¡Había olvidado ponerme las zapatillas! Turbado, lo recogí rápidamente como pude y, ya con más cuidado, me acomodé ante el televisor.
    Durante unos minutos estuve ante el televisor apagado, felicitándome por haberme sabido organizar tan bien la vida, y a la vez perplejo: ¿cómo había podido vivir yo solo tanto tiempo?, hasta que de pronto me di cuenta de que empezaba a oscurecer tras la impecable cortina de cretona. Tenía aún dos horas largas, quizás tres, para mí solo, así que, siguiendo una vieja inercia, fui a la nevera a por algo que picar. A la vez, recordé que, en alguna parte, tenía una novela policíaca a medio leer, ¡pero por qué no ver mejor una buena película de Humphrey Bogart, El halcón maltés, o El sueño eterno? Con estos proyectos en mente, abrí la nevera nueva, cuyo enorme congelador nos eximía de cocinar durante días, pero no había cerveza ni refrescos, sólo bebidas isotónicas, sin azúcar. Tras mucho rebuscar en las alacenas, colocando luego cada cosa como pude, al fin encontré una bolsa de tostaditas integrales.
    Antes de tumbarme en el sofá (todavía llevaba puestos los zapatos, llenos de barro), se me ocurrió mirar por la ventana mi vieja calle de soltero, sorprendiéndome de que todo siguiera igual. Antaño, cuando vivía solo y enfermaba, solía pasarme horas así, mirando la calle, hasta que anochecía o sonaba el teléfono a mis espaldas. Ya casado, mis antiguas amistades habían dejado de llamarme tan a menudo, aunque para ser justos yo había puesto aquellos límites, naturales, por otra parte, al principio, sólo provisionalmente.
    De súbito una gota gruesa, pesada, golpeó melancólicamente contra el vidrio. Y contra todo pronóstico, empezó a llover. Pobrecita Laura, pensé. Con suerte, ya se habrá bajado del autobús. La casa de mis suegros, sin árboles, en una plaza grande y sin saledizos ni galerías, apenas resguardaba de las inclemencias.
Desistí de buscar mi novela: bastaba echar un vistazo desde el sofá para ver que allí sólo había manuales de oposiciones, periódicos viejos y libros de Naturopatía, que Laura devoraba todas las noches antes de dormir. Una fila triste de una enciclopedia en fascículos coleccionables, flanqueada de marquitos de plata con fotografías, para los futuros niños. En cuanto a las películas, aún estaban en las cajas de la mudanza (las cajas de los muebles y los objetos nuevos que habían reemplazado a los anteriores y que, una vez vacías, habían servido para guardar éstos, a la espera de ser reciclados). Encendí la televisión pero sólo daba programas basura. De pronto me entraron unas ganas irresistibles de fumar.
    Cuando terminaba de ponerme el abrigo, ya en el ascensor, me di cuenta de que me había olvidado las llaves. Laura había ordenado todos los juegos en una cajita con forma de armario tirolés, junto al espejo del recibidor. Para colmo, también me había dejado el paraguas en el paragüero nuevo, colocado estratégicamente bajo los abrigos. Al menos tenía dinero y las tarjetas de crédito en la cartera.
Ya estaba marcando el número de mis suegros para avisar a Laura de que trajera las llaves que guardan ellos, cuando, sin ningún motivo, colgué. Salí del bar con una cerveza y tabaco. Ya era de noche. La lluvia había arreciado y las calles estaban desiertas.

 

 

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