Encierro voluntario y literatura / Ignacio Ortiz Monasterio

Quien se encierra —iniciemos por lo obvio— evita el contacto humano. No es alguien que esté solo, no es el hombre que desea compañía en un café: es alguien que facilita su aislamiento. Considera vana, innecesaria, imposible o indeseable la convivencia con otros. Vana si no puede darle lo que busca. Innecesaria si no precisa nada de ella. Imposible si es incapaz de crear lazos. Indeseable si ve en ella algún riesgo.
     Entre los detonadores del encierro sobresale la pérdida. Tras una separación o tras la muerte de una persona amada, el encierro constituye una confesión: nada de lo que la realidad me ofrezca llenará este vacío. Correspondientemente, nada tengo que ofrecer a la realidad, pues he quedado hueco. El vacío vuelve vana la relación del sujeto con los demás. Si no es posible tener a esa persona, mejor romper relaciones, extirparse, renunciando de paso a vínculos secundarios cuyo potencial ha sido ya puesto en duda por aquella pérdida y que, de procurarlos, por mera comparación resultarían dolorosos.
     El encierro es también una forma primitiva de lidiar con el dolor, un intento de suicidio. Si el mundo no puede verme, si me escondo, dejo de ser. Desaparezco del mundo, y conmigo mi dolor. El encierro es enojo. El evasor es el niño que se aleja de su madre porque ésta regaló su juguete predilecto, y no le habla. Aborrece la vida, que lo ha despojado. Resiente asimismo que la gente cercana pretenda comprenderlo. Quien se encierra considera que nadie puede entender su pérdida, y tal vez tiene razón.
     En la literatura, un ejemplo notable de este encierro lo encontramos en «Careful», el cuento de Raymond Carver. Lloyd no busca el consuelo ni la asistencia de otros tras su separación de Inez: se aísla. Un rompimiento puntual e involuntario —el de su matrimonio— trae consigo uno más, general y voluntario. Apartado, se pregunta cuándo lo irá a ver su ex mujer, y al mismo tiempo evita cualquier otra relación. Sale de su apartamento solamente para hacerse de alcohol. El personaje no entiende que se encuentra encerrado. Supone que necesita estar solo, simplemente, y que actúa en consecuencia. Sin embargo, el espacio que describe el narrador es sofocante: los techos se inclinan pronunciadamente, Lloyd tiene que inclinarse para ver por las ventanas, y doblar la cabeza al caminar; estufa y refrigerador son una cosa pequeña incrustada entre un muro y el fregadero: él se agacha, hasta casi ponerse en cuclillas, para sacar su bebida. Los espacios se cierran sobre el protagonista. A una pérdida como ésta y al retiro que sigue, parece corresponder una sensación de confinamiento.
     Si bien el final de «Careful» sugiere el hundimiento definitivo de Lloyd, el encierro por pérdida constituye por lo común una crisis, un trance pasajero. Las barreras que el evasor interpone son rotundas pero también transitorias. Muy distinto es el encierro perpetuo, sin salidas espaciales ni salidas en el conducto del tiempo. Hablo de hombres y mujeres que han evitado el contacto desde que tienen memoria, desde muy temprana edad en el mejor de los casos. Lo han evitado por la sencilla razón de que los hace sufrir: se sienten lastimados y ofendidos fácilmente, la humillación los hunde, son tímidos, se juzgan anormales… El suyo es un problema de extrema sensibilidad, pero es más: temen en lo más hondo ser destruidos. Es tal su inseguridad, y es tal su exposición al más mínimo estímulo negativo, que no ven otra salida que el retiro.
     Hay en este evasor suma vulnerabilidad, y hay vanidad. El ego del evasor es mayúsculo —paradójicamente— pero a la vez anómalo. No es grande: está henchido. Es comparable al corazón de ciertos individuos, el músculo cardiaco hipertrofiado en que el tamaño excesivo resulta enfermizo. La vanidad lanza a algunos al mundo. A otros los recluye. La amenaza que se cierne sobre el ego del evasor y el daño efectivo lo ponen en alerta, le imponen el encierro como único atenuante.
     Si es verdad que hay libertad solamente cuando hay una capacidad real de movimiento, entonces este evasor no es un ser libre, a pesar de mantener su albedrío intacto. Es significativo que la palabra inglesa secure signifique lo mismo «seguro» que «atrapar, detener». En español, el término asegurar tiene, entre otras, estas dos acepciones: 1. «Poner a alguien en condiciones que le imposibiliten la huida o la defensa»; 2. «Librar de cuidado o temor; tranquilizar, infundir confianza». Las nociones de encierro —de falta de libertad— y de resguardo se enroscan y se confunden. El evasor paga la seguridad con libertad. La libertad es moneda de cambio.
     Es cierto: el sentimiento genuino de invulnerabilidad es privilegio de los hombres de fe, los seres inmortales y los cretinos. El resto de las personas tememos la degradación: la enfermedad, la pérdida de alguna facultad física o mental, la muerte. Sin embargo, un mínimo de protección y un engaño o —lo que es tal vez lo mismo— la soberbia, nos permiten distraernos, relegar a una recámara aislada de la conciencia la idea de la destrucción que nos aguarda. Visto con escepticismo, este engaño es otra fe, una ciega convicción en la durabilidad. El evasor del que hablo no tiene esta segunda fe. Así como la confianza de una existencia ulterior le parece inconcebible al ateo, y la mira con asombro y suspicacia a la vez, la fe del hombre común en su propia inmunidad le es ajena a esta clase de escépticos.
     En el evasor este escepticismo, sin embargo, no supone una nueva racionalidad —como puede suponerla el ateísmo—. El recelo del evasor no es producto de la abstracción. Es vislumbre atávico, atisbo del inconsciente. Su temor es prelógico, y lo mismo su reacción. Las barreras que interpone son físicas pero a la vez figuradas, cumplen un fin práctico y uno ritual. El evasor no puede aislarse del todo, pero puede sosegarse al pretenderlo. El personaje de «El hombre en la caja», el cuento de Anton Chéjov, va a diario a la escuela donde es maestro de griego, pero incluso en los días más benignos viste su grueso abrigo y sus galochas, y carga con el paraguas. El cuello levantado le sirve para ocultarse, lo mismo que los anteojos oscuros. Culmina su envoltura con tapones de algodón en los oídos. En casa está encerrado realmente y escondido de la vista
de los demás, sin embargo esto no basta. Además de la puerta y los cerrojos oscurece el interior con persianas. «Tenía un cuarto pequeño como una caja. Cuando se iba a la cama se cubría la cabeza; hacía calor y bochorno; el viento se batía contra las ventanas cerradas.» La compulsión de Byelikov abarca sus objetos. Vive metido en una suerte de estuche, y tiene estuches reales para todas sus cosas. Mete su paraguas en una caja, y el reloj y el sacapuntas.
     La aprensión de Byelikov, el impulso constante e irreprimible de aislarse y resguardarse, no es del todo infundado. El «escándalo colosal» del final del relato, esa serie de sucesos lastimosos pero en cualquier otro caso superables, en verdad lo destruye. Como nunca en mucho tiempo, Byelikov toma un riesgo —la suerte de relación que establece con Varinka Kovalenko, la alegre y basta Rusita—, y este riesgo termina por darle sepultura. No es casual que el golpe mortal sea el que recibe su ego, cuando luego de ir a hablar con Milhail Kovalenko, el hermano de Varinka, rueda escalera abajo.

    
     Justo cuando caía […] entró Varinka, y con ella dos damas; permanecieron abajo mirando, y para Byelikov esto fue más terrible que cualquier otra cosa. Creo que hubiera preferido romperse el cuello o las dos piernas que haber sido objeto de ridículo. […] Al pararse, Varinka lo reconoció, y, mirando su cara patética, su desaliñado abrigo y sus galochas, sin entender qué había pasado […] rió con tal fuerza que podían escucharla en el último piso: «¡Ja-ja-ja!». Y este «¡Ja-ja-ja!» que resonaba y repicaba fue la gota que puso fin a todo: al enlace propuesto y a la existencia terrena de Byelikov.
    

     El encierro es a veces búsqueda de libertad. Pertenecen a esta clase las personas que a fuerza de satisfacer los deseos de alguien más, de complacer a la madre, al padre, a la pareja en todo —como un modo quizás de asegurar su atención o de monopolizar sus afectos—, han renunciado a sus propios deseos, se han convertido incluso en algo que no son, hasta el punto de sentirse invadidas. El sujeto desarrolla aversiones, fobias que lo rebasan, manías. Siente la necesidad de rechazar. Cualquier acercamiento, bien o mal intencionado, le parece una forma de intrusión. Impotente, se aísla. Cierra por completo las puertas tangibles, porque no está en su poder cerrar las intangibles.
     Kanau Koga, uno de los personajes de Kenzaburo Oé, tiene vocación por la literatura, pero a instancias de su madre y de la tradición familiar materna, realiza los estudios completos de medicina. Apenas ha concluido el internado, sin embargo, desarrolla afefobia, la aversión a ser tocado —sobra acotar que la exploración directa del cuerpo es base de la práctica médica. Al principio se resiste solamente al contacto físico con la gente, pero muy pronto no puede entablar una charla, y la simple mirada de las personas lo perturba. Es incapaz incluso de tocarse a sí mismo sin que medien una tela o unos guates de látex. Koga se recluye en un cuarto estilo japonés —aséptico—, se envuelve las manos en vendajes y usa gogles entintados. Es evidente que a lo que el personaje se resiste es a la práctica médica. No porque la tema, sino porque siente que le fue impuesta. Pero en último término, Koga rechaza a su madre. Está ocupado por ella, a tal grado que se pliega a su preferencia por la medicina. Sólo cuando Koga es capaz de expulsarla —de una manera por demás extrema: permitiendo que muera— se libera de las agudas fobias que lo aquejan. Ejemplo del fenómeno hikikomori, Koga encarna una forma extrema de retraimiento social que supone un desfase entre las expectativas familiares y sociales, que el enfermo ha hecho suyas, y el resultado obtenido.
     La aversión de Byelikov, el hombre en el estuche, también puede tener parte de su origen en la invasión. Si el personaje de Oé se pliega a los deseos de su madre, el de Chéjov se somete a un estricto sistema de preceptos morales. Este apego a las normas dominantes y la medrosa defensa que hace de ellas llaman la atención sobre él, lo hacen sentirse visible, pero también lo sofocan, lo fuerzan a buscar aire, a alejarse de los hombres. El más mínimo contacto lo ahoga. Byelikov alza barreras porque es vulnerable, no hay duda, pero también porque intenta delimitar un espacio vital, un entorno donde pueda ser libre —no comprende que el enemigo está dentro.
     Se trata —sobra abundar— de un tipo de relación ambivalente. El evasor desprecia a quien lo tiene invadido, su ocupante le produce aversión, mas no puede estar sin él. Busca desalojarlo, así sea inconscientemente, pero no obra en consecuencia. Lo detesta, y al mismo tiempo lo quiere. El evasor muchas veces escinde a su invasor. Parte en dos identidades sus rasgos a fin de poder manejar la contradicción. Por un lado, Koga mantiene intacta la imagen de su madre. Por el otro, reconoce en el resto de los hombres todo lo que de ella le genera repulsión.
     Byelikov teme y repele a la gente en general, a la sociedad que es fuente de las normas que lo atan, pero admira hondamente a una humanidad pasada. Aunque en un primer nivel su interés por «el pasado y lo que nunca había existido» constituye, tal como dice el narrador, una aversión a lo real, es también una manera de admirar, bajo una óptica distinta, al ser humano. No es casual que Byelikov sienta especial fascinación por las lenguas clásicas que enseña y, más aún, por el griego antiguo. Las lenguas y sus registros son el gran depósito de las culturas. La facultad del lenguaje es la facultad humana. La Grecia de Homero, Pitágoras, Aristóteles, «cuna de la humanidad». Quien admira la obra admira al creador —incluso a su pesar. «“Oh cuán sonora, cuán bella es la lengua griega”, diría [el hombre en el estuche], con una expresión de azúcar; y como para probar sus palabras enroscaba sus ojos y, levantando su dedo, pronunciaba “¡Anthropos!”». Significativamente, Byelikov menciona al hombre para ejemplificar de modo cabal la belleza y la sonoridad únicas de una lengua. En ese «Anthropos» y en el elogio entero parece haber toda una ponderación: hay asombro, admiración, censura ante la idea de hombre y su verificación en el mundo. El género humano es objeto del rechazo de Byelikov, ciertamente, pero también de su amor —tal como lo es la madre para el personaje de Oé. Puesto que rechaza su versión real e inmediata, puesto que el hombre del común lo ha dañado y por ello lo reprueba, Byelikov puede amarlo solamente en su mente, debe desplazar su honda admiración hacia una forma abstracta e ideal del ser humano.
     La ecuación que describe la conducta de evasores como éste es sencilla: a más vulnerabilidad, más riesgo. Este evasor es frágil y lo sabe. De materia blanda y penetrable, el caracol se encierra en su caparazón. Se repliega no porque sea cobarde —los tormentos que ha de enfrentar en su encierro son tanto o más formidables que otras formas del dolor— sino porque está más expuesto que otros a los agentes externos. Tan vulnerable se siente y a tal grado teme su desaparición que termina por temerle a todo. Busca compulsivamente apartar, suprimir si ello cupiera, todo riesgo de destrucción, que es lo mismo que suprimir la vida, pues la vida es de manera indistinta posibilidad de edificación y de ruina: génesis y apocalipsis. Niega una posibilidad y la otra, negando así la existencia. Como si comprendiera que con la muerte se esfuman toda la angustia y los peligros, actualiza sin cesar y en detalle el verdadero semblante de la muerte: la imposibilidad.
     Los estuches en que Byelikov mete cada objeto, el sofocante envoltorio de sus ropas y accesorios, la matriz de prohibiciones y preceptos a la que está confinado, su cuarto sellado, no son sino modelos y versiones de la caja última, el féretro que ocupará al final del relato. Y en este encierro final, en la caja que ya no abandonará, luce al fin sosegado. «Ahora que yacía en su ataúd su expresión era grata, apacible, animada incluso, como si se alegrara de haber sido puesto por fin dentro de un estuche del que ya no saldría. ¡Sí, había alcanzado su ideal!». La vida, con todas sus posibilidades-riesgos, queda atrás. La imposibilidad es ahora absoluta.
     Sería vano suponer que la reclusión es la única forma de evasión. ¿Quién podría afirmar sin engañarse que no evade la realidad de algún modo? La criatura que busca el confinamiento se protege de los riesgos del contacto con los hombres, reduce la vida a su mínima expresión —la de la preservación— como un modo de restarle poder a la desgracia. Pero en su confinamiento, en reclusión, hace frente sin querer a una clase distinta de sufrimientos, y se mide con ellos de manera incesante: una soledad muy grande, el cultivo de la imposibilidad, desesperanza. Bajo aspectos distintos y cambiantes, en el cuarto del evasor hay una presencia más. Evasores radicales como el Byelikov de Chéjov intuyen que la muerte no es un suceso preciso, ubicado en el final de la existencia. Saben que es una parte de la vida, «una posibilidad siempre presente […] y de tal naturaleza que determina sus rasgos principales […]». Una condición, de acuerdo con Dilthey, que acompaña cada uno de sus momentos, y que es fuente de la verdadera angustia. Arrojarse a la vida, en cambio, sumirse hondo en sus aguas hasta creerse parte de ellas, echar raíces en la tierra y en la gente, en un amor, puede ser una forma de olvidarse de la muerte, de acallar el magnífico temor que le tenemos. Cabe ver gallardía en el hombre confinado, o sugerir que el individuo en plenitud pertenece simplemente a otra clase de evasores.
     Una muestra última de retraimiento y una tercera forma de afrontar el sinsentido de la vida los encontramos en Melville. Bartleby no es un evasor, no desprecia a los hombres ni parece contener resentimiento, sin embargo va solo por el mundo y no intenta unirse, relacionarse. Más aún, al paso de las páginas observamos que preferiría no hacerlo. Sin buscarlo, su aislamiento trae consigo el fantasma del encierro, y el encierro verdadero a la postre. ¿Es preciso recordar cuán confinante es el despacho legal del narrador, donde Bartleby termina durmiendo y donde deja pasar las horas y los días? Está en la parte baja de un edificio flanqueado por construcciones más altas. Desde el interior se mira solamente la pared de un cubo de luz que baja desde el techo —una vista «pobre en lo que los pintores de paisajes llaman “vida”»— y un muro de ladrillos, negro a causa del tiempo y la sombra perpetua. En la esquina que Bartleby ocupa —al interior del privado del narrador— la silla está muy cerca de una pequeña ventana prácticamente bloqueada. El escritorio entra apenas detrás de una de las puertas y, por si esto fuera poco, el narrador manda poner un elevado biombo que aísle a Bartleby de su campo visual, pero que lo mantenga al alcance de su voz. «Ermita», denomina el narrador el pequeño espacio de su escribiente. Es en esa esquina donde el joven pasa el día, transcribiendo documentos cuando los hay, o de pie, junto a la empalidecida ventana, mirando la pared de ladrillos muertos y ensimismado. Y es en esa suerte de despacho emparedado, ahí y solamente ahí, donde Bartleby pasa su tiempo todo: ahí duerme, ahí come frugalmente, ahí se asea.
     Un factor diferencia a Bartleby del evasor crónico de otros párrafos. Mientras que éste es orillado por sus miedos al retiro, el retiro es en Bartleby una elección. A ese evasor lo dominan sus temores: si desea un mínimo de sosiego, no tiene otra alternativa que el encierro. Éste es su único camino. El personaje de Melville, en cambio, parece actuar libremente. La soledad de Bartleby, la mengua de su contacto con otros, no contiene seña alguna de la fobia. A pesar de su palidez, de su personalidad reservada, de la tristeza que ve en él el narrador, Bartleby está por encima de la melancolía. Ésta es corolario más que principio. Bartleby no es depresivo, si bien algo trascendente, una comprensión debida al pensamiento, lo tiene desamparado.
     La prueba más clara de su libertad es, sin embargo, la enigmática frase: Preferiría no hacerlo. No es solamente el hecho de que con esta respuesta se niegue tantas veces a cumplir una instrucción superior. La frase de Bartleby, su elección de lenguaje, implica una ponderación, un entendimiento justo de las alternativas y, en seguida, una deliberación: condiciones las tres de la libertad. El autor hace mención explícita de esto en una de sus líneas: «“Prefería no hacerlo”, contestó en un tono como de flauta. Me pareció que mientras le hablaba, daba vueltas a cada una de las declaraciones que yo hacía; comprendía cabalmente el significado; no podía negar la irresistible conclusión; pero, al mismo tiempo, una consideración suprema prevalecía en él al responderme en esos términos». Elegido, el confinamiento de Bartleby el escribiente no es prisión.
     Filósofos y críticos literarios coinciden en reconocer en el absurdo de la existencia el fundamento del actuar de Bartleby. Ante el hecho de
la muerte, ante las largas sombras que arroja sobre la vida, y ante lo inevitable de la soledad, el personaje de Melville, libremente, se retira. Parece haber comprendido como nadie que la efímera vida, colocada en perspectiva, no es sino la débil luz de una vela en el medio de insondable oscuridad. Bartleby, ciertamente, no cuenta con compañía, no tiene a un lado otro hálito de luz, igualmente transitorio y vulnerable, que de algún modo lo ensanche y lo replique. ¿Lo dijimos? Identificarse es verse reflejado, mirar nuestra identidad en alguien más, duplicarse. Si el suceso es recíproco dos espejos se encuentran y hay la ilusión de una multiplicación indefinida. Nos extendemos infinitamente, somos eternos. La soledad —nos hace ver el narrador una y otra vez— es la condición básica de Bartleby. No busca replicarse a fin de contrarrestar las sombras de la muerte, su advenimiento. Ha comprendido irreversiblemente que ese juego de espejos, el ensanchamiento de la identidad, es sólo eso, una ilusión. Lo cierto, lo que puede verse más allá del hálito de luz, son la muerte y la soledad. Pálido y macilento, y valiente, Bartleby. Al contrario del hombre en plenitud —el que tarde o temprano, por cierto, como el Ilich de Tolstoi, tendrá que reconocer el absurdo—, Bartleby no se engaña. Pienso que estaría en él hacerlo, extenderle la mano al narrador y tomarse de la suya, pero sabe, ha comprendido, y preferiría no hacerlo. Su soledad deriva en confinamiento, en el encierro incluso de la cárcel, pero a diferencia de nuestro evasor, Bartleby retirándose encara.

 

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